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De Hellín al fin del Mundo

En la fachada del Ayuntamiento de Letur, una preciosidad porticada del siglo XVI, presumen de una vieja placa de adhesión monárquica. Es más bien pequeña, así que conviene aguzar la vista y dirigirla al frontispicio, cerca de los mástiles con las banderas. Allí podrán leer nuestros ojos, perplejos, la siguiente frase: “Viva el rey Amadeo I y la Constitución”.

El pobre Amadeo de Saboya, que estuvo al frente de los designios patrios apenas 27 meses (entre noviembre de 1870 y febrero de 1873) y terminó abdicando de mala manera, no tuvo tiempo a que le cogiera cariño casi nadie. Salvo los letureños, que son así de empáticos y hospitalarios. Lo dará la comarca, esta sierra del Segura que en las últimas estribaciones albaceteñas, a un paso de las lindes con Murcia, Jaén y Granada, se vuelve escarpada e infranqueable, tan hermosa como de difíciles comunicaciones.

Letur es un pueblo bello hasta decir basta, un paraje a trasmano de casi cualquier otro. Tan enrevesado es su acceso, caracoleando junto a las gargantas al sur del río Segura, que ha de lidiar —como tantos otros núcleos rurales— con el fantasma de la despoblación. Apenas 970 habitantes contabiliza, las dos terceras partes en el entramado urbano, muy pocos en el lindísimo casco histórico. Este laberinto medieval del siglo XII, con casas de estilo andalusí, goza desde 1983 de la categoría de conjunto histórico-artístico, pero hoy apenas sirve como catálogo de pisitos de alquiler para el turismo rural. Casi 300 plazas de estos alojamientos albergan sus calles enrevesadas.

No hace falta plan preconcebido para moverse por Letur, lugar pequeño y manejable. Lo mejor es perderse por las callejas estrechas y serpenteantes de su corazón casi milenario. Se puede empezar por la calle de Albayacín (en árabe, “barrio en altura”), la más vistosa, que nace de la plaza Mayor. Este callejón sin salida de trazado islámico asombra por la profusión de portezuelas coloristas y su antigua condición de adarve, la parte alta de unas murallas de las que apenas quedan rastro. Solo un poco más abajo, en la Puerta del Sol, veremos el último vestigio de aquel Letur fortificado. El tiempo ha sido todavía más impiadoso con el castillo, que también se erigió en el siglo XII, pero fue demolido en los años cuarenta del siglo pasado, por aquellas atrocidades propias de la época. Hoy solo se conservan unos pocos restos en la parte posterior de la Casa Consistorial.

Lo mejor es perderse, decíamos. Maravillarse con los esquinazos, la poética del callejero (Ánimas, Sahucos, Portalico) o, aún más encantador, las casas que se identifican con el nombre de sus moradores (Milagros de Amador). Y todo para regresar a una plaza Mayor que siempre, incluso con las pandemias a cuestas, hace buena la frase de un cronista del Renacimiento: “Aquesta villa alegre y de mucho agua y frescura”. Una plaza propicia para el avituallamiento en la panadería El Chulo, con ese horno gigantesco que lleva 40 años largos otorgándoles alegrías a los estómagos. O para un vino de uva monastrell en el bar El Castillo, que encierra, detrás de su apariencia humilde y los manteles de papel, un tesoro inaudito: su salón grande de comidas aprovecha un antiguo y precioso teatro privado de los años cincuenta. Con su anfiteatro y todo.

El bar El Castillo esconde un tesoro inaudito: un teatro privado de los cincuenta, anfiteatro incluido

No es la única sorpresa que nos depara la hostelería local. A solo unos pocos metros, bajando por la calle de la Aurora, el bar La Garduña no solo nos proporciona buen condumio, sino unos aseos decorados con páginas originales del diario Abc datadas en… ¡1928! “Se las compré a un coleccionista local”, detalla el dueño, un argentino que devino una década atrás en letureño por esas mudanzas que a veces dicta el corazón. “Seleccioné páginas que no incluyeran comentarios políticos, por aquello de evitar suspicacias…”. Porque aquí, como en todas partes, encontramos filiaciones de todos los colores.

Elena Navarro, otra letureña de pro y responsable de la Oficina de Turismo —con unos 6.000 visitantes anuales registrados en la era prepandémica—, resopla cuando nos ve reparar junto al ayuntamiento en una placa falangista fechada, con sus preceptivos yugo y flechas, en noviembre de 1973. “Todos os fijáis en lo mismo”, protesta. El hito conmemora el primer premio obtenido por la villa con motivo del concurso provincial de embellecimiento de pueblos, pero es cierto que Letur no necesitaría de adornos para encandilar al foráneo. Basta con adentrarse en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, erigida en característica piedra toba (calcárea) entre los siglos XV y XVI, bajo los patrones del gótico tardío y por encargo de la Orden de Santiago, que por toda la comarca tuvo mucho mando. O con acercarnos hasta el espectacular mirador de La Molatica, un balcón natural frente a las gargantas del Segura, donde el paisaje se despliega como un mapa gigante. A su izquierda aparece la peña de la Albarda, ya cerca de la localidad de Ayna, apodada la Suiza manchega y en la que se rodó buena parte de la mítica película Amanece, que no es poco. A la derecha, el Cerro del Regalí sirve de frontera natural con Elche de la Sierra, el pueblo donde la chavalería engalana las calles con efímeras y fabulosas alfombras de serrín de mil colores coincidiendo con el Corpus y las comuniones de los chiquillos.

La gruta del Frescor

“Las nuestras son calles con mucho dolor y mucha alegría. Al conocer Letur también se entiende mucho de mí”, dice la más ilustre letureña de la historia, la cantante Rozalén, impulsora el tercer fin de semana del mes de julio de un festival, Leturalma, que este año también la covid se llevó por delante. La intérprete de La puerta violeta nos sugiere comer en La Artezuela (608 46 67 13), meca del agroturismo, cerca de la gruta del Frescor —¿qué les habíamos dicho del nomenclátor?— y de las cascadas del arroyo que da nombre al pueblo. Y puesto que Silvia Álvarez, encargada del establecimiento, nos agasaja con un Cabeza de Hierro, tinto riquísimo de las bodegas Lazo , acabamos acercándonos hasta la finca La Zorrera, en el vecino pueblo de Férez, de donde procede el vino. José Alberto Antequera, su dueño —aunque gusta de considerarse un “pobrecito viticultor”—, es un profesor de instituto enamorado de la enología. Y que no solo conoce sobradamente el repertorio de María Rozalén, sino también el de Manolo García, con morada y orígenes familiares fereños. “Otro hombre encantador de estas tierras”, asegura orgulloso. “Aunque cuando anda por aquí, con el pelo sin teñir, a lo mejor te costaría reconocerlo…”.

En Letur, y también por sus alrededores, no decepciona ni siquiera la banda sonora.

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