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Dice Biden que el Gobierno sí es la solución


Hace 40 años, en su discurso inaugural, el presidente republicano Ronald Reagan dijo una de esas frases redondas que marcan la historia: “El Gobierno no es la solución a nuestro problema, el Gobierno es nuestro problema”. Aquel 20 de enero de 1981 Reagan sentó tal cátedra en Estados Unidos, y medio planeta, que el primer demócrata que volvió a mandar en Washington después de aquello, Bill Clinton, certificó la defunción de la idea de una Administración fuerte al afirmar: “La era del gran Gobierno ha terminado”, dijo en su discurso de la Unión, en el Congreso, en 1996. Veinticinco años después, acaba de cumplir sus primeros 100 días de presidencia un hombre nacido cuatro años antes que Clinton, Joe Biden, de 78, y ha dicho al mundo que el Gobierno federal no solo no es el problema, sino que sí es la solución, y que en tiempos de crisis hace falta uno más grande y que, para pagarlo, subirá los impuestos a las empresas y las rentas más altas.

Biden llegó a la Casa Blanca envuelto en un aura monacal, con unas credenciales de moderación justificadas por su historial de 50 años en el Congreso y por el tono de su discurso. Pero el veterano demócrata se ha sentado en el Despacho Oval para promover una revolución política que casi nadie esperaba. Sin aspavientos y sin contemplaciones, ha adelantado por la izquierda a Barack Obama, ha dejado boquiabierta a la Europa del Estado de bienestar y ha lanzado una batería de planes de acción social de cifras mareantes que evocan al New Deal de Franklin Delano Roosevelt o a la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. Al plan de rescate ya aprobado (1,9 billones de dólares, 1,6 billones de euros) se añade un plan de 2,3 billones en infraestructuras y la nueva propuesta 1,8 billones para educación y familias (estos dos últimos, pendientes del Congreso).

La insólita debacle provocada por la pandemia del coronavirus, que puso a Estados Unidos ante la peor crisis desde la Gran Depresión, sirvió de impulso y amparo al nuevo presidente para romper el paradigma económico dominante de las últimas décadas. Tanto ha buscado Biden el paralelismo con Roosevelt que hasta adoptó un perro al mudarse a la Casa Blanca y lo llamó Major, como el de Roosevelt. Aunque el Major de Biden, también pastor alemán, resulta que muerde. Lo mandaron a “reeducar” después del primer incidente y al regresar a la residencial oficial, atacó de nuevo a otros trabajadores.

Y esos son poco más o menos los chismes que estos días se pueden oír de la Casa Blanca, porque si algo también ha cambiado respecto a la era de Donald Trump, es que, de cara a la galería, el 1.600 de la avenida de Pensilvania ya no parece el 13 de la Rue del Percebe. No trascienden las peleas internas, no se publican documentos controvertidos, no hay filtraciones, apenas. El republicano se rodeó de figuras de la derecha más antiestablishment y familiares (su hija Ivanka y su yerno, Jared Kushner eran asesores principales), además de alguna estrella de la telerrealidad, que no tardaron en chocar con perfiles más tradicionales, como el jefe de Gabinete, el general John Kelly. Biden, en cambio, ha levantado un muro de veteranos de las Administraciones de Obama y Clinton que han dejado poco espacio a la espontaneidad de antaño.

Una frágil sensación de calma domina este periodo de actividad política tan intensa. Pese a la huella que dejó el asalto al Capitolio el pasado 6 de enero, la tensión parece haber bajado en la esfera pública. Las cadenas de noticias han visto derrumbarse sus audiencias y los bramidos de Trump, recogidos en las notas de prensa que envía desde Florida, han perdido protagonismo.

Bien ha llegado a sus primeros 100 días de mandato con un nivel de aprobación del 59%, según los datos publicados por Pew Research hace dos semanas, 20 puntos por encima del 39% con el que contaba Trump en sus primeros tres meses, cerca del 61% de Barack Obama en el mismo periodo y algo por encima del 55% de George W. Bush. Un 18% de los republicanos le dan el visto bueno general, lo que marca la gran diferencia con respecto a Trump, y el apoyo de los votantes de su propio partido lo bendicen por encima del 90%, una tasa que su predecesor no logró ni con los propios republicanos.

La gestión de la pandemia es el aspecto más valorado, frente al desafío migratorio, donde saca peor nota. La robusta reactivación de la economía —la Reserva Federal calcula que Estados Unidos puede recuperar el nivel de empleo anterior a la pandemia a finales de este año— ha inyectado optimismo en el país y la relajación o supresión de las medidas de confinamiento gracias al avance de la vacunación también ha calmado los ánimos en los territorios más reacios, los conservadores.

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La agitación en las redes sociales ha remitido. Biden ha tomado decisiones controvertidas, como la retirada de Afganistán a sabiendas de la amenaza talibán, sin mayúsculas ni signos de exclamación en Twitter. Ha mantenido hasta ahora los límites de Trump en la acogida de refugiados sin el aderezo de las soflamas nacionalistas del republicano. Y ha dicho que Estados Unidos comenzaría a arrimar el hombro con la distribución de vacunas al resto del mundo una vez que los estadounidenses estuvieran protegidos sin causar mayor incendio en la comunidad internacional.

Propenso a las meteduras de pata, también se ha expuesto poco ante los medios. Si Trump amaba el cuerpo a cuerpo con los periodistas, Biden ha ofrecido una sola rueda de prensa desde que llegó a la Casa Blanca, al margen de la visita oficial del primer ministro de Japón, menos que cualquiera de sus predecesores hasta Clinton. Además, responde a escasas preguntas en los posados del día a día.

Para el analista David Frum, que escribió discursos para el presidente George W. Bush y ahora es editor de la revista The Atlantic, ha sido una medida positiva. “Al mantener un perfil bajo, ha desescalado la polarización política”, afirmaba recientemente su cuenta de Twitter, ya que “la gente no tiene opiniones rotundas sobre los planes o los temas, sino a favor o en contra de Obama o Trump”. Jonathan Alter, autor de The defining moment, un libro sobre los primeros 100 días de Roosevelt, dice por teléfono: “Como periodista me gustaría que fuera más accesible para la prensa, pero debo reconocer que la estrategia está funcionando”. En general, Alter subraya: “Hay que ser muy buen político para hacer todo lo que está haciendo sin causar grandes problemas. Biden no es un intelectual, pero es un político astuto”.

Astuto para unos y rematadamente aburrido para otros, muchos de ellos, sus rivales. Las dificultades que los republicanos están teniendo para convertir a Biden en una especie de bestia negra como lo fue Trump para los demócratas se palpa en esta entrevista que una estrella conservadora de la radio, Dan Bongino, dio hace poco a Business Insider y en la que contó cómo había cambiado su trabajo. “No solo pienso que Biden ha sido un presidente terrible en los últimos meses, es que sencillamente es terrible para un programa de radio”. Y añadió: “Biden es un desastre para el país y sus ideas son una atrocidad, pero es aburrido, es simplemente aburrido”.

Trump, que sigue su vida en Florida organizando veladas para recaudar fondos, se refirió al presidente en una reunión con donantes a primeros de abril como un sarcástico “Biden, el santo Joe Biden”. Biden prometió trabajar con los republicanos, pero hasta ahora no ha fraguado ningún acuerdo en el Congreso y sus planes tendrá que apoyarse en una exigua mayoría. Lo que sí está haciendo es vender las bondades de sus iniciativas en los territorios republicanos, una forma de buscar el consenso de los votantes de la oposición, no tanto en torno a su persona, sino en torno a cuestiones concretas: la construcción de un puente, las desgravaciones fiscales por los hijos, las subidas de impuestos a las rentas elevadas. Es lo que Alter llama “una redefinición del bipartidismo”. La reválida llegará, como siempre ocurre con los presidentes de EE UU, en las elecciones legislativas del año que viene.

El fenómeno Biden va más allá de lo político. Ha alcanzado su cumbre política a los 78 años, cuando el mundo lo había dado ya por jubilado. Su caso recuerda a aquel último pico de gloria que vivió Frank Sinatra ya septuagenario, después de anunciar su retirada, y era capaz de llenar un concierto en Londres el mismo día que Inglaterra y Alemania jugaban una semifinal. Estos días, en las conversaciones con expertos y analistas de su generación, dentro y fuera de Estados Unidos, se palpa la inyección de energía que transmite. En un año de pandemia en el que el mundo ha dicho a su generación que son terriblemente ancianos, que son frágiles y se encuentran cerca de la muerte, ha llegado uno de ellos al Despacho Oval y ha lanzado un mensaje de fuerza.

Gay Talese lo explicó mucho mejor en aquel famoso retrato sobre Sinatra: “No se siente viejo. Hace que los hombres viejos se sientan jóvenes”.


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