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Detrás del depredador de gimnastas

Para sus víctimas, Larry Nassar es “el monstruo”. Un hombre, que aprovechándose de su posición de médico reputado, responsable de la salud de algunas de las mejores gimnastas de la historia, les introducía los dedos en la vagina, siendo la mayoría menores de edad y algunas de ellas aún niñas, con el pretexto de mejorar las más variopintas dolencias. Fueron más de 300. Durante décadas. En el rancho de Texas donde se concentraba el equipo olímpico de gimnasia, en Twistars, un afamado gimnasio de Michigan, en la universidad de ese Estado, donde estaba contratado, y en el sótano de su casa.

“Quizás sea el capítulo más oscuro de la historia olímpica de Estados Unidos”, anuncia antes de entrar en el meollo At the Heart of Gold: Inside the USA Gymnastics Scandal, el esperado documental que HBO ha producido sobre el caso y que ya se puede ver en España. Porque el corazón de este trabajo no es solo el proceso que llevó a Nassar a prisión por el resto de su vida, durante el que decenas de víctimas se dirigieron directamente a su monstruo particular. Va mucho más allá. Se adentra en un deporte, la gimnasia artística, tremendamente exigente desde muy temprana edad (lo normal es comenzar a los cinco, seis o siete años), en un entorno muy cerrado y jerárquico propicio a los abusos de todo tipo, y retrata con un ritmo brutal un mundo de adultos que se protegen entre sí, de padres que no ven o no quieren ver lo que ocurre y de mujeres rotas por lo que les sucedió. Y explica, a través de numerosos testimonios directos, un mundo en el que un pederasta como Nassar pudo actuar con impunidad durante largo tiempo.

Eso es lo más interesante. Sus autores, con Erin Lee Carr (hija del periodista de The New York Times David Carr) al frente, se han servido de los testimonios de hasta 15 víctimas, la gran mayoría antiguas gimnastas, casi ninguna de renombre; entrenadores como Aimee Boorman, la mujer que fabricó a Simone Biles, campeona olímpica, la mayor estrella de este deporte y también víctima; directivos de la federación, padres y expertos de todo tipo, desde una abogada especializada en abusos infantiles a periodistas que cubrieron durante años los éxitos de la gimnasia estadounidense y no advirtieron el horror que escondía.

El fresco que dibujan es aterrador. Para entenderlo hay que empezar por intentar entender cómo eran las víctimas. “Te vas a hacer daño y no vale quejarse. Da igual lo que pase, no puedes llorar”, cuenta a cámara Dawn Homer, madre de una de esas gimnastas. Las principales protagonistas del drama son niñas acostumbradas a un esfuerzo físico continuo, a la presión, a competir cada día si quieren conseguir su sueño de llegar a unos Juegos Olímpicos. Y a callarse. A no mostrar las debilidades porque te quedas fuera de juego. “Si estabas lesionada, no te quejabas. Esa era la mentalidad”, rememora la olímpica Dominique Moceanu (aunque en la lista de víctimas de Nassar hay una decena de medallistas olímpicas, Moceanu es la única entrevistada en el documental). Algunas sufrieron los abusos más de 800 veces.

Pero además de víctimas propicias era necesario un entorno tóxico, cerrado y abusivo, como el del rancho de los Karolyi —“ni teléfono ni Internet. Las controlaban. Les prohibían hablar con su entrenador y sus padres”, dice un expresidente de la federación— y el del gimnasio Twistars, en Lansing (Michigan). Un entorno en el que Nassar se ofrecía como una cara amiga, “el contraste positivo”, y donde es más fácil no creer a una víctima, investigar en falso o, simplemente, tapar los hechos. Hay padres que defendieron a Nassar y hoy se consideran cómplices. Entrenadores que supieron lo que ocurría y presionaron a las chicas para que no denunciaran. Una federación que nunca se supo muy bien qué sabía y qué no, pero que tardó muchísimo en prescindir de Nassar. Y una legión de víctimas que, lideradas por Rachael Dehollander, una gimnasta mediocre y motivada por el movimiento Me Too, logró que las creyeran.

El proceso judicial, en el que pudieron hablar todas las víctimas que quisieron, está muy bien explicado. Pero eso no es lo más importante. Lo mejor es que la película, poco menos de hora y media de relato implacable y a ratos emocionante, permite entender cómo demonios se pudo llegar a eso.

“He firmado su pena de muerte”

Trinea Gonczar, cuya familia era amiga de Nassar, al atestiguar en el juicio que abusó de ella 800 veces

“He firmado su pena de muerte”, dijo la juez Aquilina a Larry Nassar cuando le sentenció a hasta 175 años de cárcel por abusar sexualmente de siete menores. El juicio se convirtió en una catarsis colectiva para las víctimas del médico porque las que quisieron, incluso las que no habían denunciado, pudieron decirle a la cara lo que pensaban de él. De entre todas ellas, destacaba, alta y delgada como una bailarina, Rachael Dehollander. Ella fue una de las dos gimnastas que contactaron con el Indy Star para denunciar los abusos. La bola de nieve se puso en marcha. Era agosto de 2016. Poco después, el médico, que negó los hechos, fue despedido de la Universidad de Michigan State. En febrero del año siguiente tres gimnastas más, una de ellas la olímpica Dantzscher, acusaron a Nassar en el programa 60 minutos. Muchas más las siguieron, algunas entre las mejores gimnastas del mundo. En noviembre de 2016, Nassar fue acusado de abusar de la hija de unos amigos desde que tenía seis años. Se declaró inocente. Muchas de sus víctimas le apoyaron entonces. La policía le requisó miles de archivos de pornografía infantil. Se declaró culpable y fue sentenciado a 60 años de prisión en diciembre de 2017. Un mes más tarde, tuvo que escuchar los testimonios de más de 150 de sus víctimas y la sentencia de Aquilina. Acabó pidiendo perdón.


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