Una mujer camina por delante de una tienda con carteles en los que aparecen soldados ucranios, este viernes en Kiev.SERGEI SUPINSKY (AFP)
En una guerra es habitual que la gente cuente con su propia información de primera mano, revelaciones de fuentes supuestamente bien conectadas que no dejan de ser rumores. Alex Simónov tiene 19 años y el viernes paseaba al perro pequinés de sus padres por los aledaños del estadio olímpico de Kiev. En la capital de Ucrania nieva. Amo y mascota van abrigados con un anorak; el de él es oscuro y el del perro, de colores. Simónov dice tener novedades sobre el anunciado alto el fuego ruso. “Va a ser un día divertido, tengo contactos importantes en el ejército y me han dicho que el anuncio de Putin es una trampa, Rusia nos enviará más de 100 drones”, aseguró. Su pronóstico no se cumplió y la víspera de la Navidad ortodoxa transcurrió sin explosiones en Kiev.
Simónov pasó la noche de Año Nuevo cobijado en el aparcamiento de su edificio. Entre las madrugadas del día 1 y 2 de enero, Rusia atacó Kiev con más de 80 drones bomba. ¿Tuvo miedo? “No, me quedé indiferente, ya nos hemos acostumbrado”, explicaba el viernes este joven frente a la parada de metro del estadio. Los accesos a la estación estuvieron llenos de gente entre el 31 de diciembre y el 2 de enero, personas que se refugiaban de los misiles y drones que las fuerzas aéreas invasoras dispararon contra la capital. Al mediodía de este viernes también buscaron refugio en la estación numerosos transeúntes cuando empezaron a sonar las alarmas antiaéreas. El despegue de bombarderos rusos estacionados en Bielorrusia activó los protocolos de alerta, una medida habitual cuando estas aeronaves toman vuelo, aunque no sea para atacar.
“¿Alto el fuego? Ya lo ve, los rusos nunca han cumplido sus promesas”, afirmaba Natalia Ostrovska desde el mismo metro. Esta mujer de 32 años pasó la Nochevieja sentada en un pasillo de su edificio escuchando las baterías antiaéreas ucranias derribar drones bomba. Ostrovska también dice que ya se ha acostumbrado, y que podría ser peor, porque ahora, por lo menos, tienen luz en la vivienda.
Putin afirmó en su discurso de Año Nuevo que la Nochevieja era “la festividad favorita de los rusos”, con “un poder mágico para revelar lo mejor de la gente”. Eso no impidió que pocos minutos después de emitirse su mensaje, los bombardeos rusos apuntaran de nuevo sobre las ciudades ucranias. “Los rusos mienten por sistema, y lo digo con una gran pena en el corazón”, decía Anna, una feligresa de la Iglesia de la Resurrección, templo que forma parte del Monasterio de la Cuevas.
Fraternidad ortodoxa
“Creo en la fraternidad ortodoxa, pero Rusia quiere conquistar toda Ucrania. Esa es la verdad”, aseguraba esta mujer que prefería no revelar su apellido. El complejo de edificios del monasterio de las Cuevas, que mantiene todavía fidelidad al patriarcado de Moscú, pasó a ser de titularidad estatal este 2023. El Gobierno de Kiev desconfía de la Iglesia Ortodoxa Ucrania, la fiel al patriarcado de Moscú. Esta reitera que han interrumpido sus vínculos durante la guerra con la Iglesia rusa, pero cada vez hay más voces en el poder político ucranio que sopesan prohibir esta institución por ley, incluido su presidente, Volodímir Zelenski. Sus templos han sido registrados por los servicios secretos en varias ocasiones durante la invasión en búsqueda de posibles pruebas de colaboración con el invasor. “La raíz del problema viene de lejos y está entre los ucranios”, añade Anna. “Zelenski lo sabe, este hombre es oro, él entiende las diferencias entre ucranios [el presidente procede del este de Ucrania, territorio más próximo culturalmente a Rusia], pero si no solucionamos primero nuestras diferencias, cómo vamos a negociar con los rusos”.
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En el exterior de la iglesia de la Resurrección hay estelas que recuerdan a ucranios muertos desde 2014 en la guerra de Donbás. En el interior, un pequeño grupo de fieles, la mayoría ancianos, toman el prosforon, el pan de la comunión, con un vasito de vino. Entre ellos se encuentran Tatiana Zemlanska y su marido. Ella lleva un gorro de piel de visón, una pieza que asegura con orgullo tiene desde hace décadas, quizá de cuando la Unión Soviética todavía no se había derrumbado y Ucrania no era independiente. Esta mujer no quiere opinar sobre el alto el fuego: “Solo quiero paz, y no durante dos días, sino siempre”. Zemlanska tiene dos nietos, todavía unos niños, pero teme que, si la guerra se alarga muchos años, terminen siendo reclutados: “Putin no es tan mayor, tiene 70 años, él puede aguantar. No se sabe lo que pasa por la cabeza de este hombre”.
La visión de Zemlanska coincide con la de los ucranios partidarios de negociar la paz con Rusia, aunque sus soldados no hayan abandonado todo el territorio del país invadido, una condición esta última que exige Zelenski. Pero estas personas son una minoría, según las encuestas y según las numerosas entrevistas realizadas por este diario desde el inicio de la guerra, el pasado febrero. La opinión más común es la de Olena Poleva, dependienta de un supermercado cercano a la catedral de Santa Sofía. “Nuestro Ejército no debe desaprovechar ninguna ocasión para combatir al invasor”, valora Olena mientras vende unos vinos espumosos a un cliente que se prepara para la fiesta navideña. “Los rusos continuarán atacando o reagruparán a sus tropas, lo utilizarán, o nos acusarán de cualquier cosa para golpear más fuerte, no son de fiar”.
Poleva no celebrará la Navidad, afirma no tener ánimos para ello. Las dos personas que más quiere en el mundo no están con ella: su madre se ha ido a vivir a Polonia mientras dure la guerra y su hijo es comandante de un pelotón en Donetsk. En esta provincia se están desarrollando los combates más cruentos del conflicto, incluso desde las primeras horas de la tregua navideña de Putin, según ha admitido el Ministerio de Defensa ruso y también testimonios de militares ucranios en la zona.
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