El Ejército de Ucrania está rompiendo los puentes. No es lenguaje figurado para expresar la enorme distancia en el campo diplomático que les separa de Moscú. Es literal. La vida misma en el conflicto armado desde que tropas rusas empezaron a atacar esta antigua república soviética hace una semana. Para intentar poner freno a uno de los Ejércitos más potentes del mundo, los militares ucranios han decidido dinamitar sus propias infraestructuras antes de que los tanques y los carros de combate del Kremlin las empleen para entrar sin piedad en Kiev, la capital. “Parece que ha funcionado, porque llevamos ya siete días de guerra y no están todavía en Kiev”, señala satisfecho Alexander, de 26 años, uno de los militares que comandan el puesto en la retaguardia situado en el pueblito de Romanov, una veintena de kilómetros al noroeste del centro de Kiev y justo delante de los restos del puente.
Cae la nieve sobre las aguas del río Irpin. El lugar es ahora un lodazal en medio de enormes bloques de cemento, amasijos de hierro, tuberías rotas y corteza de asfalto levantada. Junto a este afluente del Dnieper, se escuchan los zambombazos que llegan desde la línea del frente, unos kilómetros más al norte. “Son del Ejército ucranio”, aclara el militar, en tono tranquilizador, para insistir en la idea de que tienen la plaza bajo control. Él mismo explica que dinamitaron el puente, como hicieron con otros, el segundo o tercer día de la guerra sin poner en peligro la vida de civiles para frenar al enemigo en un momento en el que los combates habían llegado a Romanov.
Una furgoneta blanca se encuentra desde entonces varada en las animadas pero poco profundas aguas del río Irpin, que da nombre también a la localidad vecina. Desde allí llegan en un goteo incesante hacia el sur cientos de habitantes que huyen de la contienda. Han de cruzar la precaria pasarela que se ha habilitado y por la que hasta los perros han de extremar las precauciones para no acabar en el agua. Hasta el martes casi un millón de personas habían escapado del conflicto por diferentes fronteras del país, según datos de la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur). La mayoría, 874.000, lo han hecho por el oeste. Además, unas 96.000 huyeron a Rusia desde las regiones de Donetsk y Lugansk, que se hallan en el este del país y están bajo control en parte de milicias prorrusas.
“Gloria a Ucrania, gloria a nuestros héroes”, repite una mujer tras ser ayudada por uno de los milicianos armados que controlan el paso a pie del río. Es Valeriy, de 37 años y vecino de Romanov, que cuenta con unos 2.000 habitantes, pero donde hoy apenas queda más que un puñado de hombres con sus rifles que ayudan al Ejército. Valeriy confirma que la voladura del puente tuvo lugar el viernes al amanecer y explica que los momentos en los que más se sienten los combates son al caer la tarde y durante la noche. Detrás, entre la arboleda nevada, asoman las primeras casas. Algunas han sido también alcanzadas por los disparos.
“Los rusos están por todos sitios”
“Los rusos están por todos sitios y nuestra aviación y artillería trabajan especialmente en la zona norte de Irpin y en Bucha”, reconoce el propio Alexander, el militar, al tiempo que varias familias llegan desde allí con sus equipajes para cruzar el río sobre los restos del puente. Algunos hacen la ruta con sus mascotas. Ese cerco al que, según el propio oficial, las tropas rusas están sometiendo a Kiev, obliga a esos ciudadanos a buscar como válvula de escape la huida hacia el centro de la capital, donde la estación de trenes sigue siendo el principal cordón umbilical con otras zonas del país, especialmente con el oeste, la menos castigada por el conflicto. El gobernador de Kiev, Oleksii Kuleba, advirtió en la tarde del miércoles de que Irpin y Bucha se encuentran entre las zonas más peligrosas de las que rodean la capital.
Entre lágrimas llega Cristina, de 30 años. “Cayó una explosión cerca de nuestra casa y hemos tenido que salir a pie hacia Kiev para irnos de Ucrania. Vamos a un país más seguro como Francia, donde vive mi madre”. Las dos van juntas en compañía de un vecino a montarse en el primer tren que puedan hacia el oeste. La madre estaba de vacaciones en Ucrania y tenía que haber regresado a Francia, donde se encuentra su marido, justo el jueves. Ese fue el día que el presidente de Rusia, Vladímir Putin, eligió para ordenar a sus tropas invadir y atacar al país. El paisaje que Cristina deja a sus espaldas es desolador.
En la parte alta de la carretera, donde el asfalto se acaba de repente dando paso a la destrucción, dos jóvenes soldados cavan con palas una trinchera mientras van revisando las maletas y los documentos de los que se dirigen hacia Kiev. Unos metros más allá lucen las flores ante el monumento a los caídos en la Segunda Guerra Mundial. Está justo delante de la iglesia ortodoxa de Romanov, golpeada también por las balas, donde una furgoneta de la policía va recogiendo a los que tratan de avanzar hacia la capital. La carretera transcurre entre bosques de pinos, donde aparecen destacadas también las tropas, y está jalonada por controles en manos de civiles armados junto a barricadas.
Una placita de Romanov delante de un supermercado es el puesto en el que las tropas ucranias se organizan en retaguardia en esta zona del conflicto. Algunos desmontan y limpian sus armas, otros hacen algo de compra, otros se encaraman a los blindados… En los edificios de alrededor, con heridas también de los combates recientes, algunos soldados se asoman como centinelas entre los cristales rotos. Una hilera de una docena de militares pertrechados para entrar en combate se dirige a pie hacia el frente. No tienen más remedio que pasar sobre los restos del puente que volaron y hacer el camino inverso que los civiles que escapan de la refriega armada. Metros antes de poner las botas sobre los hierros que le separan del cauce, uno de ellos lanza decidido: “Barbacoa de rusos”.
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