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‘Do or die’: Boris Johnson, a vida o muerte

Es la frase elegida por Boris Johnson en su campaña para convertirse en el nuevo líder del Partido Conservador y primer ministro del Reino Unido. Y se puede aplicar a mucho de lo que está pasando en la escena internacional. A vida o muerte. Caiga quien caiga. Todo o nada. Esa es su apuesta: sacar al Reino Unido de la Unión Europea el 31 de octubre, haya o no un nuevo acuerdo con Bruselas. Todas las encuestas le dan ganador, aunque la ventaja que le saca a su contrincante Jeremy Hunt se ha reducido en las últimas semanas. Especialmente tras el primer debate televisado del 10 de julio, en el que Johnson eludió aclarar si dimitirá en el caso de que no pudiera ejecutar el Brexit en la fecha prometida.

Jessica Elgot señala en The Guardian la incapacidad del que fuera alcalde de Londres para detallar sus planes a la hora de ejecutar ese mandato si se hace por las bravas, e incluso “de responder a preguntas básicas sobre cómo liderar el país.” El nuevo inquilino del 10 Downing Street se conocerá el próximo 23 de julio, tras someter la decisión al voto de los 160.000 miembros del Partido Conservador, con un porcentaje de indecisos nada desdeñable. Es probable que las evasivas del demagogo Johnson, al que The Economist llama El ilusionista, tengan que ver con que su promesa es tramposa o directamente falsa. Tan falsa como su afirmación de que el Reino Unido puede invocar el artículo 24 del Tratado General sobre Aranceles y Comercio (GATT) para mantener los acuerdos comerciales con la UE aunque ejecute un Brexit duro, o la publicidad que hizo en aquellos autobuses que recorrieron el Reino Unido antes del referéndum afirmando que el país ahorraría 350 millones de libras a la semana si salía de la UE.

La renegociación del acuerdo con la UE es una vía que Bruselas ha cerrado. Y nada indica que esta postura vaya a variar con el inminente relevo de cargos en las instituciones comunitarias tras las elecciones europeas de mayo. Y un Brexit duro, sin acuerdo, debe ser sometido a votación en el Parlamento británico, donde con toda probabilidad será rechazado. Un resultado que precipitaría la convocatoria de elecciones generales.

Y este es el escenario de más alto riesgo para los tories, pues abre la posibilidad de que se alce con la victoria el líder laborista, Jeremy Corbyn, el enemigo público número uno del establishment conservador y liberal británico, ya sea este anti o proeuropeo. Sería un estrepitoso fracaso para los conservadores. Que su incapacidad para gestionar el mandato popular recibido en el referéndum convocado por Cameron desembocase en la llegada de Corbyn al poder. Todo un suicidio político y la posible desaparición de una organización de 185 años de antigüedad. Un die sin paliativos. The Economist dedica la portada a la crisis del conservadurismo en el mundo. Y señala cómo sus principales enemigos a las nuevas derechas que representan el populismo nacionalista de Trump y Johnson.

La incógnita es cómo el giro de 180 grados dado por Corbyn con respecto al Brexit alterará el caótico panorama político británico. El anuncio del euroescéptico y ambiguo líder de apoyar la convocatoria de un segundo referéndum, y de que hará campaña para que el Reino Unido se quede en la UE, puede que refuerce el liderazgo del líder de la izquierda, pero no termina de convencer a los suyos. ¿Llega demasiado tarde para unir al divido partido y mejorar los cada vez más decepcionantes resultados electorales? Lo analizan Emilio Casalicchio y Charlie Cooper en Politico con un titular que lo dice todo: Jeremy Corbyn apoya quedarse. O casi.

Y siguiendo en el Reino Unido. Su special relation con EE UU ha sido golpeada esta semana. Ni la sintonía que hay entre Trump y Johnson ha podido evitar la crisis diplomática. El único aliado que parecía estar a salvo de los ataques del presidente de Estados Unidos ha probado esta semana un poco de la amarga medicina. El presidente estadounidense ha despreciado, ninguneado o provocado no solo a sus enemigos declarados, como Irán o China, sino también a sus aliados estratégicos, ya sean Alemania, Francia, Canadá o México.

Con la cólera incontenible que le caracteriza, ha atacado sin piedad al embajador británico en Washington por las filtraciones de los cables en los que este tachaba de inepta y disfuncional la política exterior de la Casa Blanca. Trump ha llamado estúpido al embajador Kim Darroch y descalificado de paso a la dimisionaria Theresa May por no seguir sus consejos sobre cómo proceder con el Brexit. En The New Yorker, Amy Davidson Sorkin va más allá del encontronazo diplomático y se pregunta si no es solo Trump el que debe sentirse avergonzado de lo que revelan las comunicaciones internas de la diplomacia británica. ¿Qué hay del Partido Republicano?




El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, en una rueda de prensa tras la dimisión del ministro de Hacienda, Carlos Urzúa. Guillermo Granados/NOTIMEX/dpa

Pues qué sabe nadie. Porque ese afán de desentenderse del orden mundial surgido de la Segunda Guerra Mundial con los acuerdos de Bretton Woods –que cumplen ahora justo 75 años– parece haber contagiado a todos en el partido que hoy lidera Trump. Martin Wolf en el Financial Times pone en evidencia lo que separa al errático, vengativo, imprevisible, you name it actual presidente estadounidense de quienes en nombre de EE UU firmaron esos acuerdos. Dos citas marcan una distancia abismal. “Hemos de reconocer que la manera más inteligente y efectiva de proteger nuestro interés nacional es la cooperación internacional; lo que significa unir esfuerzos para alcanzar un objetivo común”. Así cerraba la conferencia de Bretton Woods, en julio de 1944, el secretario del Tesoro Henry Morgenthau Jr. “Debemos proteger nuestras fronteras del asalto de otros países que fabrican nuestros productos, roban a nuestras compañías y destruyen nuestros empleos. Protegernos nos traerá mayor prosperidad y fortaleza”. Palabras de Trump en su discurso presidencial inaugural de enero de 2017.

En 1944, la guerra aún no se había ganado. Pero las potencias lideradas por Estados Unidos imaginaron un mundo mejor, abierto, de cooperación multilateral, unidos por la voluntad de evitar en el futuro los horrores del presente. Un sistema que, con todos sus fallos, ha resultado el más eficaz a la hora de dar respuesta a los desafíos de un mundo cada vez más globalizado. Y que el proteccionismo y el nacionalismo, paradójicamente impulsados hoy por EE UU, han puesto en peligro de muerte.

Y en esa clave populista, la credibilidad del Gobierno de López Obrador en México ha recibido un nuevo golpe. Tras el bochornoso acuerdo firmado bajo el chantaje arancelario de EE UU para controlar el tráfico ilegal de inmigrantes en la frontera, la dimisión del ministro de Finanzas, Carlos Urzúa, ha puesto en cuestión la capacidad de AMLO de combinar y respetar una gestión eficaz de las cuentas públicas con sus planes económicos, entre ellos el de poner a salvo Pemex, la compañía nacional de petróleo que está en práctica bancarrota y cuya gestión se ha visto salpicada por diversos casos de corrupción. Urzúa ha justificado su dimisión por un posible conflicto de intereses, como recoge El Universal.

El intervencionismo ha provocado la dimisión de un ministro que tenía la confianza de los agentes económicos. ¿El resultado? El peso se ha depreciado un 2% en un día y el coste de endeudarse del Estado mexicano se ha encarecido en un porcentaje similar. De nuevo, en vez del virtuoso Do, parece que la Administración mexicana opta por el Die y la gestión poco transparente, como su reciente claudicación en política migratoria. Las consecuencias en la frontera con sus vecinos del sur las cuenta Audrey Wilson en Foreign Policy.

También hay algo de Die en los resultados de las elecciones en Grecia. Tras años de ajustes y de convulsión social y política, el país se enfrentó a las primeras elecciones generales tras liberarse, aunque aún no del todo, del férreo control de la troika (Banco Central Europeo, Comisión Europea y Fondo Monetario Internacional) sobre su economía. El país vuelve a financiarse en los mercados. Pero los acreedores vigilan que las finanzas públicas estén saneadas para asegurar la devolución de la deuda. El ganador de los comicios, Kyriakos Mitsotakis, del partido Nueva Democracia, representa una aparente vuelta a la normalidad. ¿Pero, ¿qué es la vuelta a la normalidad?




Alexis Tsipras (izquierda) y Kyriakos Mitsotakis se saludan en Atenas el 8 de julio tras ganar el segundo las elecciones. REUTERS

Según cuenta David Patrikarakos en Político, Mitsotakis reúne todas las condiciones para ser el perfecto liberal en la mejor tradición europea. Hijo del anterior primer ministro Konstantinos Mitsotakis (la cosa dinástica en la política griega sigue teniendo su peso), es licenciado por Harvard, Stanford y la Harvard Businnes School. Pero por mucho que parezca que con la elección de Mitsotakis la política griega volverá a su cauce normal tras más de una tumultuosa década, su partido representa todo menos el centro moderado. “Si los votantes griegos rechazan al primer ministro de la izquierda radical Alexis Tsipras, como indican las encuestas, estarán sustituyendo a una panda de políticos populistas por otra igual”, escribía Patrikarakos.

Así como Tsipras ha virado hacia el centro, el partido Nueva Democracia lo ha hecho hacia la derecha. “Mitsotakis se ha convertido en la cara amable de un partido que contiene elementos de la extrema derecha empoderados por el triunfo de los populismos de derecha en el mundo, desde Hungría a Estados Unidos”. Mitsotakis debe, de hecho, su liderazgo a esta facción en el partido, según Politico. Una corriente liderada por Antonis Samaras, anterior primer ministro, y su vicepresidente entonces, el siempre controvertido Adonis Georgiadis, conocido por su antisemitismo y su simpatía con el golpe militar de 1973. Habrá podido desaparecer Amanecer Dorado del Parlamento, pero parece que hay elementos radicales bajo el paraguas del partido ganador. De nuevo, más bien die.

A raíz del fracaso de Tspiras, Yascha Mounk analiza en The Atlantic la rápida caída de la izquierda radical en Europa. Hace pocos años, la extrema izquierda resurgió con fuerza. Sus representantes, Corbyn, Tsipras o el francés Mélenchon (y en España Podemos) consiguieron atraer a los desencantados votantes de la izquierda más moderada, representada por los partidos socialdemócratas. La izquierda más ortodoxa tuvo la oportunidad de convertirse en una opción mainstream que aspiraba a canalizar el fervor antiestablisment de una parte importante del electorado. “Comentaristas, activistas y políticos sostenían que la extrema izquierda iba a reconquistar Europa”.

En opinión de Mounk, lo que ha acabado pasando es que esta corriente ha servido para reorganizar las fuerzas de la izquierda pero no para ganar las elecciones a la derecha. Los resultados de las elecciones europeas de mayo han sido un jarro de agua fría que ha demostrado la dificultad de estos partidos para “mantener la lealtad de sus seguidores más ardientes y ampliar la base de sus votantes una vez que el público le ha conocido mejor”. Mounk sugiere a los candidatos demócratas de izquierda en EE UU que tomen nota de esta experiencia.


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