La crisis del Consejo de Cooperación del Golfo, declarada hace tres años y medio con el boicot comercial y de fronteras del emirato de Qatar promovido por Arabia Saudí, terminó ayer con la participación del jefe del Estado del emirato árabe, el jeque Tamim Bin Hamad al Thani, en la cumbre anual que reúne a los mandatarios de los seis países vecinos y ribereños. Se han reanudado los flujos aéreos y marítimos con Doha y ha quedado de nuevo abierta la frontera con Arabia Saudí, la única terrestre de la que dispone Qatar, en una desescalada promovida por Kuwait que recupera la diplomacia y la multilateralidad después de un turbulento periodo de acusaciones mutuas e incluso de peligros bélicos.
No es casualidad que el boicot, desencadenado a iniciativa del príncipe saudí Mohamed Bin Salman y el emiratí Mohamed Bin Zayed, se produjese en los primeros compases de la presidencia de Donald Trump y que la reconciliación empiece justo cuando Joe Biden está a punto de instalarse en la Casa Blanca. Mohamed Bin Salman, el auténtico líder de Riad, también ha promovido la guerra de Yemen, el asesinato del periodista Jamal Khashoggi y una política de enfrentamiento frontal con Irán, de la que el bloqueo de Qatar, acusado entre otras cosas de agente iraní, era solo un apéndice.
Trump ha sido cómplice de los excesos del príncipe saudí, estimulado por las compras saudíes de armamento estadounidense y animado sobre todo por su doble estrategia de enfrentamiento con Irán y de retirada de la región. Tratándose de la seguridad de Oriente Próximo, ha apostado todo en favor de una alianza árabe-israelí, tejida entre Netanyahu y los príncipes saudí y emiratí, que le permitiera desentenderse militarmente de los compromisos adquiridos por su país.
La recuperación de un Consejo del Golfo funcional, al igual que el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Israel y varios países árabes, son realidades positivas con independencia de los propósitos de quienes las hayan promovido. En una región destrozada por la acción opresora de Estados autocráticos y policiales, azotada por el terrorismo y en transformación económica y demográfica, especialmente por el declinante futuro del petróleo, es siempre una buena noticia una opción que recupera el multilateralismo y la diplomacia.
Aunque el deshielo se envuelva tras el velo de la necesidad de un frente común contra Irán, su significado político es una victoria de Qatar —que ha resistido a la asfixia sin doblegarse a los requerimientos iniciales de los saudíes— y una derrota de la estrategia de Mohamed Bin Salman. Esta normalización es una buena noticia. Queda el enorme desafío de encauzar el pulso con Irán y la inquietante perspectiva de una proliferación nuclear.
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