Djerba, la isla de los lotófagos

Siendo Djerba una isla, se puede ir a ella no solo en avión o en barco, también por tierra. Desde Zarzis, población costera de Túnez que representa la extensión continental de Djerba, sale una carretera de siete kilómetros que se adentra en el mar siguiendo el mismo trazado de la antigua calzada romana. Actualmente es una cinta asfaltada de doble dirección que solo deja de ser operativa en los días de fuertes temporales. Conducir un coche por encima del mar mansamente azul produce una sensación de inesperada placidez. Y en pocos minutos estamos en Al Kantara —en árabe, El Puente—, que, según se mire, es el principio o el final de Djerba, isla que los romanos llamaron Girba. El Sáhara y la frontera con Libia apenas distan un par de cientos de kilómetros. Hasta Túnez, la capital del país, hay que cubrir unos 580 kilómetros por carretera. Una hora si se va en avión.

Al lado de Al Kantara el viajero puede disfrutar del silencio en el mustio collado donde se asienta Menix, una ciudad fenicia convertida hoy en un parque arqueológico con restos de cerámica entre los matojos, plataformas con paneles explicativos y un cobertizo con columnas y estatuas romanas decapitadas. Menix fue un importante enclave púnico gracias a la púrpura extraída de caracolillos marinos (murex).

Mucho antes la Odisea de Homero situó aquí la isla de los lotófagos, tierra fantástica por la flor del loto que producía el más agradable olvido. Autores grecolatinos, de Heródoto a Plinio el Viejo, dieron a entender que una isla así coincidiría con Djerba y el mito siguió corriendo, aunque aquí solo crezcan algunas naranjas, dátiles y aceitunas. Tampoco es que haya en Djerba una de esas placas al estilo de “Ulises estuvo aquí” como las que ponen en hoteles y restaurantes a cuento de Hemingway.

Por fortuna sí abundan las marismas, lo que limita la expansión de complejos turísticos, dejando a los flamencos extensos campos marinos para picotear. No lejos, los pescadores de bajura, con sus botes de colores, aún atrapan doradas salvajes. Lo cual convive en la zona hotelera de Midoun con la talasoterapia, tratamientos con agua marina, algas y barros.

Siempre hay alternativas a la tumbona. Junto a Menix se puede ver algo de la actividad de los descendientes de los bereberes que vinieron a poblar Djerba desde las riberas del Sáhara. Aún conservan su idioma y practican la alfarería, por ejemplo en el pueblo de Guellala.

También resisten los castillos de Djerba, tanto de época berberisca como española y otomana. Las olas casi lamen los pies de piedra del Kastil, fortín con nombre de origen español que ha sobrevivido a muchos avatares de la isla. Ahora está roído y vacío, pero permite paseos melancólicos sin gentío a la vista. Y junto al puerto pesquero de Houmt Souk, la capital isleña, el Borj El Kebir, el Castillo Grande, se yergue sobre las ruinas de la ciudad romana de Girba. Lugar estratégico que fue empleado como fortaleza por los expedicionarios de la Corona de Aragón. Ramón Muntaner, cronista y combatiente de la Compañía Catalana que luchó contra los turcos al mando de Roger de Flor, llegó a ser gobernador de Djerba entre 1303 y 1315. En diversas ocasiones los piratas berberiscos se apoderaron de Djerba y ya en tiempos de Carlos V y Felipe II se mandaron fuerzas de ocupación. Este enclave era una pieza de gran valor en el Mediterráneo central, pegado al continente africano, pero difícil de conservar. “Los Gelves, mare, malos son de tomare”, cantaban los soldados hispanos. Llamaban Gelves a los territorios en manos de los berberiscos, en lo que hoy son Túnez y Libia.

Desde las almenas del Castillo Grande —ahora conocido como El Ghanzi Moustapaha— hay buenas vistas de la marina de Houmt Souk. En el mismo puerto, y cerca del anfiteatro que se ha construido para festivales, se eleva un obelisco de cemento en medio de un parterre lleno de hierbajos. Allí sí queda una placa que recuerda el emplazamiento de la Torre de los Cráneos, Burj Al Rus. En 1561, las tropas españolas que acababan de conquistar Djerba lo celebraban en esta playa cuando fueron sorprendidos y aniquilados por los turcos de Dragut Pacha. Con sus calaveras se construyó una torre de unos 10 metros de altura y 7 de ancho. Y ahí se alzó hasta que el bey de Túnez (gobernador del Imperio Otomano en este país) mandó demoler la macabra torre en 1848 y enterrar los restos en el cementerio cristiano.

Hoy Djerba se enorgullece de tener 365 mezquitas, una para cada día del año, pero en su mayoría por sus reducidas dimensiones no saltan a la vista, ni todas poseen alminares. Árabe es la mayoría de la población actual y la lengua dominante. El viajero también puede dirigir sus pasos a conocer la comunidad judía, que tiene a gala ser la más antigua de África.

Una tradición remonta a los judíos de Djerba hasta los que emigraron aquí tras la destrucción del primer templo de Jerusalén, el de Salomón, en el 586 antes de Cristo. Y, por supuesto, muchos judíos de Djerba se consideran descendientes del éxodo que hubo tras la destrucción del segundo templo de Jerusalén, en el año 70 de nuestra era.

Hijos de Sefarad

No faltan los que se tienen por descendientes de los expulsados de Sefarad (España) por los Reyes Católicos en 1492. La comunidad actual de Djerba asciende a 1.100 miembros, según el rabino Haim Bitam, hombre de corta estatura y larga barba blanca que vive en Hara Kabira, el Barrio Grande, del pueblo Riad, en las afueras de la capital. Aparte de sus tareas religiosas, regenta una tienda minúscula donde vende utensilios y materiales para joyería. La comunidad cuenta con influyentes hombres de negocios a escala nacional, como René Trabelsi, ministro de Turismo y Artesanía de la República de Túnez hasta febrero de 2020.

En Hara Kabira hay muchas pequeñas sinagogas, pero el principal lugar de culto judío se encuentra en Hara Saguira o Barrio Chico. Tras pasar un control policial —hubo un atentado en 2002 con un camión que explotó en las inmediaciones— se accede a un complejo sombreado por árboles donde se ubica una antigua hospedería para peregrinos, y un templo judío singular, la sinagoga de la Girba, que en este caso debe su nombre a una doncella a la que se atribuyen numerosos milagros. El templo tiene un apacible bosque de columnas azuladas y casi todas sus paredes cubiertas de azulejos, de un estilo que puede recordar los tiempos de Sefarad. El lugar, según indica otra tradición, encerraría la posible tumba de la santa doncella y de algún antiguo y eminente rabino. Por eso, en la festividad de Lag Baomer, el día 33 después de la Pascua hebrea, se celebra aquí una gran romería con peregrinos procedentes de Israel y otros lugares del mundo. Al fondo de la sinagoga se ve un muro repleto de exvotos para agradecer sanaciones y demás. Generalmente, son placas hechas en plata o en latón. Todo vale contra la desmemoria.

Luis Pancorbo es autor de ‘Caviar, dioses y petróleo. Una vuelta al mar Caspio…’ (editorial Renacimiento).

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