Fue un combate desigual. La sonrisa, la energía y la frescura de una Kamala Harris que se mostró pletórica por momentos, contra la rigidez, la inexpresividad y la monotonía de un Mike Pence muy a la defensiva, que se enredó en disquisiciones estériles y abusó con irritante frecuencia de su turno de palabra. La senadora californiana de 55 años desarmó al vicepresidente en ejercicio hincándole una y otra vez el colmillo en la yugular sin por ello dejar de sonreírle. Sus réplicas más contundentes (frases como “la gestión de la pandemia que ha llevado a cabo su gobierno es el peor fracaso en la historia de nuestra democracia” o “al pueblo se le respeta cuando se le dice la verdad y se le desprecia cuando se le miente y se pone en peligro su salud, como hacen ustedes”) fueron acompañadas casi siempre por sus sonrisas más radiantes.
A los expertos en comunicación no verbal les habrá entusiasmado la actuación de Harris, sólida en el fondo, brillante en la puesta en escena. Su gestualidad y la riqueza de sus expresiones faciales resultaron idóneas para proyectar su personalidad sobreponiéndose a las exigencias de un debate encorsetado. Juzguen ustedes: nueve bloques temáticos con turnos de palabra de dos minutos, sin interrupciones, seguidos de réplicas de 15 segundos. Todo, en un escenario gélido, con Pence y Harris atrincherados en sus pupitres, tras sendas barreras de plexiglás a prueba de contagios, ante un público escaso, enmascarado e impávido, con una moderadora que ejerció sus funciones con eficiencia burocrática y se hartó de dar las gracias a los candidatos cada vez que se veía obligada, por las reglas del juego, a retirarles la palabra.
Justo es reconocer que, al menos, esta vez sí hubo debate. Sí se habló de política, sí hubo esgrima dialéctica de una cierta altura y sí se respetaron las reglas elementales de la cortesía y el decoro. Todo un éxito si lo comparamos con el bochorno y el despropósito que protagonizaron hace una semana los cabezas de cartel, un incontinente Donald Trump y un adormilado y ausente Joe Biden. Como alternativa a la masculinidad jurásica del presidente y las recetas geriátricas del aspirante, Pence y Harris se han mostrado como un par de políticos de mediana de edad con empaque y rodaje, en disposición de optar a la presidencia a muy corto plazo.
John Nance Garner, número dos de la administración Roosevelt entre 1933 y 1941, dijo en cierta ocasión que el cargo de vicepresidente de los Estados Unidos tenía menos valor que “un charco de orina tibia”. Si esa es la opinión que la vicepresidencia merecía a un hombre que consiguió ejercerla durante un largo periodo, en años tan cruciales para el devenir de su país como el fin de la Gran Depresión y el arranque de la Segunda Guerra Mundial, ¿qué hubiese dicho de los debates electorales entre vicepresidentes, ese duelo entre esforzados teloneros que suelen conformarse con ejercer de correas de transmisión de sus cabezas de cartel? Se celebran desde hace 40 años y los recordamos por alguna réplica brillante, alardes de ingenio como el jocoso “Senador, no es usted Jack Kennedy” con el que Lloyd Bentsen fulminó a Dan Quayle en 1988, pero suelen tener audiencias más bien discretas y muy rara vez influyen en la intención de voto.
El de octubre de 2020 puede acabar siendo la excepción a esa regla. Sobre todo, porque ha sido el primer encuentro con sustancia de la campaña y es muy probable que sea el último. Y también porque ha servido de escaparate global para la sonrisa de esa estrella emergente que es Kamala Harris.
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