Julián Gallo, también conocido como Carlos Antonio Lozada, en su oficina como congresista de Colombia.

De la selva al Congreso, los exguerrilleros de las FARC se aclimatan a la política

Julián Gallo, también conocido como Carlos Antonio Lozada, en su oficina como congresista de Colombia.
Julián Gallo, también conocido como Carlos Antonio Lozada, en su oficina como congresista de Colombia.Camilo Rozo

Es martes, un día de intensa actividad legislativa. El senador Julián Gallo baja a toda prisa por las escaleras los siete pisos del nuevo edificio del Congreso, custodiado por tres escoltas de la Unidad Nacional de Protección que fueron guerrilleros como él. Atraviesa el túnel que conecta con el Capitolio Nacional, un edificio neoclásico con un siglo a cuestas ubicado en el costado sur de la Plaza de Bolívar, el corazón de Bogotá, a pocos metros de la Casa de Nariño, el palacio de Gobierno. Las mismas instituciones contra las que estuvo alzado en armas antes de suscribir hace cinco años el acuerdo de paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las otrora Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), hoy desarmadas y convertidas en el partido político Comunes.

Negociador en los diálogos de La Habana, es más conocido como Carlos Antonio Lozada, su nombre en la guerra, pero en la Comisión Primera Constitucional Permanente a la que pertenece, una de las apetecidas por los congresistas, contesta presente cuando lo llaman como Gallo Cubillos Julián. Es uno de los cinco senadores, de 22, que asiste de manera presencial esta mañana. Los demás se conectan vía Zoom por una pantalla gigante. Interviene con elocuencia para defender un proyecto de ley sobre resocialización de presos, de autoría de Comunes y otros partidos de oposición al Gobierno de Iván Duque, un crítico de los acuerdos de paz que ahora debe implementar.

“El objetivo es aportar en la constitución de una nueva política criminal y penitenciaría”, defiende Gallo, de gafas y tapabocas, al remitirse tanto a la Corte Constitucional como a tratados internacionales, en una amplia exposición de razones. De forma cordial, la senadora Paloma Valencia, del Centro Democrático, el partido de Gobierno fundado por el expresidente Álvaro Uribe, el más feroz opositor del proceso de paz, despliega una serie de reparos de manera virtual y propone aplazar la discusión, lo que se termina aprobando.

En una postal de la difícil transición que atraviesa Colombia, la plazoleta en la que se encuentra la Comisión Primera lleva desde hace tres lustros el nombre de Álvaro Gómez Hurtado, y allí se levanta un busto del asesinado dirigente conservador con el puño en la barbilla. El hoy senador Gallo sacudió hace un año a la sociedad al admitir ante la justicia transicional su participación en 1995 en ese recordado magnicidio, un crimen que nunca ha sido esclarecido. Gallo es uno de los líderes más visibles del rebautizado partido político Comunes que, después de haberse llamado Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, a comienzos de año decidió dejar atrás las siglas que identificaron durante más de medio siglo a la guerrilla y que aún generan resistencia en múltiples sectores de la sociedad.

Cambiar las balas por votos. Esa fue una de las frases más repetidas durante la larga negociación del acuerdo para explicar el propósito de sacar las armas de la política. Pero el ejercicio legislativo le ha costado a los exguerrilleros. El acuerdo de paz garantiza al partido una bancada de diez escaños por dos periodos legislativos –cinco en Senado y cinco en la Cámara de Representantes–. De ahí que Comunes tenga presencia en el Congreso a pesar de que las urnas no le han perdonado medio siglo de guerra, pues en las elecciones de 2018 logró apenas 85.000 votos –y renunció a la candidatura presidencial de Rodrigo Londoño, Timochenko–.

Colombia tiene experiencia con la reincorporación de exguerrilleros. El M-19 incluso llegó a copresidir la Asamblea Constituyente que redactó la carta política de 1991. Las expectativas creadas en torno a la participación de las FARC eran altas, pero la bancada no ha brillado y se ha tropezado con la hostilidad de otras fuerzas. El 20 de julio de 2018, ocho firmantes de la paz ocuparon escaños por primera vez en el Congreso de Colombia –pues no asistieron ni Iván Márquez ni Jesús Santrich, que después retomarían las armas–. Varios congresistas del Centro Democrático los recibieron con el grito de “asesinos”. Las divisiones internas también se han puesto en evidencia, con dos senadores –Victoria Sanguino y Benkos Biojó– que han marcado distancia con el partido.

Julián Gallo, también conocido como Carlos Antonio Lozada, en la Comisión Primera del Congreso de Colombia.
Julián Gallo, también conocido como Carlos Antonio Lozada, en la Comisión Primera del Congreso de Colombia.Camilo Rozo

En el Capitolio no los hicieron sentir particularmente bienvenidos. Durante cerca de un año, a Gallo lo ubicaron en oficinas improvisadas que compartía con otros congresistas de Comunes y los encargados de sistemas, pero ahora su despacho está en el séptimo piso del nuevo edificio del Congreso, el último. Al lado se encuentra el de Pablo Catatumbo y en diagonal el de Sandra Ramírez, otros dos senadores de Comunes. Su oficina, la 706 B, está decorada con una serie de 20 retratos que incluyen el de Fidel Castro, comandantes de las FARC caídos en combate y figuras históricas como el libertador Simón Bolívar o José Antonio Galán, líder de la insurrección de los comuneros en tiempos del virreinato de la Nueva Granada.

“Hemos ido asimilando que en política nadie le regala nada a nadie”, reflexiona Gallo en una conversación con EL PAÍS. Explica que, de cara a las elecciones presidenciales del 2022, Comunes va a formar parte del Pacto Histórico, la coalición que se está formando en torno a la candidatura del izquierdista Gustavo Petro. “Vamos seguramente a participar ahí, en medio de las tensiones que tenemos con varios de los dirigentes o de los partidos o movimientos que hay dentro del Pacto Histórico, porque nos siguen viendo con recelo”, admite.

“El Gobierno de Iván Duque diseñó una política pública denominada Paz con Legalidad que tiene fundamentalmente dos objetivos. Primero simular la implementación [de la paz] y segundo reducir el acuerdo al desarme y a la reincorporación de los exguerrilleros. Ese no es el acuerdo, Iván Duque cuando habla de paz con legalidad está pretendiendo estafar a la opinión pública nacional e internacional”, ha dicho Gallo en medio de los múltiples foros y actividades que se han celebrado estos días para conmemorar el quinto aniversario del pacto sellado en el Teatro Colón, renegociado después de la derrota del original en un plebiscito.

A contrarreloj, las FARC aceptaron en ese entonces 58 de las 60 modificaciones que propusieron los portavoces del No –entre ellos el propio Duque–. “Las únicas dos que no aceptaron fueron las que definían lo que eran aspectos cruciales para su futuro: que los comandantes guerrilleros no pudieran participar en política y que se hicieran más severas las sanciones y condiciones de reclusión”, rememora Santos en su libro La Batalla por la paz.

Cinco años después, la justicia transicional prepara sus primeras sentencias contra la antigua cúpula de las FARC –a la que pertenecían los senadores Gallo y Catatumbo– por más de 21.000 secuestros, lo que previsiblemente volverá a poner el tema de la presencia en el Congreso de los excomandantes –y de la severidad las sanciones, que no contemplan cárcel– en el foco de la discusión pública. “Así está pactado. Las sanciones no pueden invalidar la participación política. Si la JEP cumple con eso, creemos que no tiene porque haber incompatibilidad entre la sanción y el ejercicio parlamentario. No depende de nosotros, pero la esencia del acuerdo es esa”, defiende Gallo. “El establecimiento nos sigue viendo como enemigos, eso es una realidad. No nos ven como opositores políticos; hacia allá debería avanzar un acuerdo de paz”, concluye.

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