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“¿De qué color es el hambre, mamá?”

“¿De qué color es el hambre, mamá?”

He leído que en la grande y rica São Paulo, la mayor ciudad de América Latina y un estado como toda España, una niña de un suburbio preguntó a su madre de qué color es el hambre. No le preguntó qué sabor tienen los retortijones del hambre, que esos los conocía demasiado bien, sino qué color. Los niños son así de creativos.

Hay que haber sentido la amargura del hambre, como hoy la sienten millones de brasileños, algo que se agudiza en vísperas de la Navidad, para preguntar si además de sabor amargo tiene también color.

Esa nueva situación paradójica de un mundo cada vez más rico con mayor cantidad de hambre por metro cuadrado, es lo que los políticos, todos, deberían estar estudiando y resolviendo antes de nada.

Y es quizás porque aún la mayoría de la humanidad mejor o peor aún sigue alimentándose para sobrevivir que no hemos sido capaces de entender la crueldad en carne viva del hambre.

Escribo con conocimiento de causa porque pertenezco al grupo de los que conocieron los aldabonazos del hambre. Fue durante la guerra civil española a la que le siguió la odiosa y dolorosa dictadura franquista. Sí, entonces, conocimos lo que era el hambre, las dulzuras de un pedazo de pan blanco o negro, de trigo o de cebada.

Yo personalmente la conocí también en el colegio de religiosos en el que estudié el bachillerato. Éramos jóvenes y nuestro estómago reclamaba siempre. En España eran años de escasez. Han pasado mucho tiempo para mi pero aún siguen vivos en mi memoria los sueños del horno del pueblo de mi infancia de donde salían calientes como soles las hogazas de pan con olor a cielo.

En el colegio nos daban para desayunar con el café con leche, un bollito puntiagudo de pan que se acababa con dos bocados. ¿Qué inventábamos? Cortar cada día los dos picos al panecillo, irlos conservando para tener 14 al final de la semana y poder llenar el tazón de leche. Lo triste era que a veces algún pillo descubría donde yo los guardaba y me los robaba. Aquel domingo era doblemente amargo.

Durante el verano nos llevaban a unos campamentos del ejército en los Picos de Urbión en plena montaña. A nuestra edad y caminando 20 kms cada día a aquellas alturas el apetito era desolador. Así inventábamos de todo. Nos dividíamos en grupos para intentar encontrar algo que comer. En el mío unos íbamos a pescar con las manos truchas debajo de las piedras del río y otros, sobretodo los asturianos, intentaban ordeñar a alguna vaca. Era un banquete.

En la Navidad, a veces las familias nos mandaban una tableta de turrón duro. ¿Qué hacíamos para que durara más? Lo cortábamos a pedacitos y los envolvíamos en papel de periódico como si fueran caramelos para que duraran más. Han pasado de aquello para mí, 75 años, y me parece aún ahora.

Quizás porque pertenezco al grupo de los que creen que tiempos pasados fueron peores, también pienso con cierta rabia que hoy no debería faltar comida para nadie ni Navidad sin una golosina para un niño. Me equivoco y estoy cierto que esta Navidad y en este Brasil rico, millones de niños volverán a pasar hambre.

Ayer mismo, en el pequeño pueblo de pescadores, cercano a Río donde vivo, fui testigo en el mercado, a las puertas de mi casa, de una escena que aunque viviera aún otros 90 años de los que ya he cumplido no podría olvidarme. Era una mujer anciana, de rostro enjuto. Estaba sola. Fue a comprar unos plátanos. Tomó dos, de esos que se cocinan. Se fue hacia la caja para pagar. En el camino miró las monedas que llevaba en su mano. Se quedó pensando unos segundos. Se volvió atrás y dejó uno de los dos plátanos que había escogido. Sentí la tentación de escoger el mejor racimo de la mesa del mercado y ponerlo en su bolsa. No lo hice para no humillarla, pero me prometí que mi primera columna estaría dedicada al drama de aquella anciana que se fue triste con un solo plátano en la mano.

Ya en casa no conseguía leer los periódicos cuajados, como siempre de escándalos de corrupción de los políticos mientras hay personas, mayores y niños que pasan hambre y hasta el pan puro, sin nada, se les ha convertido en un manjar y un lujo. La rabia subió a mis ojos.

Días atrás, mi colega, Naiara, corresponsal de este diario aquí en Brasil, me preguntó extrañada por qué en mi reciente libro de poesías Alfabetos perdidos, le dediqué una de ellas al “pan”. Y es que, además de mis recuerdos de infancia con hambre tengo aún fija la escena vivida aquí en mi casa, con un sobreviviente del campo de exterminio nazi de Auschwitz.

Mi mujer había preparado una comida y había hecho un pan casero. Cuando se sentó a la mesa nuestro comensal nos pidió perdón para comer sólo pan y nos contó que en los años de infierno de Auschwitz sus sueños, sus deseos más ardientes, sus pesadillas, eran un pedazo de pan, duro o blando daba igual. Era pan. Y sí, comió sólo pan. Poco después supimos que se fue para siempre. Nunca lo olvidaré con el pan caliente de mi mujer en sus manos comiéndoselo a bocados grandes.

Sí, el hambre hoy en un mundo rico de tecnología, de milagros de la ciencia, donde el Homo Sapiens consigue vivir cada vez más y ya sueña con conquistar y habitar el cosmos, que aún haya niños sin poder comer en una Navidad y que pregunten angelicalmente de qué color es el hambre, nos juzga y nos condena. Sí, a todos.

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