Aplausos
Visto lo visto, algunos y algunas (déficits del genérico) deberían haberse cortado las manos de aplaudir porque eran las mismas con las que venían firmando (y siguen) las privatizaciones y despidos que dejaron la sanidad pública hecha unos zorros. Fue hermosa, en cualquier caso, mientras duró, aquella conversión de los balcones y ventanas en palcos de un teatro desde los que festejábamos la lucha contra la muerte. Aquel “muera la muerte” colectivo en el país de Millán Astray parecía una luz, era una fiesta de ocho a ocho y cinco de la tarde, una celebración (dentro del abatimiento general, se entiende). Recuerdo a los médicos y a las médicas, a los enfermeros y a las enfermeras, saludando al respetable desde las puertas de los hospitales con sus bolsas de plástico de la basura por toda protección contra un virus del que entonces apenas se sabía nada. Los habíamos enviado al frente sin casco ni pertrechos y ahí estaban, jugándosela, con la modestia que caracteriza a los grandes. Un amigo mío, cuyas ventanas dan a un patio interior, aplaudía hacia dentro, claro, como el que habla para sí mismo, el caso era no permanecer ajeno al rito de la tribu. Estábamos, por una vez, derechas e izquierdas, creyentes y ateos, ricos y pobres, en el mismo lado de la historia. Daba la impresión de que jamás nadie utilizaría el virus como arma política. Pero la alegría dura poco en la casa de los pobres. Los mismos que en su día votaron a favor del estado de alarma y del confinamiento llevarían luego al Gobierno a los tribunales por cumplir lo acordado. Se sale peor del cainismo (y del cinismo) que de la heroína.
Bicicleta estática
La bicicleta estática llevaba 9 o 10 años en casa, ni me acuerdo. Me la habían traído los Reyes y yo la había colocado ingenuamente cerca de mi mesa de trabajo, con la idea loca de hacer un poco de cardio entre párrafo y párrafo. El propósito duró tres meses. Luego, el aparato, pese a no cambiar de lugar, se fue invisibilizando de forma progresiva. Dejé de verlo, aunque me obligaba a dar un rodeo para llegar al escritorio. Se convirtió en uno de esos cacharros domésticos que dejan de usarse, pero de los que no nos desprendemos un poco por el síndrome de Diógenes y un poco porque no sabemos dónde queda el punto limpio más cercano. El caso es que a los tres o cuatro días del encierro la volví a ver. Se manifestó como una revelación lisérgica y resultó ser un objeto bellísimo, una máquina poderosísima, una escultura interactiva y ergonómica adaptada a mi estatura, a mis formas, a mi necesidad perentoria de ejercicio físico. Lo bueno es que tras la bicicleta estática se fueron revelando otros objetos como el cepillo de dientes eléctrico, olvidado en un rincón del cuarto de baño. Funcionaba todavía y llegaba a los lugares más escondidos de la dentadura, que es la parte más visible de la calavera. Gracias a la forzosa reclusión me descubrí a mí mismo y redescubrí mi casa, con la que estreché unos lazos perdidos. Así, en el fondo de uno de los armarios de la cocina, hallé una cortadora eléctrica de embutidos, lo que me permitió comprar la cecina en tacos que partía en láminas finísimas, satinadas por la grasa sutil que tanto gusto da a la vista y luego al paladar. Rescaté asimismo una sartén, también eléctrica, con la que en otro tiempo había hecho unas paellas estupendas y con la que no me relacionaba, por razones incomprensibles, desde hacía seis o siete años.
Cansancio pandémico
Agotamiento físico y psíquico caracterizado por la alternancia de estados de irritabilidad y de postración desde los que mandaríamos todo a la mierda. Afectan tanto al individuo como al grupo. La nación, en su calidad de individuo colectivo, tampoco está libre de sufrirlos. O sea, que no nos toquen mucho las narices.
Confinamiento
Llamamos así al periodo comprendido entre el 15 de marzo y el 21 de junio de 2020 durante el que los españoles permanecimos encerrados en nuestros domicilios amparados (es un modo de hablar) por el estado de alarma decretado por el Gobierno de la nación el 14 de marzo.
Tres meses largos de reclusión, en fin. Se dice en una frase, pero se ejecuta día a día, hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo, café a café. Golpe a golpe, verso a verso, por decirlo cantado.
Estaba permitido realizar breves salidas para hacer la compra, para pasear al perro, para no volverse loco, en fin, pero lo cierto es que la población cumplió con una disciplina que, observada desde la distancia, provoca una admiración sin límites.
Hablamos de niños y niñas encerrados, de abuelos encerrados, de personas de mediana edad encerradas, de animales domésticos encerrados, de drogadictos encerrados, de claustrofóbicos encerrados, de bipolares y psicóticos encerrados, de sueños encerrados también, pues los sueños no respiraban, no se oxigenaban, no se ventilaban con la periodicidad que les es propia y se descomponían en el cuarto de estar.
Las personas jóvenes y de mediana edad que tenían trabajo teletrabajaban, las más de las veces en pisos pequeños, rodeados de una prole que se subía por las paredes, de un cónyuge incapaz de poner orden, de un gato que, visto el desconcierto reinante, se afilaba las uñas en la tapicería del sillón de orejas de la abuela. A los perversos les hacía gracia reunirse telemáticamente con sus empleados permaneciendo desnudos de la cintura para abajo, con los genitales ocultos por el tablero de la mesa sobre la que reposaba el ordenador. Algunos se masturbaban seriamente sin cambiar de expresión mientras hablaban de presupuestos o de planes de venta o de previsiones de crecimiento. Como decía aquel personaje de House of Cards, “todo en la vida va de sexo menos el sexo, que va de poder”.
Fueron duros aquellos noventa y pico días, más sorprendentemente duros ahora, observados desde la perspectiva que proporciona el tiempo, que en el momento de pasarlos. Hay horrores que llegan a la mente con efectos retroactivos, y este ha sido uno de ellos.
Claro que no todo era horror. Hubo quien descubrió su bicicleta estática o su freidora, como ha quedado dicho, pero también quien descubrió su sexualidad, quien descubrió a sus hijos, a su esposa, a su marido, al hámster que llevaba un año dando vueltas en la rueda de la jaula aparcada en la habitación de los niños. Un hámster dando vueltas de manera obstinada y absurda en una prisión de palmo y medio de ancho por uno de largo es un espectáculo biológico alucinante. Un primo lejano, con el que hablé mucho durante esos días por teléfono, me dijo que a veces se levantaba a las cuatro de la madrugada y se acercaba clandestinamente a ver al animal.
—¿Adónde pretenderá ir dentro de esa rueda que no avanza? —me preguntaba.
—Al mismo sitio que nosotros sobre la bicicleta estática —le respondía yo.
Mi primo lejano, que es un poco budista, mantenía que debía de haber en la perseverancia del ratón una búsqueda de carácter espiritual, inaccesible a nuestra sensibilidad de personas cisgénero, blancas, de clase media y atrapadas en la visión de un mundo binario y neoliberal.
Hubo gente, en fin, que descubrió que tenía una vida allá donde pasaba la noche, una vida que había dejado de percibir como se deja de percibir, por falta de uso, la licuadora que con tanto alborozo se recibió en su día porque convertía los sólidos, como la zanahoria, en líquidos repletos de vitaminas esenciales para la vista, además de para el cabello y la piel y para el sistema inmunológico.
Hubo gente que descubrió que se quería.
Hubo gente que descubrió que se detestaba.
Hubo chicas que tuvieron la primera regla.
Hubo mucho onanismo y mucha eyaculación precoz y numerosas poluciones nocturnas.
Hubo nacimientos casi clandestinos.
Hubo enterramientos llevados a cabo en la soledad más absoluta.
Hubo muertes aún sin contabilizar. En palabras de una responsable sanitaria en la que ahora no caigo, “la gente moría fuera del sistema”.
Morir fuera del sistema, cuando se ha vivido disciplinadamente dentro, constituye una de las formas de destierro más crueles que quepa imaginar.
Hubo fiebre, tanta que a veces se transmitía a los objetos domésticos. Tenían fiebre los cuadernos de caligrafía de los niños, las plumas estilográficas de los padres, la pastilla de jabón del lavabo y hasta las croquetas congeladas daban la impresión, al sacarlas de su envoltura, de tener unas décimas.
Hubo miedo, bastante. Sabemos de individuos que se quemaron la piel por el abuso del gel hidroalcohólico y de gente que dejaba las bolsas de la compra durante 24 horas en la terraza, a la intemperie, no fuera a ser que. Sabemos de padres y madres de familia que se desnudaban antes de entrar en casa y dejaban la ropa sucia a la puerta, para que se descontaminara durante la noche.
Yo pensaba con frecuencia en las ratas. Las imaginaba en las alcantarillas con el oído atento a los movimientos del exterior. ¿Qué ocurría en las ciudades que ya no se escuchaba el ruido de los coches, de los autobuses, de las carreras de los niños? Las ratas ignoran la existencia de los sábados y los domingos, pero son muy listas y están organizadas en familias, como nosotros, y deben de disponer de un calendario biológico, deben de tener interiorizado el ritmo de nuestros días laborables y festivos. ¿Por qué, de súbito, todos eran festivos?
Cuando yo salía a comprar piezas enteras de cecina con las que dar sentido a la cortadora de embutidos recién redescubierta, procuraba pisar fuerte sobre la acera, para que las ratas me oyeran y renunciaran a la idea de abandonar su dimensión. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. La pandemia no habría sucedido si el virus no hubiera saltado de su hábitat al nuestro.
En cuanto a los pájaros, estimulados también por el silencio urbano, y dada la proximidad de la primavera, que coincide con el cortejo, debieron de follar como locos. Solo una cosa siguen sin comprender, pobres: el alboroto provocado por los aplausos que, desde los balcones, brindábamos al personal sanitario a la caída de la tarde. Tal vez los interpretaron como la felicitación de los humanos a sus hazañas venéreas. Loco mundo.
Escritura
Escritores dotados para la rentabilización de la vida cotidiana llevaron desde el primer día del confinamiento un diario que pretendía emular al famoso Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Sólo que lo de Defoe no fue un diario, sino una novela que imitaba las maneras de este género literario que cuando es bueno es bueno y cuando es malo es malo. Le ocurre lo que a la poesía en la que, antes de incurrir, deberías saber que, si no eres Shakespeare, no eres nadie. La virtud de la novela no es ya que acepta el término medio, sino que lo necesita para progresar adecuadamente. Lo decía muy bien Juan García Hortelano: “Para ser novelista no es absolutamente necesario ser tonto, pero ayuda bastante”.
¿Qué más?
Ahí va, si os parece poco, otro término:
Gin-tonic
Antes de la pandemia, yo solía quedar con un amigo dos veces al mes, al caer la tarde, para tomar un gin-tonic y conversar. El gin-tonic era un acelerador de la plática, una enzima de la amistad, diríamos. No vamos a negar las virtudes estimulantes de la ginebra, pero estaba también la estética de la gran copa de balón; el detalle ecológico de la raja de pepino; la belleza inquietante de las bayas oscuras del enebro, que se colocaban a veces en forma de puntos suspensivos sobre la superficie del combinado; las gotas de agua fría producidas por la condensación del aire en el cristal del recipiente; el tintineo de los hielos especialmente secos, que no aguaban la mezcla; y estaba la visión de la calle, pues solíamos encontrarnos en una terraza cubierta desde la que se apreciaba el fluir de los automóviles con sus conductores o conductoras, cuyos variados perfiles veíamos pasar de forma breve por delante de nuestras vidas detenidas.
No quisimos, al decretarse el confinamiento, interrumpir aquel rito tan saludable y enriquecedor, así que decidimos continuarlo a través de Skype, cada uno desde su mesa de trabajo. A eso de las siete menos cuarto de la tarde, yo empezaba a preparar mi gin-tonic para tenerlo listo a las siete en punto, la hora de la cita. Nos parecía asombroso el funcionamiento de la tecnología. Ahí estábamos los dos, chocando nuestras copas contra la pantalla del ordenador, dispuestos a comentar nuestras últimas lecturas, a intercambiar incertidumbres, a callar por pudor las cosas que los amigos callan por pudor.
Pero la conversación no fluía. Se producían silencios involuntarios que nos aprestábamos a disimular con una especie de poliespán verbal, con material de relleno. Poliestireno gramatical expandido, en fin. Cuando nos despedíamos, yo estaba agotado por el esfuerzo, supongo que mi amigo también. Poco a poco, fuimos distanciando los encuentros hasta que descubrimos que la conversación telefónica resultaba más eficaz que la telemática del mismo modo que la radio, para determinadas coberturas, funciona mejor que la televisión.
Grasas
Los tres meses del confinamiento se tradujeron, entre otras cosas, en una pérdida de masa muscular y en un aumento del porcentaje de grasa corporal de los españoles. Está por hacer el cómputo global tanto de la pérdida de aquella como del aumento de esta. Pero en 47 millones de cuerpos cabe mucha pérdida y mucho aumento. A ver si lo calculan.
Pablo DelcanInmunidad de grupo
A mí me gusta más “inmunidad de rebaño”, porque no tengo nada contra las ovejas, ni contra la biología, ni contra el gregarismo, ni contra la mansedumbre en general. No soy más dócil porque la lucha de clases me hizo así y opino, con José Agustín Goytisolo, que “un hombre solo, una mujer, así contados de uno en uno, son como polvo, no son nada, no son nada”. La inmunidad de rebaño se alcanza cuando una parte interesante de la población deviene invulnerable al contagio, bien sea porque ya se ha infectado, bien por la acción de la vacuna. Al calor de ese grupo, se encuentra a salvo el no inmunizado debido a que la cadena epidemiológica se ha roto. Si lográramos reproducir este fenómeno bioestadístico en la pandemia de la desigualdad, otro gallo nos cantara. No habría pobreza, aunque hubiera gente sin dinero.
Lecturas
Del mismo modo que redescubrí la bicicleta estática, un día, también durante el confinamiento, me di cuenta de que tenía en casa multitud de libros que había dejado de ver como los peces dejan de ver el agua. Hurgando perezosamente entre ellos, hallé una antigua novela de Patricia Highsmith, El diario de Edith, que creía perdida y en cuya lectura volví a engolfarme como si fuera la primera vez.
Mascarilla
Las autoridades negaron al principio su eficacia (quizá porque no había bastantes) y las hicieron luego obligatorias incluso para el exterior (quizá porque había demasiadas).
Netflix
Alcanzó durante el confinamiento la categoría de plataforma digital por antonomasia, signifique lo que signifique antonomasia.
Niños
Cuando salieron por primera vez a la calle, tras los noventa y pico días de encierro, miraban a un lado y otro con una expresión de extrañeza que estremecía un poco a sus mayores. Al cruzarse con gente de su edad, se arrimaban tímidamente al cuerpo de los padres, como para protegerse de algo, no sabemos de qué. Estaban pálidos por la falta de luz y costó un poco trabajo que echaran a correr porque habían pedido fuerza y habilidades motoras durante el reposo obligado, y porque el mundo les resultaba ahora demasiado ancho, tal vez demasiado ajeno. La infancia, en conjunto, había devenido agorafóbica.
Nueva normalidad
Aliteración instaurada para dar nombre a la etapa de convivencia con el virus tras el fin del encierro.
Respirador
Aparato sofisticado, heredero de los antiguos “pulmones de acero”, que obliga a respirar, aunque el cuerpo se niegue. Resulta indispensable para el tratamiento de los casos graves de neumonía bilateral provocados por la covid. Estuvieron muy cotizados en los primeros días de la pandemia debido a que la demanda superaba con creces a la oferta. De ahí que se recurriera al “triaje” (tantas veces negado por las autoridades sanitarias), protocolo consistente en la selección de enfermos que se lleva a cabo en las emergencias sanitarias. En otras palabras, cuando en una urgencia pulmonar coincidían, frente a un único respirador, un señor de 80 años y otro de 40, el de 80 cedía cortésmente el respirador al de 40. Si había suerte y sobrevivían los dos, el de 40 cedía luego su asiento del metro al de 80. Hay personas a las que el término “triaje” les suena a galicismo y prefieren denominarlo “cribado”, que a mí me parece más crudo, no sé, más cruel, menos piadoso.
Salud mental
Están por evaluar los efectos que la covid ha provocado sobre el estado de ánimo de la población, que no son menores a primera vista (estados de ansiedad, de angustia, insomnio, rumiaciones, ideas obsesivas…). Dado que vivimos en sociedades en las que solo existe lo que se puede cuantificar, y dado que la locura se resiste a ser medida, cabe la duda razonable de que lleguemos a conocerlos algún día.
Teletrabajo
Véase Confinamiento.
Terapia
Al sustituir, durante el confinamiento, mis sesiones presenciales por las telemáticas, sentí lo mismo que al cambiar el gin-tonic analógico por el virtual. La cosa no marchaba. Además, yo trabajo tumbado, de modo que el cara a cara me ponía violento.
—Esto no va —le dije a mi psicoanalista—. Necesito el diván.
—¿Qué ventajas le encuentra? —preguntó ella.
Lo pensé un poco y deduje que cuando me hallaba en el diván, bocarriba y con las manos generalmente cruzadas sobre el pecho, me hacía la ilusión de ser un muerto hablante. Y desde la muerte establecía asociaciones con más facilidad que desde la vida. Aquel descubrimiento, y todo lo que se desveló a través de él en las siguientes sesiones, convirtió la terapia telemática en una experiencia verdaderamente productiva. Pero fue un descanso regresar a los encuentros de cuerpo presente, aunque los hacíamos con mascarilla, yo con la quirúrgica y la terapeuta con la FFP2. Si he decirlo todo, me molestaba un poco el exceso de protección de ella, como si yo fuera un agente especialmente infeccioso. Pero nunca se lo reproché: quizá estaba en lo cierto.
Vacuna
Hay muchas personas, yo entre ellas, en contra de utilizar metáforas de carácter bélico para aludir a la lucha contra las enfermedades. Pero cuando las comparaciones funcionan, funcionan, y la vacuna parece ideada por un genio de la estrategia militar. Se trata de una especie de caballo de Troya rarísimo que introduces conscientemente en la fortaleza de tu cuerpo para que el enemigo disminuido que sale de su vientre despierte al amigo que sestea en tu sistema inmunológico. El cerco de Troya duraba casi 10 años cuando a los griegos se le ocurrió la ingeniosa idea del animal de madera. Las primeras vacunas contra la covid estuvieron listas a los 12 meses de su aparición. Un récord que ha evitado más víctimas mortales de las que podamos imaginar. Recordemos el espectáculo medieval de agonía y muerte con el que los bomberos se encontraron al entrar en algunas residencias de ancianos de la Comunidad de Madrid en la primavera de 2020. La vacuna constituyó un triunfo de la ciencia, en fin, evocador de aquella hazaña bélica de la Antigüedad clásica.
Virus
Lo que más me llamó la atención durante los primeros días de la pandemia fue el descubrimiento de que el virus no fuera un ser vivo. Me lo dijo un médico en el transcurso de una cena de amigos.
—La condición de “ser vivo” —añadió— incluye la capacidad de reproducirse por sí mismo de la que el virus carece. De ahí que utilice nuestras células.
Me pareció contradictorio que se multiplicara tanto sin vivir, pero también los videntes, en nuestra tradición, son ciegos; también el matrimonio nos libera al tiempo de atarnos; también los hijos nos hacen felices, aunque nos quitan el sueño; también adquirimos la facultad de morir en el momento mismo de nacer; también nos enamoramos de quien no nos conviene; también nos gustan las comidas que nos dan ardor de estómago y los alcoholes que nos dan dolor de cabeza; también nos hipnotiza la visión del precipicio fatal; también muchos fracasan al triunfar, etcétera. El virus no vive, en fin, pero se las arregla de algún modo para matar.
Y en esa guerra (perdón, una vez más, por la alusión de carácter bélico) seguimos.
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