Oleksander Marchenko era de los que pensaba que Vladímir Putin no lanzaría una invasión a gran escala. Antiguo operario de una fábrica de Limán, en el este de Ucrania, Marchenko, de 63 años, lo veía como “una posibilidad entre un millón”. La noche del 23 de febrero, tomó un bocado rápido y una infusión con su esposa, Katya, y se fueron a dormir. “Estábamos inquietos”, reconoce moviendo la cabeza. Rusia había concentrado decenas de miles de soldados en torno a las fronteras ucranias, y los servicios de inteligencia extranjeros alertaban desde hacía semanas de que Moscú planeaba atacar Ucrania. Había un gran escepticismo dentro y fuera del país, pero entre quienes concebían que la posibilidad era real la incógnita era a qué escala sería el ataque.
El ambiente ya era eléctrico desde hacía semanas en Donbás, que vivía una guerra desde hacía ocho años entre el ejército ucranio y los separatistas prorrusos, tras los que se parapetaban el Kremlin y sus tropas con el objetivo de absorber Donetsk y Lugansk. Oleksander y Katya se despertaron de madrugada por una llamada de su hija. Putin había iniciado lo que llamó una “operación militar especial” para “desnazificar” Donbás y “liberar” a los Marchenko y a otras decenas de miles de habitantes rusoparlantes de Ucrania. Aquello fue en realidad un ataque a gran escala, por tierra, mar y aire, para tratar de tomar todo el país que, sin embargo, se convirtió en un enorme fiasco para Moscú, que confiaba en una operación rápida, en un paseo, y que ha sufrido unas 250.000 bajas —entre ellas, más de 100.000 muertos, según fuentes de inteligencia— y su desconexión de los mercados financieros globales.
Un año después, con el sur de Ucrania parcialmente ocupado, bombardeos constantes sobre infraestructuras civiles y energéticas por todo el país y el temor a nuevos ataques a gran escala coincidiendo con los días del aniversario, la guerra parece haberse enquistado fundamentalmente en Donbás, la región donde empezó todo, un lugar en el que el desenlace de las nuevas ofensivas rusas y ucranias sigue siendo una incógnita, y donde se libra una batalla al sangriento estilo del siglo XX en pleno siglo XXI, que podría decidir el futuro de la guerra de Rusia en Ucrania y también la perspectiva de Europa.
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“Todo va a terminar y llegará la paz. El problema es cuándo y cómo estaremos aquí entonces, qué quedará en pie”, se lamenta Marchenko en el pasillo de su casa, que se ha convertido en un almacén de leña y de garrafas de agua. Hace casi 10 grados bajo cero, la ciudad está nevada y el matrimonio, que apenas sale, se pasa el día pegado a la estufa de leña. Toda la ciudad, que estuvo unos meses bajo ocupación rusa, lleva sin agua y sin gas desde el pasado mayo. La vida se ha endurecido todavía más en Limán. La ciudad ferroviaria, en la que antes de la invasión vivían unas 20.000 almas, está sembrada de boquetes. Un edificio bombardeado aquí. Otro allá. Un enorme mordisco en el cemento se ha comido el puente que lleva a la estación de trenes. Un ataque ha destruido el centro comercial. Un misil ha entrado en la sala de conciertos.
Los ataques sobre la localidad son ahora más frecuentes con los sangrientos combates del eje de los bastiones de Kremina y Svetove, donde Ucrania empuja para recuperar territorio en una línea que le daría fuerzas para marchar hacia Lisichansk y Severodonetsk, dos grandes ciudades en Lugansk, las mayores conquistas de Rusia en la provincia, que controla casi en su totalidad. Pero la contraofensiva en un terreno árido, lleno de bosques minados y aldeas destruidas, no ha ido como se esperaba y las fuerzas de Moscú están devolviendo el golpe con fuerza.
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Los frentes de Donetsk y Lugansk, dos de los flancos clave de la nueva ofensiva rusa, según fuentes de inteligencia ucrania y occidental, apenas se mueven unos metros. La guerra en el este, a veces nevado y gélido y a veces fangoso, se ha convertido en una batalla de trincheras similar a la de la I Guerra Mundial, según los analistas. Y el coste en vidas y en material es enorme para ambos ejércitos. Moscú, que asedia Bajmut desde hace meses con ataques sin tregua y asaltos de infantería y de los mercenarios de Wagner, aspira a conquistar la ciudad fortaleza de Donetsk en marzo. Cuando el sol empiece a calentar un poco en primavera.
En la industrial Avdiivka, más hacia el sur, una localidad ya llena de cicatrices por ocho años de guerra en el Donbás y con trincheras fijas desde 2014, las fuerzas del Kremlin están tratando de ganar territorio centímetro a centímetro, explica el comandante Pavlo. Su brigada de infantería ha parado a comer en un pequeño centro de voluntarios a las puertas del Donbás donde Raya y Tatiana tienen una enorme mesa puesta y un caldero gigante de borsh, la sopa ucrania de remolacha. La situación, reconoce Pavlo, es “difícil”.
Raya y Tatiana, en el pequeño centro de voluntarios que gestionan a las puertas del Donbás.
Donbás es el objetivo principal del presidente Putin. Una forma de justificar su “operación militar especial”. Una zona (junto a Crimea, invadida en 2014) que aquellos que presionan a Ucrania para que claudique y no luche —normalmente los mismos que piden la paz a Kiev y a los aliados que le suministran armas y no se la exigen a Rusia, el país invasor— lanzan que podría ceder en una hipotética negociación. El objetivo de Kiev es recuperar su integridad territorial, sus fronteras internacionalmente reconocidas. Y eso pasa por retomar las partes ocupadas de Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Crimea. Cuatro provincias que Rusia no controla por completo, pero que se ha anexionado ilegalmente.
Las autoridades ucranias aseguran que la nueva ofensiva rusa en el este va lenta. Kirilo Budanov, jefe de la inteligencia militar Ucrania, remarca que Moscú tiene problemas de suministro de artillería y que está priorizando los ataques en las zonas de Bajmut y en dirección a Limán, donde emplea cada vez más asaltos de infantería para preservar munición. Kiev también está consumiendo una gran cantidad de proyectiles y sus aliados occidentales buscan aún las fórmulas para poder aumentar los suministros.
Liudmila, enfermera jubilada de 79 años, postrada en la cama del apartamento en el que vive con Natacha, de pie con su gato en brazos, en Limán.María Sahuquillo
En casa de Liudmila y Natacha, en una colmena de apartamentos del sur de Limán con cristales rotos, grietas de ataques y rodeada de edificios dañados, no saben nada de munición. Solo saben que los ataques siguen a buen ritmo y que no están lejos. Noche y día. Al menos 8.006 civiles (incluidos 487 niños) han muerto en los ataques en Ucrania, según ha podido verificar Naciones Unidas, que ha advertido de que la cifra real de fallecidos es, en realidad, de varios miles más. “El Gobierno nos dice que evacuemos, pero dónde voy a ir”, plantea Liudmila, enfermera jubilada de 79 años. Está postrada en la cama, tapada hasta el cuello con una colcha amarilla. Apenas puede caminar. “Me gustaría ver terminar la guerra, pero soy vieja. Desgraciadamente, ya no creo que lo vea. Durará”, se lamenta.
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