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De la guerra a un aula que nunca imaginaron


El martes pasado, en su primer día en el nuevo colegio, Timur, de siete años, miraba todo asustadísimo, agarrado a la mano de su madre, casi tan asustada como él. Pero eso fue el martes. El viernes, este niño ucranio que huyó junto a su madre y su hermana mayor de la guerra en su país, sentado en su clase, en segundo de primaria, ya sonreía y decía muy clarito “bien” cuando la profesora le preguntaba que cómo estaba. Tan clarito que un compañero optimista exclamó: “¡Ya sabe español!”.

Tres semanas atrás, la madre, Olena, de 41 años, se despertaba sobresaltada a las cinco de la mañana en su casa de la localidad de Rivne, cerca de la frontera bielorrusa, por un estruendo que no logró identificar. Su marido puso la televisión y se enteraron de que había empezado la guerra y de que lo que acababan de oír era una bomba. “El día de antes fue completamente normal: los desayunos, el colegio, los trabajos…”, dice Olena. Añade que desde entonces no ha vivido ningún otro día normal. La madre de Olena, Halyna, de 63 años, la abuela de Timur y Karina, que vive desde hace seis años en España, convenció a su hija de que se reuniera con ella, de que era mejor apretarse los cuatro en el pequeño piso compartido en el que reside en Madrid, que obligar a los niños a la tortura del miedo a los bombardeos y los viajes a los refugios. Una semana después, estaban en la frontera de Polonia. Dos semanas más tarde, la nueva profesora de Timur ponía por primera vez en el traductor de Google español-ucranio la frase “ahora nos vamos al recreo” para entenderse con el recién llegado.

Ya hay escolarizados en España unos 1.700 menores ucranios llegados del conflicto, según los datos del Ministerio de Educación. Entre ellos, destacan 655 en Cataluña, unos 300 en Madrid, 200 en Andalucía y 200 en la Comunidad Valenciana. Pero la cifra es una parte mínima de lo que se espera. El ministerio calcula que en las próximas semanas llegarán alrededor de 100.000. “Serán incluso más si la guerra se alarga”, reconoce un portavoz. En España hay 8,2 millones de niños recibiendo educación no universitaria.

Esto lo intuyen en el colegio donde estudian ya Timur y su hermana, el centro Addis, en el barrio de Villaverde, en Madrid. Es un colegio concertado, laico, organizado alrededor de una cooperativa de profesores, acostumbrados a recibir niños de muchas nacionalidades a mitad de curso. De hecho, Timur está sentado al lado de su nueva compañera, Diana, de padres rumanos. Y en su aula, además de rumanos, hay niños de origen marroquí, ecuatoriano, boliviano, chileno y chino, entre otros. La hermana, Karina, de 14 años, es menos sonriente que Timur, está mucho más preocupada. Recibe por el móvil noticias de la guerra, frases y fotos de los amigos y parientes que se han quedado atrás, llamadas de su padre, auxiliar médico, que ahora ejerce de voluntario en el ejército ucranio. Cuando su abuela y su madre relatan la aventura del viaje y la llegada, la falta de ropa y las dudas por el futuro, ella las mira sin intervenir y acaba llorando en silencio.

Karina va media mañana a un aula denominada de enlace, especializada en familiarizar con urgencia a los estudiantes recién llegados de otros países con el español. Junto a Karina, hay tres marroquíes, una brasileña, una paquistaní y un caboverdiano. A Karina le gusta mucho el colegio. Dice que nunca los profesores se han preocupado tanto por ella.

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El 30 de marzo el Ministerio de Educación tiene previsto reunirse con las comunidades en el marco de la Conferencia Sectorial de Educación para acordar los recursos y medidas a poner en marcha ante la avalancha de menores que se espera. Educación es consciente de que serán necesarios nuevos apoyos. Habrá que incorporar a personas que conozcan los idiomas de ambos países para que hagan de intérpretes en las escuelas. “También habrá que contratar profesores si es necesario abrir aulas, orientadores y personal de atención psicológica”, abunda el portavoz. Y aumentar las becas comedor. Para costearlo, Educación prevé activar una “dotación económica muy importante”, todavía sin determinar, y que se espera que se nutra de fondos europeos. Las comunidades y las escuelas ya cuentan con un protocolo para la acogida de alumnos que llegan a mitad de curso, lo que se conoce como “matrícula viva”. Es lo que se ha aplicado en Addis con Timur y Karina.

Es lo que han hecho también en la escuela El Farell de Caldes de Montbui (Barcelona) con Irina, de nueve años, que llegó a este municipio con su madre, Valentina, sus dos hermanas mayores y su periquito, metido en un túper. Viajaron durante una semana, huyendo de la guerra, en varios autobuses. Cruzaron la frontera polaca a pie a lo largo de 30 kilómetros. La madre no se lo pensó dos veces en cuanto oyó el ruido de las bombas y llamó a Lluís Domene —su pareja desde hace poco tiempo y residente en Caldes— para decirle que huía y se iba a su casa. “Cuando llegué, respiré tranquila”, cuenta la madre, sorprendida por la gran acogida que ha encontrado.

Irina atravesó el jueves por primera vez las puertas de la escuela. Cuando llegó a su clase de cuarto de primaria se encontró que sus nuevos compañeros le habían hecho unos dibujos con la frase “Bienvenida Irina” escrita en cirílico. Un alumno hasta le regaló un peluche.

“Irina es una niña abierta y muy cariñosa”, destaca su tutora, Belén. La pequeña, que solo habla ruso y ucranio, se sienta cerca de ella, y del ordenador, para tener acceso al traductor, aunque tampoco se separa de su móvil, al que recurre cuando tiene que buscar alguna palabra. Después de la clase de Matemáticas toca aula de conversación, para aprender el nuevo idioma.

Maksim y Víktor explican a sus compañeros del instituto de Matadepera el viaje que han hecho desde Ucrania a España.CRISTÓBAL CASTRO

La corta edad y el idioma pueden suponer un impedimento para expresar y canalizar las emociones traumáticas. Esto lo tienen más resuelto adolescentes como Víktor o Maksim, que llegaron hace 10 días a Matadepera (Barcelona) con la mediación de una ONG local. Los dos chicos, de 14 años, con gran serenidad y madurez, explicaron ante sus nuevos compañeros su salida precipitada de Ucrania y del orfanato en que residían, su viaje a lo largo de una semana y cómo es la guerra gracias a vídeos que llevaban en los móviles. “La guerra no te deja dormir, suenan sirenas cada 10 minutos”, explica Víktor en un perfecto castellano, fruto de estancias anteriores en Cataluña en familias de acogida. “Cogimos la comida que cabía en la mochila y no mucha agua porque ocupaba mucho. En uno de los autobuses íbamos tan hacinados que viajábamos en cuclillas”, añade Maksim en un fluido catalán, también debido a los veranos vividos en esta comunidad. Ambos, incluso, ya habían pasado alguna semana en el instituto en años anteriores. Su adaptación, por tanto, es más sencilla. Ahora ayudan a Yaroslav, de 13 años, que ha viajado con ellos y para el que todo es nuevo porque es la primera vez que viaja por Europa. “Aquí estoy bien. La escuela es diferente, tienes un ordenador para ti solo. En Ucrania tienes que cargar con siete libros. Además, aquí puedes estudiar lo que quieres”, explica en inglés, un idioma que le ha allanado el camino.

Yaroslav vive con una familia de acogida en Matadepera, pero diariamente habla con la suya, que se ha quedado en Ucrania. “Están contentos de que yo esté bien aquí”. Sobre el incierto futuro, los jóvenes lo tienen claro: “Yo quiero quedarme, estudiar, trabajar y casarme aquí”, asevera Víktor. “Yo quiero ser traductor”, plantea Maksim. “Cuando acabe la guerra, yo quiero volver a casa”, zanja Yaroslav.

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