Diez años sin el cuerpo de Anton Hammerl

Durante 44 días, Penny Sukhraj creyó que su marido, fotoperiodista sudafricano, estaba preso en algún calabozo de Libia. Eso le dijeron, que Anton Hammerl, de 41 años, había sido detenido junto a otros tres reporteros, dos estadounidenses y un español, cuando se dirigían a la localidad de Brega, el 5 de abril de 2011. 44 días de pesadilla. Cuando los fieles a Muamar el Gadafi, los amos del calabozo en el que estuvieron encerrados estos informadores, les dieron puerta y pudieron cruzar al país vecino, Túnez, allí no estaba Anton. Tampoco había llamado a la familia como sí habían hecho James Foley, Clare Morgana y Manu Brabo. Un terrible engaño. “Me sentí devastada después de tantos días de mentiras, conmocionada, traicionada”, dice en conversación telefónica Penny, también periodista sudafricana. Anton había muerto ya a tiros aquel 5 de abril en el desierto cuando trataba de huir junto a sus tres colegas de las balas de milicianos leales a Gadafi. Y nunca más se supo. Diez años después se desconoce qué fue del cuerpo, quién se lo pudo llevar, a dónde fue a parar. No se sabe nada más. Su mujer, asistida por el despacho de abogados británico Doughty Street Chambers, especializado en casos de derechos humanos —el mismo bufete que trabaja con la pareja del australiano Julian Assange—, ha presentado tres demandas en tres organismos de Naciones Unidas para que se lleve a cabo una investigación sobre lo sucedido y se pueda recuperar el cuerpo.

—¿Qué es lo que espera tras 10 años sin noticias de su marido?

—Rendición de cuentas.

Rebobinando la dramática película de aquel 5 de abril de 2011, los cuatro reporteros, en tierras libias para informar del brutal conflicto abierto entre milicias anti Gadafi y fieles al dictador, tenían cierta información sobre la posibilidad de que los rebeldes pudieran tomar una importante plaza, Brega, símbolo de la Libia del maldecido petróleo. “Cuando nos fuimos acercando”, recuerda Manu Brabo, fotoperiodista español y premio Pulitzer con Associated Press dos años después, “vimos que se había perdido”. Los cuatro viajaban en una furgoneta con fuerzas rebeldes hasta aproximarse a una colina. Las cosas no iban bien, los leales a Gadafi estaban cerca, a unos 300 o 500 metros. Se bajaron del vehículo. “Se escuchó una explosión”, continúa Manu, “y un tiroteo”. Los rebeldes se retiraban a balazos mientras llegaban los gadafistas a la carga. Clare, Manu, James y Anton corrieron a esconderse tras unos árboles, el único parapeto a su alcance en tierras tan áridas. “Las balas nos silbaban tan cerca que echamos cuerpo a tierra”. Manu y Clare estaban juntos, pero habían perdido algo de vista a los otros dos. “¡Ah, joder!”, se escuchó decir a Anton. Le habían dado. James, que trabajaba para el Global Post, sacó valor y se levantó con los brazos en alto diciendo que eran periodistas. Les golpearon, manosearon y ataron para llevárselos. A los tres; a Anton, no. Estaba tirado en el suelo, sangrando, con el abdomen abierto a tiros. “Tenía esa posición que tienen los cuerpos cuando mueren”, detalla Manu al teléfono, “me cayó una hostia por mirar”.

Imagen sin fechar del fotógrafo sudafricano Anton Hammerl, al que la familia da por muerto tras ser herido por las fuerzas de Gadafi.
Imagen sin fechar del fotógrafo sudafricano Anton Hammerl, al que la familia da por muerto tras ser herido por las fuerzas de Gadafi.(AP / Saturday Star)

Anton había mantenido un día antes una conversación vía Skype con su familia, su mujer y tres hijos, el último recién nacido. El fotoperiodista sudafricano conoció a Penny en Johanesburgo, en el año 2000, durante la elaboración de un reportaje sobre prostitución infantil. Cuando él viajó a Libia, el 28 de marzo de 2011, una semana antes de morir, lo hizo ya desde el Reino Unido, donde tenía su residencia. Dos días después de aquel viaje hacia el frente de Brega, el 7 de abril, la organización pro derechos humanos Human Rights Watch, con mucho trabajo de campo en Libia, informó de la detención de los periodistas en alguna cárcel de la zona controlada por Gadafi —pasaron por varios sitios—. La versión, la única que circuló durante aquellos 44 días, siempre de fuentes leales al coronel libio, apuntaba a que los cuatro estaban bajo arresto. Los cuatro, incluido Anton. Este tenía doble nacionalidad, sudafricana y austriaca, así que fueron estos diplomáticos los que mantuvieron de algún modo informada a su mujer.

Mientras, entre rejas, a veces juntos, a veces separados, los otros tres reporteros, decidieron mantener la boca cerrada en relación con la muerte de Anton. “Mi temor”, señala Manu Brabo, “es que ya se habían cargado a un periodista y podían ahora cargarse a otros tres; al que lo mire desde fuera y lo juzgue le diría que pase por lo mismo”. El 18 de mayo quedaron en libertad. Después de aquel calvario, el que fuera la cara visible de aquel régimen, Moussa Ibrahim, llegó a comunicar que Clare, Manu y James habían sido acusados de entrar ilegalmente en el país y tenían que abandonarlo. El fotoperiodista español salió el primero. Clare y James tardaron algo más; ellos fueron los que contaron a Penny, tras recibir la fatídica noticia de un diplomático sudafricano, cómo murió su marido, lo que vieron aquella última vez.

Los tres colegas de cautiverio regresaron en febrero de 2012 a Libia para tratar de averiguar dónde estaba el cadáver de Anton. Alguien les llegó a mandar la imagen de dos lentes, rescatadas de una fosa, pero no correspondían al fotógrafo sudafricano. De allí, James saltó hacia Siria, donde la guerra se extendían especialmente en el norte. En agosto de 2014, el grupo yihadista Estado Islámico decapitó al reportero norteamericano tras casi dos años de secuestro. La muerte se cebaba.

Cuenta Penny, de 45 años, que durante mucho tiempo no tuvieron ni los medios ni la información necesaria sobre los cauces para buscar a Anton. “Somos una familia normal, no teníamos los recursos que puede tener un Estado para pedir responsabilidades”, afirma en conversación telefónica. Se las piden a Sudáfrica, Austria y, sin duda, a Libia. Pero nada, menos aún desde Trípoli, aún convulso, donde hace tan solo un mes se puso el sello a un Gobierno avalado por todos, apoyado por la ONU y dirigido por Abdelhamid Dabeiba, un acaudalado empresario nacido en Misrata. Quizá sea la mejor oportunidad para presionar para que se investigue lo que sucedió con el fotoperiodista sudafricano. Caoilfhionn Gallagher, abogada para la familia desde el despacho de Doughty Street Chambers, ha detallado a EL PAÍS que las tres demandas interpuestas ante la ONU son contra Libia. Han sido presentadas ante tres órganos de lo que se conoce como “procedimientos especiales”, grupos de expertos independientes que investigan para la organización internacional: Libertad de Expresión, Muertes Extrajudiciales ―este departamento, sirva de ejemplo, ha investigado la muerte del periodista saudí Jamal Khashoggi o del general iraní Qasem Soleimani— y el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzosas e Involuntarias.

—¿Cómo habla a sus hijos de su padre?

—Es muy doloroso hablar con ellos de esto, porque no tenemos ningún sitio al que ir para recordarle, no hay nada.


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