“Tubal, hijo de Jafet, fue el primer hombre que vino a España”. Eso afirma el jesuita Juan de Mariana (1536-1624), autor de una monumental historia de España que permaneció más o menos vigente hasta que, en el siglo XIX, Modesto Lafuente, un periodista satírico de ideología liberal, publicó una obra equivalente y modernizada. Tubal era nieto de Noé y de él surgió inmediatamente la primera monarquía española, lo que da una idea de los remotísimos orígenes nacionales: estábamos ahí cuando aún no se habían secado los charcos del diluvio universal.
“La historia cumple varias funciones”, dice José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y uno de los patriarcas de la historiografía española. “Algunas son lógicas y naturales: queremos saber qué pasó. Otras, menos lógicas y naturales, tienen como objetivo crear identidades y reforzar la autoestima colectiva”. El pasado, aquí y en cualquier sitio, siempre ha sido escenario de guerras políticas del presente. Pero desde hace varios años el conflicto del pasado español parece haberse recrudecido. La Reconquista y el imperio, dos pasajes esenciales en la narrativa nacionalista, están en el centro de la discusión.
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La batalla de Covadonga, que ocurrió en 718, o en 722, o nunca, según sea la versión, ejerce una fascinación profunda en el campo político conservador. A Vox le gusta iniciar en Covadonga sus campañas electorales. En la de 2019, Santiago Abascal proclamó desde allí que había que “reconquistar para España su unidad nacional y su libertad” y que no iba a “pedir perdón ni por la historia ni por los símbolos”.
Nada nuevo. En 1934, José María Gil-Robles, uno de los grandes líderes de las derechas durante la República, pronunció en Covadonga un discurso mucho más encendido que cualquiera de los de Abascal. “Vamos a exaltar el sentimiento nacional con locura, con paroxismo, con lo que sea: prefiero un pueblo de locos a un pueblo de miserables”, gritó desde el estrado.
Mitin de José María Gil Robles, líder de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), en El Escorial el 22 de abril de 1934.
Keystone-France (Gamma-Keystone via Getty Images)
La victoria en Covadonga de Don Pelayo sobre los invasores musulmanes constituye, en este relato, el inicio de la Reconquista, una epopeya gloriosa. Y algo más: si convertimos a Don Pelayo en un noble godo y en fundador del reino de Asturias, podemos ver un proceso que duró siete siglos como un gran esfuerzo nacional para restaurar en una España unida la antigua monarquía visigótica y entroncar con un pasado remotísimo, que no llega al diluvio pero sí a la caída del Imperio romano.
Nunca ha habido acuerdo entre los historiadores acerca de los orígenes de Pelayo. Podría ser visigodo, pero su nombre era claramente romano y sus enemigos musulmanes le llamaban Belai al Rumi, Pelayo el Romano. En lugar de hispanorromano, podría también ser astur. En ese caso, tal vez lo que ocurrió en Covadonga (si ocurrió, fue una escaramuza más que una gran batalla, sobre eso hay bastante consenso) fue un episodio más en la resistencia de los astures frente a poderes exteriores, ya fueran godos o musulmanes.
A Vox le gusta iniciar en Covadonga sus campañas electorales para asociar su programa a la Reconquista
Hace unos años, el historiador mexicano Martín Ríos Saloma, especializado en la España feudal, hizo un descubrimiento interesante mientras realizaba en Madrid su tesis de doctorado. “La Reconquista no figuraba ni como término ni como concepto en las crónicas de la época”, explica. “Empezamos a buscar y no encontramos la palabra en su actual acepción hasta finales del siglo XVIII, es decir, hasta la Ilustración”.
Antes de la Ilustración se hablaba de Restauración, no de Reconquista. Restauración de la monarquía visigótica y de la unidad nacional. De ahí que Antonio Cánovas del Castillo aprovechara las resonancias del vocablo para denominar como Restauración el retorno de la dinastía borbónica y el régimen oligárquico-liberal que duró desde 1874 hasta la dictadura de Primo de Rivera, en 1923.
“En el siglo XIX, con la crisis del imperio y el esfuerzo por construir una identidad nacional española, se recuperan la idea y los términos de la lucha contra los musulmanes para utilizarlos en el relato de la lucha contra las fuerzas napoleónicas”, señala Martín Ríos. “Son construcciones artificiales, pero no hay que despreciar su importancia”, añade.
Henry Kamen, doctor en Historia por la Universidad de Oxford y profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas español hasta su jubilación, coincide con Martín Ríos en que Don Pelayo, Covadonga y la Reconquista entrañan más mito que realidad (“no hay guerra que dure 800 años”, subraya) y que fueron relatos desarrollados durante el siglo XIX “porque hacía falta glorificar el pasado”.
Durante el siglo XIX se establece el mapa nacional europeo (nacen, por ejemplo, Italia y Alemania) y cada nación trata de forjarse un pasado que contribuya a la autoestima colectiva. España, en pleno desmembramiento de su imperio americano, padece especiales dificultades. De ahí el éxito de la Historia general de España publicada por Modesto Lafuente entre 1850 y 1867, con una última edición en 1930. Lafuente, al igual que su antecesor Juan de Mariana, describe España como una gran nación unitaria desde la antigüedad y sistemáticamente favorecida por la providencia. Para él, la Reconquista constituye un episodio esencial. Y las guerras napoleónicas, el levantamiento de todo un pueblo contra el invasor, aupado por el patriotismo y el ansia de libertad representada por las Cortes de Cádiz, dan inicio a la nación moderna.
“Los españoles llevaron una civilización superior a los indígenas americanos”, afirma Elvira Roca Barea
“Las cosas son en realidad mucho más complejas”, puntualiza José Álvarez Junco. “La guerra napoleónica fue más bien una guerra civil, porque las élites estaban con José Bonaparte. Y son las tropas británicas de Wellington las que vencen finalmente a Napoleón, porque las tropas españolas sólo obtienen un triunfo, el de la batalla de Bailén; por supuesto, se prefiere recordar Bailén y no otros episodios”.
Álvarez Junco introduce un término que ha adquirido conflictividad en los últimos años: “Élites”. Si las élites fueron para él afrancesadas a principios del XIX, para Elvira Roca Barea fueron directamente traidoras durante siglos.
Elvira Roca Barea, filóloga, publicó en 2016 el mayor superventas de la historiografía contemporánea española. Su obra Imperiofobia y leyenda negra recuperó un enfoque positivo sobre el pasado a partir de un argumento: todos los imperios reciben críticas y el imperio español no fue una excepción, salvo en el hecho de que sus élites acabaron asumiendo como cierta la “leyenda negra” creada como instrumento propagandístico por los enemigos de España. La idea de la “traición” de las élites se desarrolló más ampliamente en una obra posterior, Fracasología, España y sus élites, de los afrancesados hasta nuestros días.
Con el éxito de ventas y los aplausos iniciales, que abarcaron un amplio espectro político (desde Mario Vargas Llosa hasta Felipe González, digamos), llegaron las polémicas. “El hecho de no ser historiadora me da libertad y me permite ser más pedagógica; lo que lamento es que la cosa haya degenerado en ataques personales”, comenta Roca Barea.
“Yo combato la excepcionalidad”, dice. “El imperio español no fue distinto a otros imperios, no sólo en España hubo intolerancia religiosa, no sólo España expulsó a los judíos, hay que acabar con el excepcionalismo y los complejos morbosos”. “Nadie ha refutado seriamente mis tesis”, agrega.
La autora de Imperiofobia considera necesario evitar juicios morales. “¿Hay que justificar una conquista como la de América? Se trata de una expansión, esa es la historia del mundo. Es cierto que los conquistadores no repartían caramelos, pero también es cierto que los imperios son inclusivos y ofrecen oportunidades para todos”, argumenta.
Sin embargo, en el libro de Elvira Roca Barea se compara a los aztecas con los nazis, y eso podría asemejarse a un juicio moral. En conversación telefónica afirma que los conquistadores españoles recibieron apoyos locales porque “la gente se rebelaba contra un imperio [el azteca] que exigía tributos de sangre humana”. “Los españoles”, concluye, “llevaron una civilización superior a un lugar donde se realizaban prácticas bárbaras”.
Santiago Abascal, líder de Vox, en el inicio de campaña en Covadonga, en abril de 2019.EFE
Antonio Espino, catedrático de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Barcelona y especialista en historia de la guerra, acaba de publicar La invasión de América: una historia de violencia y destrucción, y se muestra contrario al blanqueamiento del imperio. “La violencia es común a todos los imperialismos”, dice, “y el español no fue una excepción. No se trató de llevar la libertad o la religión o una civilización superior a los indígenas americanos, sino de otra cosa”.
Espino no se limita a detallar la violencia de la invasión y cita ejemplos como el de las minas de Potosí, en Perú, donde el imperio mantuvo la práctica de la mita incaica (la población estaba obligada a trabajar en las minas durante varios meses al año) y acabó agravándola. “El propio conde de Lemos, virrey del Perú entre 1661 y 1670, denunció que se obligaba a los indígenas a trabajar en la mina de lunes a sábado, a un kilómetro de profundidad, sin salir por las noches, cuando la mita incaica suponía jornadas más o menos normales con salidas diarias”, comenta.
“La de la ‘independencia’ fue una guerra civil entre la élite afrancesada y el pueblo”, dice Álvarez Junco
A Espino no le parece que puedan esgrimirse argumentos como “en la época era normal” u “otros también lo hacían”, y defiende el derecho a hacer juicios morales. “Cuando dentro de 200 años un historiador estudie el exterminio de los judíos por los nazis, ¿podrá decir que eran otros tiempos, que entonces se hacían así las cosas? No, los historiadores trabajamos desde nuestro presente ideológico, cierto, pero los hechos son los hechos”.
Ese es un hecho insoslayable: los historiadores trabajan desde su presente ideológico. Para algunos, como el profesor Henry Kamen, la celebérrima leyenda negra, el “corpus” de propaganda antiespañola creado por los enemigos del imperio, “no tiene ninguna importancia, no es más que una fantasía utilizada para favorecer determinadas interpretaciones”. Kamen publicará próximamente un libro titulado Defendiendo España en el que trata de establecer que el imperio español tuvo muchos defensores incluso en los Países Bajos. Para otros, como Elvira Roca Barea, la leyenda negra flota aún sobre la visión que España tiene de sí misma (aunque en Imperiofobia detalla también, como hace Kamen, los muchos apoyos que el imperio tuvo en Flandes).
Roca Barea incide especialmente en que la digestión del imperio está todavía en proceso y que su desaparición “generó un proceso centrífugo que aún no ha terminado”. Se refiere a fuerzas disgregadoras en la propia península Ibérica. De hecho, los esfuerzos para compensar con conciencia nacional española la pérdida del imperio, en el siglo XIX, son casi simultáneos con la aparición de los primeros brotes nacionalistas en Cataluña y el País Vasco. Resulta interesante que la autora de Imperiofobia hable del proceso centrífugo originado con la crisis imperial, ya que lo lleva hasta nuestros días: es contraria a la evolución adoptada por el Estado de las Autonomías, establecido en la Constitución de 1978, y considera “un problema transversal, ni de izquierdas ni de derechas”, la disposición adicional primera del texto constitucional, en la que se ofrece respeto y amparo a “los derechos históricos de los territorios forales”. Otra vez el relato histórico sirve para respaldar una posición política actual.
¿Existe el historiador imparcial? “Yo no lo soy y nunca he conocido a ninguno”, responde Henry Kamen. “Una parte del trabajo sí lo es, la consistente en consultar fuentes y contrastar datos. Pero luego el historiador selecciona e interpreta, y ahí pesan las preferencias personales y la posición ideológica”.
José Álvarez Junco considera que algunos historiadores “se dejan seducir por los intereses políticos”. “Si hablas bien del imperio o muestras una visión edulcorada y simplificada de la historia de España, es más fácil que te hagan académico y que te den premios y medallas”, explica. Y concluye: “Pero si quieres ir a favor o en contra de algo o defender alguna causa, más vale que te olvides de la historia y que te hagas abogado”.
Vladímir Putin se mete a ‘historiador’
“Para ser benévolos, se puede decir que, a veces, Rusia y nosotros tenemos diferentes interpretaciones de la Historia”. Esta fue una de las conclusiones del secretario de Estado estadounidense, Anthony Blinken, tras reunirse en enero pasado con su homólogo ruso, Serguéi Lavrov. La recordaba en su artículo para la portada de ‘Babelia’ del 29 del mismo mes, el historiador británico Orlando Figes, autor de ‘Los europeos’. Al paneslavismo herido que siguió a la derrota de Rusia tras la guerra de Crimea (1853-1856) se le sumó la desintegración de la URSS en 1991, considerada por Vladímir Putin como la mayor tragedia geopolítica del siglo XX.
Putin invadió Ucrania este viernes argumentando que su obejtivo es “desnazificarla”, cuando, en palabras de otro historiador británico, Antony Beevor, “es él quien se compota como una especie de reflejo distorsionado de Hitler”. El líder ruso envío en julio a todos sus soldados un texto de 20 folios sobre “la unidad histórica de los rusos y ucranios”. Seis meses después, los tanques han tomado el relevo a las palabras.
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