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Démare saca de rueda al pelotón en el ‘sprint’ de Matera


Contaba Enrique Irazoqui, que hacía de Jesús y vestido de Jesús se paseaba por la ciudad, que cuando rodaba con Pasolini El Evangelio según Mateo los paisanos de Matera, pueblo neolítico en Lucania, la región más pobre y desolada de Italia, piedras y poco más, le pedían que no fumara como hacía cuando charlaba con San Juan Bautista, por favor, que Cristo no fumaba, y también le reclamaban milagros, que les sacara de la pobreza, que cambiara sus vidas. Y no entendían que les dijera que no, que él era un actor que hacía de Cristo, que no era Jesús de Nazaret. Posiblemente Acácio da Silva, el portugués que ganó la etapa del Giro en la misma Matera en 1985, si se lo hubiera cruzado le habría pedido el milagro de resucitar a Agostinho, muerto justo un año antes, diez días después de que Joao Lobo Antunes, el neurocirujano que le operó a la desesperada, llegara a pensar ilusamente en una señal del cielo cuando al salir del quirófano observó que un arcoíris iluminaba Lisboa espléndida.

Podría ser pero, seguramente, no, el pelotón es una burbuja que no se impregna de los paisajes ni de las raíces ni de las historias sobre las que pedalea, y los ciclistas del Giro ni son actores, aunque lo parezcan, y, en todo caso, representan en la vida su propia vida sufrida, trabajada, competitiva, ni son especialmente creyentes, ahora, en algo que no sea en su propia capacidad, su fuerza, su velocidad, en sí mismos, aunque Arnaud Démare, cuando esprintando en las calles empinadas de la ciudad nueva, a la sombra de las sassi, las cuevas excavadas en la arenisca, habitadas desde hace más de 2.000 años, aventaje en varias bicicletas a todo el pelotón, incluido el esforzado Sagan, que se rinde tras chocar contra el viento de cara, reaccione diciendo que no es él, que hay una fuerza superior que ha decretado su estado de gracia y que él solo ejecuta. “Y es magnífico”, exclama, muy a la francesa, Démare, picardo de 29 años, cuya mala posición inicial, al fondo del pelotón, le protegió involuntariamente del viento, y solo en la última curva, a 300 metros de la llegada, logró estar donde debía estar. “No perdí la calma, y, encima, pude levantar los brazos”. Así califica el campeón de Francia, y, según algunos sabios, el mejor esprínter francés desde los tiempos de Darrigade, un 2020 en el que su segunda etapa ganada en el Giro es su décima victoria de la temporada tan corta, iniciada hace dos meses (más dos clasificaciones generales en Francia y en Bélgica), incluida la clásica Milán-Turín.

De rosa desde el Etna, Joao Almeida, el último portugués en la línea de grandeza, controla el Giro desde una aparente y exagerada tranquilidad, como la que exhibió cuando trompicó y cayó y no se volvió loco gritando sino que con una calma tremenda regresó a la bicicleta y sus compañeros del Deceuninck le llevaron de vuelta, sin perder los nervios, a un pelotón que los Bora habían frenado. Y en los dos últimos kilómetros, de curvas complicadas de interpretar, contraperaltadas en subida, cuando el hábil Nibali tomó la delantera del pelotón, Almeida en un plis-plas se puso a su rueda, y a su lado entró. Sin exageraciones. Sin necesidad de milagros, por favor.

En su perezoso camino hacia las grandes montañas el Giro llega este viernes a Brindisi, en el tacón de la bota. Etapa muy corta (143 kilómetros) y muy llana. Los meteorólogos anuncian vientos muy fuertes del norte, que darán de lado al pelotón, y lo romperán.

Clasificaciones del Giro de Italia.


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