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Donald Trump se despide de los estadounidenses: “Este movimiento acaba de empezar”

Es difícil pensar en una semana que transmita tanta derrota y soledad como esta última que ha pasado Donald Trump en el número 1600 de la Avenida Pensilvania de Washington. Abandonado por su círculo político más fiel, con la agenda completamente en blanco y huérfano del altavoz de las redes sociales, el empresario adicto a los focos deja la presidencia en un ambiente de luto. Este martes, sobre las cuatro de la tarde (hora de Washington), la Casa Blanca difundió su discurso de despedida del pueblo estadounidense en el que glosó los que considera grandes logros de su Gobierno y lanzó un mensaje a las bases: “Este movimiento acaba de empezar”.

Apenas unas horas antes, el líder de su partido en el Senado, Mitch McConnell, le hacía responsable públicamente de las mentiras que incitaron el asalto violento al Capitolio el 6 de enero, y su vicepresidente, Mike Pence, fiel escudero durante cuatro años, había enviado su programa para el día siguiente con la toma de posesión del nuevo presidente, el demócrata Joe Biden, como única actividad prevista. No acudiría, por tanto, a la base militar Andrews al adiós de su jefe. Trump, orgulloso hasta la enfermedad, romperá una tradición de 150 años y no asistirá a la jura de su sucesor, sino que se marchará de Washington a primera hora de la mañana ―aún en condición de presidente― y, tras una ceremonia militar, tomará el Air Force One por última vez, rumbo a Florida.

“Hemos restaurado la fortaleza en casa y el liderazgo estadounidense en el extranjero. El mundo nos respeta de nuevo. Por favor, no pierdan ese respeto”, dijo el republicano en su discurso a la nación, de unos 19 minutos. No mencionó a Biden ni una sola vez, siguió sin reconocer su victoria, aunque también se cuidó mucho de agitar nuevos infundios de fraude electoral, acechado como está por un nuevo juicio político o impeachment.

Sí se arrogó el éxito de la economía estadounidense, que antes de la pandemia atravesaba el periodo de crecimiento más largo de la historia, sacó pecho por el repliegue militar estadounidense ―Trump ha sido, en efecto, el primer presidente en una década que no ha empezado una nueva guerra― y, sobre todo, defendió el triunfo de una idea de base: “Se trataba de ‘América, primero’ porque todos queríamos hacer a los Estados Unidos grandes de nuevo. Restauramos el principio de que una nación existe para servir a sus ciudadanos”, señaló. “Juntos construimos el mayor movimiento político de la historia de este país”, dijo también.

Todo es grandilocuente con Trump, superlativo. El empresario no se siente atacado, sino que se declara “víctima de la peor caza de brujas de la historia” o no se defiende como no racista sin más, sino que se declara “el presidente que más ha hecho por los negros desde quizá Abraham Lincoln”, que abolió la esclavitud. Sus mensajes en Twitter, vía predilecta de comunicación con el mundo, solían estar plagados de signos de exclamación y de mayúsculas.

De Trump ya hay que hablar en pasado porque, independientemente de lo que ocurra a partir de este miércoles, si desde su refugio de Florida trata de reactivar una nueva cruzada electoral para sí mismo o para su familia, su actual etapa política ha terminado con todas las de la ley. La marca en sí, ha quedado de momento maltrecha, el establishment republicano que los protegió durante cuatro años se desentiende y pronto empezará a buscar su próximo candidato. Queda la fórmula, el trumpismo, una demagogia nacionalista y atrevida, que ha cultivado el culto al líder.

Trump, un constructor de Nueva York estrella de los programas de telerrealidad, un agente del caos en el Partido Republicano, supo capitalizar la ira conservadora de un modo que le valió la Casa Blanca. Tuvo el olfato de defender un giro proteccionista en comercio e inmigración que resonó en partes maltratadas de Estados Unidos e impulsó la mayor rebaja de impuestos. Mientras, el país vio a su presidente confraternizar con los peores dictadores del globo, lanzar paquetes de papel higiénico a las víctimas de un huracán o hablar de la “buena gente” que había entre aquellos neonazis que marcharon en Charlottesville en 2017.

Con la pandemia, comenzó su caída a los infiernos. Se enrocó en la negación, primero, y en la extravagancia después, llegando a sugerir que la población se inyectase desinfectante para curar. Al día siguiente aseguró que bromeaba. Han muerto más de 400.000 personas en Estados Unidos por la covid-19. Este martes, sacó lustre a su gestión a costa de la investigación de las farmacéuticas: “A otra Administración le hubiese costado tres, cuatro, cinco, e incluso hasta 10 años desarrollar una vacuna. Nosotros lo hicimos en nueve meses”.

La política de Estados Unidos, un país sin monarquía, pero orgulloso de los ritos presidenciales, está plagada de símbolos de momentos para la posteridad que resumen personajes y eras. Barack Obama se despidió de los americanos en un multitudinario y emotivo acto en su ciudad, Chicago. Trump había proyectado algo similar, que supusiera, además, el inicio de una nueva etapa en la que seguiría siendo una voz predominante. Si lo logra, deberá esperar. Sus propios excesos lo han decidido.

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