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Desconfía de la literatura que no huele


Hace ahora 50 años, en 1972, Italo Calvino comenzó a escribir un libro de relatos sobre los cinco sentidos. En 1985, cuando murió, solo había terminado los dedicados al olor, el oído y el gusto. Fue el título del consagrado a este último, Bajo el sol jaguar, que sucede en Oaxaca, el que usó su viuda, la traductora argentina Esther Judith Singer, para bautizar el volumen que los reúne (hay versión de Aurora Bernárdez en Siruela). Bajo el sol jaguar se abre con El nombre, la nariz, un cuento que habla de la búsqueda de dos mujeres por parte de sendos hombres que solo tienen un dato sobre ellas: su olor. Además, ambas viven en tiempos tan distantes como el refinado París dieciochesco y una prehistoria en la que nuestros antepasados apenas practican la postura erguida. “Corríamos con la cabeza gacha”, dice el narrador. “Sin perder el contacto con el terreno, ayudándonos con las manos y con la nariz para encontrar el camino, y todo lo que teníamos que entender lo entendíamos con la nariz antes que con los ojos, el mamut el puercoespín la cebolla la sequía la lluvia son ante todo olores que se separan de los otros olores, la comida lo que no es comida los nuestros el enemigo la caverna el peligro, todo se siente primero con la nariz, todo está en la nariz, el mundo es la nariz”.

Ha habido pocas épocas como la nuestra: tan dispuesta a tolerarlo todo y, a la vez, a encontrarlo todo intolerable

El sábado pasado la filósofa Nuria Sánchez Madrid citó ese relato en la conferencia que impartió en el Museo del Prado dentro del ciclo que acompaña la “exposición olfativa” La esencia de un cuadro. Siguiendo a Calvino, Sánchez Madrid apuntó que caminar sobre dos patas produjo, amén de dolores de espalda, todo un cambio epistemológico: el privilegio de la vista como forma de conocimiento: “Los ojos ayudan a la nariz”, leemos en el cuento. “Aferran las cosas en el espacio”.

Quizás sea ese privilegio el que ha llevado a la literatura a confiar a las imágenes toda su capacidad repulsiva. Según Giorgio Agamben, ha habido pocas épocas como la nuestra: tan dispuesta a tolerarlo todo y, a la vez, a encontrarlo todo intolerable. Con otras palabras, tan dispuesta a imaginarlo todo y, a la vez, a encontrarlo todo inimaginable. De ahí que sea a veces en el paso de la voz a la vista donde se juega la vida del artista. Si en Parásitos, la película de Bong Joon-ho, olía a pobre, en el relato El matadero de cristal, de J. M. Coetzee, se puede oler la sangre de los animales despiezados. También huele Una costilla sobre la mesa (La Uña Rota), el libro de ¿poesía? que Angélica Liddell dedicó a la muerte de su padre. Todo lo contrario que la versión escénica que, interpretada por su autora, pudo verse a principios de año en los Teatros del Canal de Madrid. Nada en aquel desfile de cuerpos enfermos, orina y estiércol despedía el más mínimo olor ni transmitía riesgo alguno para el público, convencido de estar en el lado bueno. Todo era inofensivo, retórico, inodoro.

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