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De Corea del Norte a Nicaragua del Sur

De Corea del Norte a Nicaragua del Sur

Por Leonardo Oliva* | CONNECTAS

“¿Quién causa tanta alegría? ¡La Concepción de María!”. El grito se multiplicó las últimas semanas por todo Nicaragua para celebrar a su patrona nacional, la Inmaculada Concepción de María. En un país donde casi la mitad de sus ciudadanos profesan el catolicismo —y el 90% han sido bautizados bajo esta fe—, la Gritería del 7 de diciembre es desde hace al menos 60 años la fiesta popular más importante del año.

La propia familia presidencial, que para sus críticos ha convertido a Nicaragua en su “finca” adueñándose del Estado, se mostró en un video difundido por todos los medios oficialistas celebrando a la Purísima. Allí se los ve al “Presidente Comandante Daniel Ortega” y a la “Vicepresidenta Compañera Rosario Murillo” rodeados de sus muchos hijos y nietos y rezándole a la Virgen, repitiendo el ritual que gran parte de los nicaragüenses realizan durante los diez días que comienzan cada 28 de noviembre.

Esta masiva fiesta popular contrasta con la imagen internacional que tiene hoy Nicaragua: la de una autocracia que gobierna con mano dura y represión de la disidencia, que tiene detenidos a más 200 opositores y que ha llevado al exilio a miles de ciudadanos que no respaldan al sandinismo gobernante.

Nicaragua es un país convulsionado. La profunda grieta que abrió Daniel Ortega desde su primer gobierno en los años ochenta, con guerra civil incluida, no ha hecho más que profundizarse desde que en abril de 2018 su Gobierno decidió reprimir las protestas que se desataron en las calles. Las balas policiales y paramilitares dejaron 355 muertos, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). E iniciaron una cacería de opositores que no se ha detenido aún: otros dos periodistas fueron detenidos el 11 de diciembre.

Ellos se suman a una larga lista de prisioneros a los que los medios oficialistas llaman “presos en resguardo”, mientras que para la prensa independiente son claramente “presos políticos”. Otros, para escapar de la cárcel, han huido del país: a España, a Estados Unidos y, sobre todo, a la vecina Costa Rica, convertida ahora en “Nicaragua del Sur”, como llaman los exiliados a su país de refugio con el característico humor negro nicaragüense.

La humorada no es casual: no son pocos quienes ven a Nicaragua como la Corea del Norte de Latinoamérica señalando su falta de democracia, su régimen autoritario y sobre todo su aislamiento internacional.

Los testimonios recogidos relatan la opresión a la que los somete la “dictadura” Ortega-Murillo. En contraste con la alegría popular que muestran las imágenes de la Gritería 2022, las voces de la disidencia se resignan a hablar sin revelar su identidad, por miedo a represalias de los sandinistas.

La Iglesia de San Francisco, en la ciudad de León, es el escenario principal de la celebración religiosa en honor a La Purísima. Es uno de los lugares donde no hubo prohibiciones del Gobierno. CREDITO:CONNECTAS

Presos en una “finca”

Nicaragua se mueve hoy bajo una “falsa normalidad”, como la define una ciudadana que habló con CONNECTAS desde el anonimato autoimpuesto. “Hay gente en la calle, en los centros comerciales, pero hay una tensión de fondo que no la andás hablando en todos lados porque no sabés con quién estás hablando”, dice esta comerciante de Managua de 35 años. “Acá todo el mundo prioriza su integridad física, su seguridad. Pero (el miedo) está en el ambiente, todos saben que Migración sigue llena, que todo el mundo anda buscando sacar su pasaporte y salir de aquí”, agrega.

La prensa es unas de las instituciones que más ha sufrido la opresión del gobierno de Ortega. Hoy, Nicaragua es el país con peor índice de libertad de prensa de América. Por esta razón, la mayoría de los periodistas independientes han debido exiliarse. Sin embargo, algunos pocos aún resisten —por convicción o porque no tienen otra opción— trabajando dentro del país. Es el caso de un experimentado reportero que —confiesa— vive en la clandestinidad, contando lo que pasa en Nicaragua recluido en su domicilio en las afueras de Managua.

“No les tengo miedo, pero no quiero estar en la cárcel”, dice. Cuenta que casi no sale de su casa y que no se expone. “Lo que estamos haciendo es resistencia, porque seguimos haciendo el trabajo, seguimos denunciando, diciendo lo que otros no pueden decir por miedo”, asegura.

La persecución de los sectores críticos en el país incluye también a las organizaciones sociales. Más de tres mil ONG han sido cerradas por el Gobierno, según denunció el Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más. En una de estas entidades trabaja otro nicaragüense entrevistado por CONNECTAS. La organización, con sede en Masaya, ha sobrevivido a la masiva clausura pero nada indica que no esté bajo la omnipresente mirada del régimen.

“Vivimos en la zozobra de perder nuestros empleos, porque el cierre de ONGs es cada semana. Y no es una, son 50 o 100 cada vez” dice este trabajador social de 30 años. “Ojalá que la Señora amanezca de buen humor, nos decimos cada día para evitar que nos cierren”, cuenta con ironía en referencia a Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta de Ortega, quien para muchos es la ideóloga de la persecución a cualquier tipo de organización social que no esté bajo la órbita del FSLN. “Esto es una finca. Y en la finca se hace lo que dice el dueño”, afirma para graficar cómo se toman las decisiones hoy en Nicaragua.

“No podés mencionar aquí que estás contra el Gobierno. En cambio, los adeptos pueden decir que son sandinistas y que están dispuestos a defender su revolución, incluso con las armas. Pero yo no puedo vestir azul y blanco”, explica en referencia a los colores de la bandera de Nicaragua, que casi no se ven hoy en las calles. Para el Gobierno, el azul y el blanco representan a la oposición porque durante las masivas protestas de 2018 las banderas y pañuelos se agitaban en cada tranque y en cada manifestación, en abierta oposición al rojo y negro del estandarte sandinista.

La bandera del gobernante FSLN tiene más protagonismo que la propia de Nicaragua en las calles del país. La imagen es en el Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino. CREDITO: CONNECTAS

Así como exhibir la bandera de Nicaragua es un “delito” insólito que se ha naturalizado en el país, también lo es a veces ir a misa o salir en procesión religiosa por las calles sin autorización de la Policía. Es que la Iglesia católica es otra de las instituciones víctimas de la represión sandinista. En la reciente celebración de la Gritería, hubo ciudades como Masaya —una de las más combativas en 2018— donde el festejo popular fue restringido por el Gobierno.

Desde una de las parroquias donde no pudieron hacer la procesión de la imagen de la Virgen de la Concepción habló con CONNECTAS uno de los feligreses. “Nos dijeron que la virgen no tiene permiso de salir a las calles”, aseguró este cuentapropista de 36 años. Según él, “muchos sacerdotes son vigilados en sus homilías para ver si hablan algo del gobierno o del partido”.

El hombre es un ex trabajador del Estado que fue despedido por haber participado de las protestas de 2018. Y a más de cuatro años de aquella rebelión popular apagada por el Gobierno con balas y cárcel, todos los consultados reconocen que el miedo le ha ganado al descontento, pese a que éste “sigue siendo mayoritario”, asegura el entrevistado.

El mejor antídoto contra la represión sandinista es entonces el silencio. “Antes todo el mundo manifestaba su descontento con la dictadura, hoy no”, dice el hombre hablando al teléfono en voz baja desde alguna parroquia de Managua. Como él, todos miden cada movimiento y escrutan el entorno antes de decir lo que piensan. Porque cualquier persona —el vecino de al lado, el taxista, el compañero de trabajo— puede ser un vocero del régimen, un “sapo”, un partidario de Ortega.

Policías de tránsito en la Rotonda Jean Paul Genie, Managua. En este punto de la capital la presencia de uniformados se ha vuelto normal, pero la portación de armas de fuego (como las observadas en la foto) no es normal en oficiales de tránsito. CREDITO: CONNECTAS

Son las señales de un Gobierno sumergido en la paranoia que desconfía de todos, hasta de los propios. Y que ha contagiado eso a toda la población. Como cuenta el periodista que vive recluido en la clandestinidad, “los barrios populares están minados de informantes del Ejército, del Gobierno y de la Policía”.

Con él coincide la comerciante de Managua. “Tenemos que cuidar cada palabra que digamos”, dice. “Como ciudadana, lo que intento es no dar opiniones abiertas, no entrar en discusiones sobre política, ver bien con quién hacés tus comentarios. Y bajar el perfil en las redes sociales. Mucha gente elimina o bloquea publicaciones que hicieron en 2018”.

Los nicaragüenses se resisten a ver a su país como un clon de la dictadura comunista de Kim Jong-un, aunque a veces la tentación de equipararlas queda al alcance de los ojos. Las gigantografías de Ortega y Murillo en las calles de Managua, por ejemplo, no tienen nada que envidiarle a las del líder coreano en Pionyang. Y como en el régimen coreano, en Nicaragua gobierna una dinastía familiar adepta al nepotismo.

Quienes no aceptan esta situación deciden emigrar. Todos los consultados que aún viven en Nicaragua aseguran que es una opción, pero cuestiones familiares, laborales y hasta económicas se los impiden. Algunos ni siquiera han podido poner estas razones en la balanza, porque o salían del país o terminaban en la cárcel.

Gigantografía en la entrada del municipio de Ciudad Sandino, en Managua. El culto a la personalidad es una característica del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo. CREDITO: CONNECTAS

“El espíritu somocista anidó en los directivos de la revolución (sandinista) muy tempranamente. Esto no es una revolución, es fascismo”, dice en Costa Rica un veterano periodista que va por el segundo exilio de su vida. “Y las dos veces por el mismo maje”, afirma en referencia a Ortega, cuyo primer gobierno en los ochenta generó una guerra fratricida que obligó a emigrar a miles.

“Así es el socialismo”, se queja otro nicaragüense que lleva cuatro años en San José, la capital tica. Es joven (tiene 34 años), tiene dos hijos pequeños y sobrevive manejando un auto de Uber. Su plan, más que volver a Nicaragua, es irse en un futuro a Canadá.

Pero si se les pregunta a los nicaragüenses que quieren dejar el país cuál es su destino preferido en el extranjero, al tope de la lista siempre está Estados Unidos. Salomón Manzanares (49) vive allí desde el 4 de junio de 2022. Recuerda bien la fecha en la que se exilió porque son situaciones que quedan marcadas para siempre en el calendario de un emigrado.

“Es duro salir y sabés que no vas a regresar rápido”, admite. Oriundo de la ciudad nicaragüense de León, llegó al país del norte sin conocer a nadie y huyendo de la persecución a la que lo sometió el gobierno de Nicaragua. “Me vine a Estados Unidos sin que se diera cuenta nadie. ¿Si tenía miedo? Más bien, si uno no tuviera miedo no sería humano”. También teme por su padre, su madre y sus seis hermanos, que están en Nicaragua: “Mi familia se está acostumbrando a vivir con sigilo, ellos no se meten en cuestiones políticas ni nada”.

Monumento al líder venezolano Hugo Chávez en la Rotonda del mismo nombre, en la Avenida Bolívar, Managua. CREDITO: CONNECTAS

La violencia es parte de Nicaragua desde hace un siglo al menos. Y en todo ese tiempo hay dos apellidos que se repiten. El primero, Somoza; el segundo, Ortega. Uno de origen conservador y militar; el otro, campesino y de izquierda. Sin embargo, la historia los ha igualado para sus víctimas, la clase media vinculada a las universidades, a los centros de pensamiento y a la prensa, así como a la Iglesia católica.

Hoy, como durante el somocismo, los nicaragüenses se han acostumbrado a vivir bajo una atmósfera de sospecha permanente, de temor a decir algo que moleste al Gobierno o a sus partidarios. Hasta exhibir una bandera del país o sacar una foto con un teléfono celular en ciertas zonas es argumento suficiente para que un policía detenga a la persona y la interrogue.

La atmósfera por momentos es irrespirable para aquellos que no quieren al Gobierno. Las calles de Managua y las otras ciudades están militarizadas, con policía permanente. “Todo el mundo tiene miedo de caer preso”, dice la comerciante ya citada. “Incluso en las redes sociales se persigue: la gente que está dentro del país ya no comparte como antes las cosas que tienen que ver con política”.

A la vigilancia policial se suma la de los seguidores del gobierno, los “sapos”, contribuyendo a la paranoia, al temor y al silencio. “Lo que pasa es que no sabés si la persona que te escucha es adepto o es opositor. Si es adepto al Gobierno, tus libertades corren riesgo; van a buscarte a tu casa y te amenazan: ‘No tenés que hablar mal de Daniel Ortega’, así me lo dijeron a mí”, agrega el psicólogo.

Así, bajo la fachada de la absoluta normalidad y de la alegría popular de una fiesta como la Gritería, se vive en el país centroamericano. Es pleno diciembre y los parques, las plazas, las avenidas y las rotondas de Managua están adornadas con luces navideñas y altares alusivos a La Purísima.

En los mercados la actividad fluye a diario y en las universidades estatizadas por el gobierno hace un año, epicentros de las protestas de 2018, volvieron las clases. Ya no están los rectores, profesores y estudiantes que debieron exiliarse; otros están presos. Pero nadie lo recuerda a viva voz, porque los oídos del FSLN son omnipresentes. Y como ellos el miedo, que se ha hecho carne en la mayoría de los nicaragüenses, rememorando las épocas más oscuras del país.

“Mis padres hablan de que es muy similar al tiempo de Somoza. Mi mamá me ha hablado mucho de esa época y está asustada”, dice una estudiante. “El 70% de la gente está en contra del Gobierno”, agrega el trabajador social. “¿Por qué sigue en pie? Es que los líderes que surgieron (de las protestas) están encarcelados, la dictadura se encargó de inhibir a cualquier persona que fuera competencia”. El miedo a la cárcel, entonces, garantiza que no se repita lo de 2018. “Hay mucho miedo”, insiste el hombre.

* Periodista argentino. Miembro de la mesa editorial de CONNECTAS.


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