Ya se sabe, empiezas cometiendo un asesinato, sigues con un atraco a mano armada, después le robas la cartera a un ciego y al final acabas por no saludar al portero. Este saludo es el que marca ahora la corrección política y social, una forma de refinada tortura en la que intervienen a medias un puritanismo rampante y la idiotez más absoluta. Puestos a pasar la historia por la lima del siete, aquí no se salva nadie, empezando por Jehová y terminando por el tendero de la esquina. No se pueden juzgar con la sensibilidad de hoy los hechos crueles, fanáticos, visionarios que sucedieron hace cientos de años sin poner a toda la humanidad patas arriba. Vivimos tiempos en los que el profeta Isaías se pondría tibio con sus salmos, puesto que en medio de la peste se han instalado los días de la ira. Están a la vuelta de la esquina procesiones de disciplinantes como las del Séptimo Sello, en las que la verdad, usada como látigo, conduce el ganado humano mansamente al redil. En este momento están siendo abatidos de sus pedestales próceres de todas clases, descubridores, conquistadores, políticos y moralistas; muy pronto serán los literatos y artistas si sus libros, películas y pinturas no se adaptan al orden establecido. No hace falta remontarse a la época bizantina del emperador León III, quien mandó destruir todas las imágenes religiosas. Desde entonces los iconoclastas no han dejado de actuar. Si los talibanes de Afganistán dinamitaron los Budas de Bâmiyân, labrados en el siglo V, ¿por qué habría que escandalizarse si un día se destruye a martillazos el David de Miguel Ángel, a causa de sus gloriosos genitales? La historia todo lo tritura. En el futuro también nosotros seremos juzgados y declarados culpables, como gente insensible, tosca y brutal, por convivir con toda naturalidad con injusticias y hechos muy crueles sin que se nos indigestara la comida.
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