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De la mierda primigenia a los alces de Laponia: la pareja que revolucionó su vida con una furgo


Con las dos puertas traseras cerradas, el café impregna el ambiente del olor ligero de los desayunos. “Es un café colombiano que nos ha dado mi padre. Él suele guardarlo en el mismo sitio desde hace años, dentro de un bote viejo”, cuenta la historiadora Déborah García mientras Iratxe Goikoetxea, su pareja, diseñadora gráfica, de interiores y de producto, agarra el borde de una taza metálica con una pinza de apariencia robótica, para no quemarse. Dos de los artilugios que suelen cotizar al alza entre los que habitan una casa con ruedas son la batidora y la cafetera. Pero en esta hay muchos más enseres que te ayudan a resolver el día a día: una lámpara que se despliega como las páginas de una novela, una caja de herramientas, un brazo extensible para la tablet, una picadora. En este caso, además, hay plantas (entre ellas, una oscularia) y hay libros. “Mi felicidad es leer”, dice Déborah frente a la estantería que comparte con Iratxe y donde solo entran un puñado de títulos. Un hogar de seis metros cuadrados —como la furgoneta usada que compraron y camperizaron Iratxe y Déborah— tiende a ser minimalista por naturaleza.

Tras varios años de relación a distancia —una vivía en Oiartzun, un pueblo del País Vasco con poco más de 10.000 habitantes, a 14 kilómetros de San Sebastián, y la otra, en Vitoria—, la pareja de treinteañeras eligió un vehículo como domicilio y como alternativa contra un sistema que impide el acceso a la vivienda a las rentas bajas. Antes de salir a las carreteras, un pósit con dos palabras escritas —”vida nómada”— fue para ellas como una especie de mantra. A la basura que sacaron de la cámper tras meterle mano la llamaron “mierda primigenia”. Transformaron las entrañas de la furgoneta en cocina-salón-dormitorio-oficina. Déborah aprendió lo que significa la palabra escuadrar —disponer un objeto de modo que sus caras formen con las caras contiguas ángulos rectos—. Instalaron un depósito de 80 litros para distribuir el agua. Han aprovechado las dos puertas correderas para ventilar mejor y para tener un baño más independiente. Y hoy, con lo que se hubieran gastado mes a mes por un piso de alquiler, hacen la compra, echan gasolina, pagan las facturas de los desperfectos y cubren el gasto de sus teléfonos.

García y Goikoetxea, tumbadas y felices con la vida que han elegido.Markel Redondo

Lo que convierte a Iratxe y Déborah en nómadas modernas son los ordenadores portátiles y sus móviles con aplicaciones. Se entienden mejor con Google Maps que con los mapas físicos. Usan Park4night para escoger dónde pasarán la noche. Palabras como timeline o van life son parte habitual de su vocabulario. Saben cómo hacer volar un dron. Suelen ir en busca del sol, como las antiguas civilizaciones, porque la placa solar de la furgoneta les permite una mayor autonomía energética. Y en las redes sociales son conocidas como flâneuses —una derivación de la palabra francesa flâneur— porque creen más en el verbo descubrir que en el verbo llegar y se identifican con la actitud de los que caminan sin un rumbo fijo. “Nuestro nombre nos une a esas mujeres que, saltándose las convenciones sociales, fueron viajeras, aventureras, paseantes”, aseguran.

A menudo, las ventanas que utilizan para interactuar con la gente no son las de la cámper en la que amanecen, sino Twitter e Instagram, donde suelen firmar como Deb e Ira. “He visto cosas que no creeríais: el mar de Barents, auroras boreales, Laponia, alces y renos. Los paisajes más alucinantes”, escribió Déborah en marzo de 2021. “Siempre recordaremos Valldal por ser el lugar donde más lavadoras y secadoras pusimos. Programamos tantas que los plomos saltaron”, cuenta otra de las publicaciones. “Esto corresponde al día de Étretat. Estuvimos cuatro horas recorriendo acantilados. Lugares que otros, antes que nosotras, caminaron y pintaron”, dice una de sus postales digitales de Instagram. Gracias a esos instantes como empaquetados —a veces visuales y a veces, además, sonoros—, logran que sus seguidores viajen y vean a través de sus ojos. En ocasiones, nos trasladan a parajes con nombres casi impronunciables, como Skibotn o Briksdalsbre. Y también nos comparten las modificaciones que han hecho en la cámper.

Para cuadrar las cuentas, Déborah escribe sobre cine y arte, y tiene suscriptores en Patreon, un sitio web de micromecenazgo para creadores. Iratxe hace diseños como freelance. Un patrocinador les permite el acceso inalámbrico a internet. Entre las dos le han dado forma al pódcast “Historias en estado nómada”. Y de vez en cuando se animan a domar el cabello de su pareja y ejercen de peluqueras. Han aprendido a dejar la comida sobre el techo cuando refresca para minimizar el uso del frigorífico, y a hacer de la sostenibilidad un credo. Y han sabido adaptarse a rutinas indispensables dentro de una furgoneta: cuando llega el frío, por ejemplo, no se olvidan de apagar la bomba de agua todas las noches para evitar que las tuberías se hielen, y tratan de guardar las cosas donde corresponde. Aquí, la única política que siempre ha funcionado bien es el orden.

En este espacio donde cada mueble se acopla el resto a la perfección, como si se tratara de piezas de Tetris, los problemas son lo único que no tiene un espacio asignado previamente. “Pero cuando estás viajando ni se evaporan ni desaparecen. Si tienes TOC, depresión o ansiedad, seguirás teniéndolos”, comenta Déborah. “Y además, está el tema de la seguridad —le interrumpe Iratxe—. A nosotras, en Suecia, nos abrieron la furgo”.

La pareja insiste siempre en que su elección es personal. Y aunque se reconoce como parte de una tribu bastante solidaria, que a veces despierta en un aparcamiento y otras, en playas o bosques, tiene una manera singular de interpretar el mundo. Iratxe y Déborah reivindican el derecho a perderse, la diversidad y la diferencia. Han escrito un elogio a las ruinas y entienden cada horizonte como un recuerdo. Han reflexionado en torno a la salud mental, el sufrimiento o la pobreza. Dicen que hay muchos cuadros pintados por mujeres en los sótanos de los museos, que deberían estar expuestos y que Goya tenía una perspectiva interesante de género. A veces, hacen fotos con una Polaroid antigua y, a veces, la que no conduce le lee a la otra en voz alta algún pasaje de un libro. Déborah escribe diarios a mano. Y entre las dos le van dando forma a la incertidumbre y tratan de disfrutar los momentos más sencillos como si fueran grandes acontecimientos.

Las flâneuses han compartido espacio con un músico que tocaba el violín, con una chica francesa que alimentaba a un cordero con un biberón, con otra que huía de un extraño que la perseguía y con un joven que solía sacar una silla a la calle para tomar café recién hecho. Han hecho amigos hasta cambiando bombillas. Rescataron a una gata en una estación de servicio, la han adoptado y la han llamado Juanita en honor a las grandes Juanas de nuestro pasado, como Juana de Arco o Juana la Loca. “Y porque era el único nombre al que respondía”, explica Iratxe, y después se ríe a dúo con su pareja mientras la gata juega en el suelo con lo que se encuentra (pies, zapatillas). Y el octavo pasajero es un caracol que aparece y desaparece. Un inquilino tan lento como silencioso que se pasea por el vehículo en un viaje de supervivencia que lo ha llevado a visitar una de las plantas, uno de los accesos a la furgoneta y hasta el armario donde está la ropa.

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