Arqueólogos del futuro: sepan que bajo siete colinas artificiales del sureste de Madrid yace un poblado del siglo XX. “El símbolo de todos los suburbios de España, (…) del mundo”, como lo llamó el poeta Pedro Garfias. El barrio que eligió Antonio López para plantar su caballete y pintar sus vistas de Madrid desde Vallecas. El mismo al que canta Luis Pastor en 1975: “vengan a ver lo que no quieren ver: la luz de mi calle que no se ve (…) el palacio irreal que inauguramos ayer, con alfombras de barro y tapices de papel”. Un cerro donde vivían hacinadas miles de familias y que en los 80 reemplazaron siete colinas de arcilla (tetas, para muchos vecinos) bajo las que hoy se sepultan centenares de ruinas de chabolas y casuchas.
El Cerro de Tío Pío es (o fue) el barrio de Loren Montero. Hace 63 años, cuando tenía 10, llegó con su hermana y sus padres desde un pequeño pueblo de Toledo. En una sola noche levantaron su chabola. La rapidez era la clave para evitar que la derribasen al día siguiente. Había que cubrir aguas, techarla como se pudiera. “Y darle 500 pesetas a los guardias para que no pasaran por allí”, precisa. La tasa por hacer la vista gorda. “Si se podía pintar rápido con cal, mejor, que así parecía que llevaba más tiempo”.
Se unían unas pocas personas, quizá una docena: los hombres levantaban los tabiques y las mujeres y los niños traían el agua para la obra. De donde vivían cuatro, se sacaba para que vivieran los que fueran. Cuando a la tía de Loren le tiraron abajo su chabola abajo, la familia de Loren dividió en dos la suya. 38 metros cuadrados para cada uno. “Mucho espacio para lo que era aquello”, alguno liberado cuando las camas muebles se plegaban por las mañanas.
Sin luz en las casas, aun menos en las calles. Sin agua corriente, mucho menos aseos. Un cubo suplía el váter. Un estercolero, todo saneamiento. Transporte: ninguno. Faena: lejos. “Mi padre, albañil, iba a trabajar a San Blas. Le salía más a cuenta irse andando que llegar por transporte público”. Aquellas familias que habían dejado el pueblo habían emigrado a Madrid, pero Madrid les quedó siempre lejos. La estación de metro de Puente de Vallecas distaba 1,5 kilómetros, pero el camino se convertía a menudo en un barrizal arcilloso. La arcilla con la que se cocían las tejas en las fábricas típicas de Vallecas.
Para conseguir agua había que caminar hasta una fuente con cántaros. En mitad de las callejas, el barro, siempre el barro. Con el agua se diluía la leche en polvo que había traído al barrio una religiosa, la madre Ángela, una monja sin más hábito que un pañuelo atado en la cabeza y que muchos vecinos aún se recuerda con cariño. La madre de Loren la repartía, como muchas otras mujeres del barrio. Ya sabían limpiar las casas de los burgueses de Madrid. Les quedaba aprender, y aprendieron, a poner inyecciones en una época donde abundaban más las jeringas que las pastillas.
Aquella religiosa y los hermanos marianistas habían desembarcado en la zona a mediados de los cincuenta, mucho antes de que la Administración atendiera a sus carencias. “Decenas de curas y monjas se metieron en el Cerro por solidaridad y se alojaban en chabolas”, detalla el bibliotecario Juan Jiménez Mancha, autor de Un cerro de ilusiones. Historia del Cerro del Tío Pío (Agita Vallecas, 2018). Con ellos apareció también una cohorte de estudiantes, muchos de clase alta, para ayudar en los estudios a los jóvenes del barrio. Recuerdan los vecinos que iban a enseñar el cura obrero Carlos Jiménez de Parga,el jurista Gregorio Peces Barba, el periodista Carlos Pérez Díaz…
De Úbeda (Jaén), con su madre viuda y tres hermanos llegó en 1954 Juanjo Expósito. Dejaban atrás una vida dura recogiendo las aceitunas de otros. En Madrid esperaba el trabajo como asistenta de las mujeres. Vivían en la antigua calle Puerto de Tarna, en una casa modesta, sí, pero con un celindo y una trepadora, y un pequeño lujo: su propio pozo negro. A veces al llegar a la fuente, no había agua. “He tenido que ir a Pacífico con un cántaro de agua”, recuerda Juanjo a sus 77 años Un tío suyo se colocó de camionero en las basuras. Era un alivio que con el vehículo lo bajara cerca de la avenida Picos de Europa con sus cacharros, y luego lo subiera de vuelta con ellos llenos.
En 1950, cuando Vallecas se integra en el municipio de Madrid, 544 personas habitan el cerro. Diez años más tarde, son ya 4.148. Viven en más de 1.500 chabolas y medio centenar de cuevas. “Cuando crece el poblado, en lugar de conformarse con lo mínimo, los vecinos empiezan a construir juntos los caminos para evitar el barro. Los hacen anchos para que al menos los taxis o las ambulancias, que no querían meterse en la zona, entrasen en ella”, relata Jiménez Mancha.
La madre Ángela tira de contactos y hace que visiten la zona políticos desde Madrid. Pero la Administración solo se hacía presente cuando tocaba censar las infraviviendas. Llegaban los funcionarios con un fotógrafo, les pedían a los habitantes de las chabolas que salieran y posaran ante la cámara con un cartel y un número. “Mi madre nunca quiso que apareciéramos en esas fotos, era orgullosa, pero yo he visto en el censo la foto de la chabolita con mi puerta y el número debajo”, asegura Loren, que conserva aún la placa de su calle. Se tiró abajo en 1981 para construir el actual parque de las Siete Tetas.
Llegaba la noche y durante décadas, solo teñían la oscuridad las luces de Madrid, a lo lejos. Miles de noches de estudio bajo la luz titilante de las lámparas de carburo: así se sacaron muchos jóvenes del barrio el ingreso, por libre, en el bachillerato, y algunos, la carrera. En aquel barrio sin acceso a la corriente se terminaron dando talleres de electricidad, y hubo no pocos vecinos que terminaron trabajando en la empresa Marconi. Algunas chicas, también, aunque los tiempos dictaban que lo apropiado era la peluquería. Loren aprendió a tocar la guitarra clásica, se matriculó en el conservatorio, estudió magisterio y terminó aprobando las oposiciones. Hoy vive, como muchos de los antiguos habitantes del Cerro, en el barrio de El Fontarrón.
Unos barracones usados como escuela fueron sustituyendo a otros. “Los niños, sentados en suelo, apoyaban sus cuadernos en las rodillas”, rememora Loren Montero. Las aulas mismas servían los comedores. El Gobierno les dio unas estufas, pero no dinero para encenderlas. Con un préstamo a la caja de previsión de la empresa Marconi compró Juanjo Expósito las bombonas de butano.
Él y su vecino Basilio García Morón dieron un paso más y fundaron el club juvenil Proa a mediados de los sesenta, tras permitirlos el franquismo. “En los barrios de Madrid crecían aquellas asociaciones como setas”, detalla Expósito, tantos años más tarde. Toda carencia parecía suplirse con las ganas de aprender y de hacer deporte. Formaron un equipo de de balonmano masculino y otro de baloncesto femenino. Se federaron y así empezaron a tener relación con los jóvenes de otras zonas de Madrid. “Hicimos nuestro campo nosotros, con pico y pala, para desmontar el terreno”, recuerda. “Pero con la excusa de que a los de fuera los amenazaban —¡con lo poco conflictivo que era el barrio!—, nos llevaban a jugar a la Casa de Campo”.
“Se hacía teatro, carreras pedestres…”, detalla con entusiasmo Loren. Para sacar dinero, un marianista organizaba la tómbola del macarrón. Cada uno llevaba dentro un regalo: una botella de vino, una lata de sardinas. “Siempre tocaba”, asegura divertida. Debatían, cantaban las canciones de los chilenos Quilapayún, ponían en escena la construcción (y demolición) de las chabolas. Cuando llegó la televisión, poco a poco, varias casas compartían antena. “Aquello llegó a ser un barrio normal”, describe Juan Jiménez Mancha.
El club Proa protegió durante un tiempo. Aquellos niños que disfrutaban de talleres y colonias con sus imprescindibles botas katiuscas se convertían luego en monitores. Pero apareció un enemigo más fuerte que la miseria. Algunos jóvenes llegaban a las actividades con los ojos vidriosos. Primero fue el hachís; luego, la heroína. “Empezamos a investigar. Los padres no lo asumían: ‘mi hijo no’, decían. De todos los muchachos de la parte de abajo del Cerro, segura, “no queda ni uno vivo”, asegura Loren Montero.
Chabolas, casas bajas y, al final, pisos
Con esfuerzo y ayuda pública o de los marianistas, fueron desapareciendo las chabolas y abundando casas bajas, más dignas, que recordaban a su Andalucía o Extremadura de origen. Luego llegó el turno de los pisos. “Aunque el traslado estaba perfectamente organizado y ya tenían su casa adjudicada, lloraban: allí vi el mayor cariño que he visto nunca hacia una chabola. Estaban encantados con las casas nuevas y, al tiempo, se quedaban mirando cómo se derruían sus antiguas viviendas, emocionados”. Quien así habla es el arquitecto Manuel Paredes (Cádiz, 1940). Estudiando la carrera en el Madrid de los 60, él y los compañeros de su estudio comenzaron a implicarse en los barrios más deprimidos de Madrid. A él le tocó bregar con un Palomeras donde los vecinos pedían “vivienda por vivienda” y convencerlos de las bondades de la alternativa a un Plan Parcial que, de salir adelante, habría expulsado a los vecinos de su entorno: “Me di cuenta de que había que crear una cultura urbanística básica, explicar que había que pedir no solo vivienda, sino barrio: con calles, con equipamientos, con zonas verdes…”, detalla. Once asociaciones de vecinos se unieron a las reivindicaciones.
“Allí creció un movimiento vecinal que consiguió pararlo [el Plan Parcial] y darle una viabilidad para que pudiéramos seguir viviendo dentro del barrio”, recuerda el cantautor Luis Pastor, que vivía en las casas bajas del Cerro en los años setenta. “Casi todo lo que aprendí en mi juventud, lo aprendí allí”. Guarda un recuerdo especial de los escombros que quedaron de las casas, antes de que se construyera el parque: “En 1983 grabé un programa para TVE en el Cerro y la única canción que me prohibieron fue una en la que hablaba del golpe de Tejero el 23F”. Aunque ya no vive en la zona, vuelve a menudo para contemplar las puestas de sol.
“Queremos casas, y no más barro”, se coreaba en la Transición: España cambiaba, el Cerro también. En 1979 se crea una empresa pública con la participación de los vecinos, Orevasa, y se aborda un plan de erradicación de la infravivienda. En diferentes fases, se interviene en un enorme territorio de 620 hectáreas del sureste de Madrid, y se realoja a más de 7.000 familias, las el Cerro de Tío Pío entre ellas. “Aumentando la altura inicial de los edificios, conseguimos liberar espacios para zonas verdes”, recuerda Paredes, aunque tuvo que vencer agravios de los vecinos, que no siempre querían mudarse a un piso alto.
La orografía del terreno, con taludes de metros, zonas escalonadas y un gran desnivel, le llevó a pedir consejo a un arquitecto paisajista. “Me dijo: ‘de aquí tiene que emerger una joya verde’ y yo quise tener en cuenta la recomendación”, explica el arquitecto. “Lo facilón habría sido poner una barandilla” para resolver el mirador, apunta. Dibujando, imaginó unas colinas. “Mi hija, que entonces tendría cuatro años, decía: ‘mi papá hace montañas”. El jefe de obra ejecutó bien el proyecto, recuerda, aunque un día se encontró que una de las siete colinas no estaba donde él la había planteado. “Le dije que la movieran. Y la movieron”, comenta entre risas.
“Al poco, los vecinos empezaron a gastarme bromas: ‘hay que ver las tetas que nos has puesto, Manolo’. A punto estuvieron de llamar aquello ‘las tetas de Manolo’, pero me puse firme y no. ‘Es bonito’, me decían, pero también me preguntaban si no se iban a poner árboles”, explica con guasa Manuel Paredes. Alguien respondió que aquello del césped era como Londres, y los vecinos quedaron contentos.
Nacía uno de los mejores miradores de Madrid, algo que Juanjo Expósito, aquel chico del Cerro, con más iniciativa que recursos, no apreciaba en la época de los penares y el barro, de las chabolas y las cuevas. Lo refleja una frase de las memorias que ha escrito: “Las luces de neón no llamaban la atención a los que se levantaban al alba”.
Este reportaje pertenece a la serie Érase una vez Madrid, que divulga a aspectos poco conocidos del pasado de la ciudad y que se publican semanalmente a lo largo del verano.
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• Las otras ‘Gran Vía’ que no pudieron ser
• La primera plaza de España de la que solo se salvó Cervantes
• Una enorme calle para un ‘Escorial’ laico y republicano
• De la polémica Almudena a un ‘San Pedro’ futurista para Madrid
• El calendario de las fiestas perdidas de Madrid
• El primer ‘Madrid Río’ y aquella costumbre de bañarse en el Manzanares
• Los mercados olvidados que volvieron moderno Madrid
• Madrid, hecho y roto, de la República a la Guerra
Y también las fotogalerías:
• Así sería el Madrid del futuro
• Tres siglos de la plaza de España de un vistazo
• La Castellana nació de una fuente y una casa de campo
• Las catedrales que pudo tener Madrid
• Una ‘torre infiel’ para las fiestas de Lavapiés
• El río del que todos se reían y en el que muchos se bañaban
• Supervivientes y desaparecidos: los primeros mercados cubiertos de Madrid
• La obra de la República y la destrucción de la Guerra
El auténtico ‘Tío Pío’
Poco más que algunas casas dispersas había en la zona del Cerro de Tío Pío cuando Pío Felipe llegó al lugar a principios del siglo XX. Aquel abulense de Piedralaves se instaló en la zona, compró terrenos y comenzó a construir casas y a alquilarlas. En la parte más alta, donde ahora se encuentra el colegio Tajamar, del Opus Dei, era zona habitual para guarecerse durante los bombardeos de la Guerra Civil. “Algún niño nació en esos refugios”, especifica el bibliotecario y escritor Juan Jiménez Mancha. Después de la contienda creció mucho la población. “Muchos de Jaén y en general de Andalucía, también muchísimos de Extremadura y de la actual Castilla-La Mancha”, detalla. Hacinados, en desventaja con el resto de Madrid, a finales de los cincuenta y durante los sesenta los vecinos adquieren conciencia de su situación. “En 1968 se constituye la asociación vecinal de Palomeras Bajas”. Es el tiempo de las cooperativas de vivienda, como la que construyó la colonia Jesús Divino Obrero, que preceden a los de la remodelación de Palomeras, quizá la mayor operación urbanística de la historia de Madrid, y del traslado de los vecinos de las llamadas UVAS (Unidades Vecinales de Absorción).
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