La seguridad en Europa se ha vuelto a situar en el centro de la agenda geopolítica mundial. A pesar de los continuos esfuerzos diplomáticos por destensar la situación en Ucrania, la escalada de tensión y desconfianza entre Rusia y la Alianza Atlántica no tiene precedentes desde la Guerra Fría, obligándonos a replantear el orden de seguridad paneuropeo que construimos en base a sus tres pilares fundamentales: Estados Unidos, Rusia y Europa.
Tras unos días de aparente optimismo por una posible retirada de tropas rusas de la frontera con Ucrania, la situación sigue empeorando. Con el reconocimiento de la independencia de las repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk de la región del Donbás, Putin ha vuelto a desafiar al derecho internacional. Ese reconocimiento unilateral contradice a todas luces, como fue en el caso de la anexión de Crimea en 2014, los principios básicos —suscritos también por Rusia en múltiples ocasiones— del orden de seguridad europeo y el Protocolo de Minsk.
El reconocimiento de las repúblicas secesionistas en el este de Ucrania se ha dado apenas unos días después de la Conferencia de Múnich, el foro de referencia para el intercambio y el debate sobre la seguridad internacional. La delegación rusa, que acudía todos los años, incluso pocas semanas antes de la anexión de Crimea en enero de 2014, no se presentó en esta edición. La situación en la frontera entre Rusia y Ucrania permearon las discusiones, pero también se abordó ese conflicto desde la perspectiva de la innovación tecnológica y digital y su impacto para la seguridad.
Las demandas de Putin responden a una forma convencional, predominantemente geográfica y territorial, de concebir la seguridad por parte de las élites de la política exterior rusa. Los miembros de la Alianza Atlántica también han adoptado, de alguna forma, ese campo semántico con el uso frecuente de expresiones como “esferas de influencia”, “ampliación de la OTAN”, “integridad territorial”, o “espacio de seguridad postsoviético”, entre otros.
Este vocabulario es indispensable para entender el actual conflicto entre la OTAN y Rusia, pero dados los enormes cambios geopolíticos que han suscitado la globalización y el desarrollo tecnológico en los últimos 25 años, no podemos pensar que el actual conflicto se disputará únicamente con tanques y soldados desplazándose por la cuenca del río Donetsk.
La estrategia de Putin va más allá del mundo visible. El líder ruso es consciente de que la globalización, la interdependencia y los avances tecnológicos han transformado la naturaleza del conflicto global, y ha convertido Ucrania en un patio de pruebas para grupos cibercriminales, afiliados al Kremlin, que buscan refinar su habilidad para lanzar ataques a través del ciberespacio, esperando que se traduzcan en daños para las infraestructuras físicas de la exrepública soviética.
Los recientes ciberataques al Gobierno ucraniano demuestran la vulnerabilidad de cualquier Estado en nuestra era digital. El pasado mes de enero, un grupo de cibercriminales dejó fuera de servicio durante horas a varias páginas gubernamentales, además de publicar mensajes que amenazaban a los ciudadanos ucranianos y la privacidad de sus datos personales.
En Ucrania, la dimensión cibernética del conflicto no puede ser subestimada. El daño global estimado del ciberataque a Ucrania de 2017 fue de 10.000 millones de dólares, el más destructivo de la historia. El virus llamado NotPetya infectó al 10% de todos los sistemas informáticos de la exrepública soviética antes de propagarse por todo el mundo.
La posibilidad de un Pearl Harbor cibernético, como advirtió el secretario de Defensa de EE UU Leon Panetta durante el primer mandato de Barack Obama, parece remota. Sin embargo, no podemos excluirla. En cualquier caso, los ciberataques y sus consecuencias se están volviendo peligrosamente frecuentes en nuestra vida cotidiana. Desgraciadamente, todavía no gozamos de instituciones ni infraestructuras lo suficientemente fuertes para hacer frente a estas amenazas.
En su obra The Future of Power, Joseph S. Nye Jr., profesor en la Universidad de Harvard y referente académico de las relaciones internacionales, argumenta que una de las principales tendencias de nuestro siglo es la pérdida de influencia geopolítica de los Estados. El ciberespacio es un claro ejemplo de esta tendencia. Los países del G-7 poseen unas capacidades inigualables para controlar el mar, el aire y el espacio, pero no podemos decir que gocen de un predominio comparable en el ciberespacio.
Además, la propia naturaleza del ciberespacio abarata los costes de las acciones ofensivas. Como ejemplo, comparen los ínfimos costes que supone contratar a un cibercriminal con las ingentes cantidades de dinero que son necesarias para fabricar un avión de combate F-35, cuyo precio unitario se acerca a los 80 millones de dólares, sin contar los costes de mantenimiento, munición y personal que vienen asociados a este tipo de gasto militar.
No podemos desestimar el aspecto cibernético de la seguridad, y se están dando algunos pasos de importancia en la agenda transatlántica digital, como la creación del Consejo de Comercio y Tecnología entre EE UU y la Unión Europea.
En Bruselas, la Unión Europea se ha tomado en serio la regulación del ciberespacio, que se ha planteado en base a dos pilares básicos: la competencia en el mercado interno y la privacidad del usuario. En virtud de su poder como potencia regulatoria, la normativa europea sobre protección de datos y de competencia es aceptada incluso por países terceros, a través del conocido Efecto Bruselas, que incentiva a las grandes multinacionales a integrar la normativa que sale de la capital europea para operar en el mercado europeo, mientras continúan con su actividad económica en otros países con estándares regulatorios menos estrictos.
Por otra parte, la Europa digital debe incluir un tercer pilar, que es fundamental: la seguridad. Como argumenta Wolfgang Ischinger, presidente de la Conferencia, el principio de seguridad debe implementarse por diseño y por defecto en cuanto respecta a los productos tecnológicos, pero también en la creación de políticas públicas. En la construcción de la Europa digital, la salvaguarda de la competencia del mercado interno debe ser complementaria a consideraciones tan importantes como la seguridad o el estatus geopolítico de la Unión Europea. La política digital debe salvaguardar nuestros derechos fundamentales como ciudadanos, nuestro crecimiento económico, además de protegernos contra quien quiera, y pueda, hacernos daño.
La seguridad digital no es un capricho del legislador europeo. De acuerdo con una reciente encuesta de la Conferencia de Seguridad de Múnich, la seguridad es una cuestión prioritaria para los ciudadanos europeos cuando hablamos de agenda digital, con un 38% de los europeos encuestados que se expresaron en este sentido.
El ciudadano y la empresa son, y deben ser, el punto de partida de la legislación europea en materia digital. Como nos ha recordado la comisaria europea de Competencia, Margrethe Vestager, el mundo digital debe reflejar los derechos que hemos conquistado en el mundo físico. Tanto la Ley de Mercados Digitales como la Ley de Servicios Digitales tienen como objetivo garantizar que nuestro entorno digital se rige por los principios de competencia del mercado interno europeo, así como el de garantizar la privacidad de los usuarios y sus datos personales.
Para la construcción de la Europa digital, el diálogo entre las instituciones públicas, la sociedad civil y el sector privado será de vital importancia. Mas allá del diálogo, una Europa digital necesitará de voluntad política, que es, en última instancia, el verdadero motor de la integración europea.
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