Es posible que hayan visto obras maestras del neorrealismo italiano como Arroz Amargo, o películas de Fellini como La Strada o Las Noches de Cabiria. También que disfrutaran con Conan el Bárbaro, King Kong o, incluso, con Dune de David Lynch. Si es así, saben de sobra quién es el legendario productor Dino de Laurentiis, un monstruo que cambió el cine y uno de los italianos más universales. Si no les suenan de nada títulos como Navidad en Río o las películas de Carlo Verdone no les hacen gracia, es porque su sobrino, Aurelio de Laurentiis (ADL), se hizo rico haciendo un puñado de producciones más bien olvidables. Lo importante, sin embargo, es que consiguió igualar la leyenda familiar con una gran gesta en el fútbol.
El verano de 2004, ADL, un tipo bajito y con un carácter endiablado, desayunaba en su terraza de Capri cuando leyó en Il mattino que el Napoli estaba quebrado e iba a ser subastado. El histórico club, que había ganado dos scudetti y una UEFA liderado por Maradona poco más de una década atrás, no era ya más que un viejo estadio de hormigón en el barrio de Fuorigrotta, una afición melancólica y un puñado de pagarés. De Laurentiis no tenía ni pajolera idea de fútbol, le interesaba el baloncesto. Pero lo compró, invirtió 120 millones y en tres años lo subió a la Serie A. Quiso implantar un modelo de contratos como los que hacía firmar a sus actores y mantuvo siempre las finanzas a raya. El problema es que, tal y como le sucedió en la familia, tuvo que competir con la leyenda gigantesca de Maradona en el estadio (que, además, hoy lleva su nombre). “Tengo las cuentas en regla y es un equipo de récord. Pero habiendo estado él, parece que yo no haya hecho nada”, se quejaba a este reportero hace cuatro años en el mismo despacho que ocuparon su tío y Carlo Ponti.
De Laurentiis, que vive en un apartamento de Roma en lo alto del Quirinal y va y viene de Nápoles, ha hecho de todo en el club. Y casi siempre bien. Fichó a Benítez y se trajo a figuras como Higuaín, Cavani o Lavezzi. Luego entendió que el mejor fútbol en aquella época pasaba por Maurizio Sarri, un toscano rudo y malhablado que convirtió el equipo en un enjambre de bajitos con talento que revolucionaron la Serie A y estuvieron a punto de ganar el scudetto. Este año, tras varios intentos fallidos, un motín con Ancellotti y remedos con el bueno de Gattuso el año pasado, ha vuelto a encontrar la armonía con Spalletti. El equipo ha ganado los seis partidos que ha jugado (este domingo 2-0 al Cagliari), lidera la Serie A y, sobre todo, le saca 10 puntos a la Juventus. Y eso, en Nápoles es casi más importante que lo primero.
De Laurentiis jugó este verano al póker en el mercato, se marcó un farol y dijo que no tenía una lira. Pero el viejo tahúr no vendió a un solo jugador y se trajo a Politano del Inter por 18 millones. Lo mejor es que contrató a Luciano Spalletti, un técnico ambicioso que ha devuelto el hambre al equipo. Curtido en la Serie A, entrenó al Inter, a la Sampdoria y dos veces a la Roma. En la capital se hizo famoso por su juego ofensivo y, sobre todo, por ser el entrenador que sentó definitivamente a Totti en el banquillo. Spalletti siempre empieza muy fuerte, como ha sucedido con el Nápoles. Pero luego suele tener problemas con jugadores, con otros entrenadores o con la prensa… Tiene mal carácter. Pero de momento ha conseguido que el equipo despliegue un juego coral en el que ha participado casi toda la plantilla y 10 jugadores han marcado todos los goles del equipo.
El equipo tiene la mejor defensa: el senegalés Koulibaly es un titán por el que se pelea media Europa. También es el que mayor posesión mantiene y el que más hace rotar a los jugadores (han pisado el césped 21). Osimhen, el jugador nigeriano por el que el equipo pagó 50 millones más bonus el verano pasado al Lille, está desatado (ayer volvió a marcar y van seis en los últimos partidos). Y de momento Spalletti gestiona bien el ego y las turbulencias con Lorenzo Insigne, el 10 del equipo (aunque la camiseta con el 10 de Maradona esté retirada en el Napoli), que completa el ataque con Zielinski y Politano. El técnico, aunque es pronto, admite ya que quiere el scudetto. Habrá que ver si resistirá en silencio el sarcasmo de su presidente, que solo tolera determinadas bromas en sus películas.
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