Un grupo de 120 internos de un centro psiquiátrico de la región del Donbás llegó la tarde del domingo a Lviv, la capital de la retaguardia en el oeste de Ucrania. Ellos, y los voluntarios que esperaban con camillas y sillas de ruedas para ayudarles a desembarcar, sumaban unas 200 personas en el andén. Pese a la aglomeración, la escena se desarrollaba en un silencio que pesaba en el alma de los presentes. El grito repentino de alguno de los enfermos sacudía esta procesión de dolor a cámara lenta en la estación. Una miembro del equipo de bomberos alemanes se apartaba para llorar; un policía se secaba las lágrimas con disimulo. Los pacientes habían sido desalojados dos días antes de Severodonetsk, después de que un ataque ruso destruyera parte de las instalaciones hospitalarias en las que residían.
El sol del atardecer se iba apagando en el cielo de Lviv mientras los voluntarios transportaban a hombres y a mujeres que a duras penas podían dar un paso sin asistencia. El trayecto en tren, desde Kramatorsk, a mil kilómetros de distancia, duró un día entero. Había ancianos y minusválidos, hombres sin piernas o sin brazos. Sobre todo se contaban personas drogodependientes y veteranos de guerra, los dos grupos de riesgo que son especialidad de la institución evacuada, el Centro de Salud Mental de Severodonetsk. Tatiana Shapovalova, empleada de la organización y responsable del traslado, iba dando órdenes de un lado para otro. Sus lugartenientes eran dos mujeres que buscaban desesperadamente a médicos que les proveyeran de alguna medicación concreta que alguno de sus pacientes había perdido en el tren.
Quienes podían andar cruzaban el pasillo humano guiados por un voluntario. Las suyas eran miradas perdidas, de personas que no eran conscientes de dónde se encontraban, personas con una frágil salud a quien han expulsado de su espacio de seguridad. Pese a la desorientación, muchos agarraban con fuerza el poco equipaje que cargaban consigo, sin dejar que lo sujetara el personal de la estación. Descendían las escaleras que conectan las vías con los accesos a la estación y allí, en unos autobuses escolares, esperaban a que toda la comitiva hubiera salido del tren. Los autocares los trasladarían de noche a un centro psiquiátrico de Chernivtsi, a seis horas por carretera, no muy lejos de la frontera con Rumanía.
Los impactos de artillería rusa en las instalaciones sanitarias de Severodonetsk no han sido una excepción. El precedente más conocido fue el bombardeo de una maternidad en Mariupol. También se han producido ataques en otros centros psiquiátricos, uno de la localidad de Izyum, en la región de Járkov, y otro en Borodyanka, en Kiev.
Traslado a Chernivtsi
Los internos esperaban sentados en los autocares, excepto aquellos que no podían valerse por sí mismos. Estos últimos yacían en las camillas, colocadas en fila en el suelo, y esperaban turno para que el personal médico les subiera a vehículos adaptados. Trabajadores de ONG repartieron dentro de los autobuses bandejas con la cena, y la comida fue devorada en cuestión de minutos. Luego, decenas de hombres dejaron sus asientos en los autocares para abalanzarse sobre un voluntario que repartía cigarrillos, mientras otro los iba encendiendo. “Fumar, en el caso de personas drogodependientes, calma muchísimo. En un momento como este, es una bendición”, explica Carlota Boyer, una psicóloga alicantina que ejerce estos días de voluntaria en la estación de tren de Lviv con la asociación cultural Causas Comuns.
Boyer tiene experiencia en asistencia en centros penitenciarios, pero también en crisis humanitarias. Para personas con trastornos psiquiátricos, dice, “la situación puede ser cuatro veces más estresante que para los demás”. “Ellos necesitan su rutina, saber dónde está el baño, cuándo hay que comer. Las caras desconocidas, también la mía por mucho que les sonría, les hacen sentir incómodos”. Boyer recuerda de la llegada de los pacientes de Severodonetsk y como muchos insistían con la misma pregunta: a dónde iban.
Kiril Dovzhik es un veinteañero que lleva cuatro días en la estación de tren de Lviv sirviendo como voluntario del Servicio de Defensa Territorial, en el departamento de reservistas y voluntarios de Ucrania. Él es de Zaporiyia, donde trabajaba como profesor de bailes latinos. En esa ciudad y su región se están produciendo choques entre el Ejército ucranio y el invasor. Por eso decidió trasladarse con su madre al Oeste, a una zona más seguras. A Zaporiyia se están trasladando en los últimos días miles de civiles procedentes de Mariúpol, la urbe más castigada por la guerra. Dovzhik explica que los testimonios de los desplazados de Mariupol que llegan a Lviv son descorazonadores; cita el caso de una familia que le relató cómo intentaron salvar su casa incendiada en un bombardeo con cubos de agua. Pero Dovhzik confirma que hasta el momento no había presenciado nada como esta comitiva del centro psiquiátrico de Severodonetsk: “Piense que soy bailarín profesional, antes de la guerra me dedicaba a dar clases de chachachá o de tango; es difícil estar preparado para algo así”.
Con los internos viajan también los familiares de las enfermeras. Dos hermanas adolescentes aguardaban a la partida de los autobuses con una jaula en la que tenían a sus mascotas, dos ratas. Algún paciente pedía acariciar a los animales y ellas los sacaban de la jaula. A Shapovalova la esperaba en Lviv su nieta y los padres de esta. Se habían mudado del Donbás cuando estalló la guerra de 2014 entre los separatistas prorrusos y el Gobierno ucranio. La niña tenía por entonces 10 años, ahora tiene 18. Acompaña a su abuela haciendo llamadas o traduciendo del ucranio al inglés. Su nombre, dice, es Dasha, pero su madre la corrige: ella se llama Daryna, “lo de Dasha se ha acabado”. Dasha es el diminutivo en ruso de su nombre. Ellos son de una región en el Donbás en la que ruso es el principal idioma de la población local. “Ahora ya no quieren saber nada del ruso o de Rusia”, dice Daryna, antes Dasha.
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