El pequeño Amer ha conocido en sus 11 meses de vida cuatro pisos diferentes, pero juega en el suelo ajeno al doloroso relato de sus padres. Para el matrimonio de origen marroquí formado por Fátima Maknassi, de 31 años, y Rachid El Yagoubi, de 51 años, el último año ha sido un periplo: Fátima rompió aguas el mismo día en que iban a ser desahuciados en Madrid. La comisión judicial les dio tres semanas más. Después pasaron por dos pisos de acogida hasta llegar a su casa actual. Demasiado por asimilar. Ella dice que aún llora al recordarlo. “Tenía esperanza en la jueza. Fátima estaba embarazada y el día del desahucio no sé qué pasó”, completa él. Les escucha su compatriota Noura Zouita, de 43 años, quien comprende muchas cosas. La vergüenza que impide a sus hijos llevar amigos a casa. El rechazo de las inmobiliarias. O la frustración de esperar un alquiler social que nunca llega. Pero todavía no conoce el desgarro del desalojo. El juez paralizó el suyo basándose en las medidas especiales por la pandemia.
Más de 41.000 familias fueron expulsadas el año pasado de sus casas en España, según los últimos datos del Consejo General del Poder Judicial. Siete de cada 10 (cerca de 29.000, en número absolutos) eran hogares que vivían de alquiler. Los casos se dispararon con respecto a 2020, lo que se esperaba porque la paralización de la actividad en el primer año de pandemia también tuvo un reflejo en los juzgados. Pero son una quinta parte menos que en 2019, para lo que solo hay una explicación lógica: las normas antidesahucios del denominado “escudo social”.
Sin embargo, este no ha sido tan protector como algunos deseaban. “Las medidas que se han llevado a cabo en la pandemia dejan mucho margen de interpretación a los jueces, con lo cual no siempre son efectivas”, señala una portavoz de los sindicatos de inquilinos, uno de los colectivos más críticos con la normativa. Natalia Palomar, abogada de la asociación Provivienda, coincide en que hay “indefinición” en los textos legales y “una ambigüedad que, si no se delimita bien, permite amplias posibilidades de aplicación”. En definitiva, los propios abogados no saben a qué acogerse para intentar parar un desahucio. “Ahora mismo hay varias posibilidades y lo metemos todo a mogollón”, describe gráficamente Palomar, “en el escrito pedimos la suspensión con una causa principal, y la aplicación del resto subsidiariamente”.
A principios de marzo de 2020, apenas dos semanas antes de que se declarara el primer estado de alarma, el Gobierno reformó la Ley de Enjuiciamiento Civil para cambiar los procedimientos de desahucio que siguen esta vía (la mayoritaria, frente a la penal). Se introducía la suspensión automática del proceso, entre uno y tres meses en función del tipo de propietario, si un informe de los servicios sociales señalaba que la familia afectada era vulnerable. A finales de ese mismo mes, ya con la primera ola de la pandemia azotando España, otro decreto introducía más cambios: el plazo de suspensión se ampliaba (y se ha ido prorrogando sucesivamente hasta el próximo 30 septiembre) para hogares vulnerables por la covid, lo que exigía ciertos requisitos. A finales de 2020, eso se juzgó insuficiente y se amplió a situaciones de vulnerabilidad previas a la pandemia, aunque no quedaba claro cómo se acreditaba. Y finalmente, ya en enero de 2021, se añadía un supuesto parecido para casos penales, aunque solo en hogares con dependientes, menores o víctimas de violencia de género.
El Yagoubi saca las pertenencias del piso del que fue desahuciada su familia, el pasado 21 de mayo en Madrid. Luis de Vega
Ninguna de todas las posibilidades sirvió para Fátima y Rachid. La orden de lanzamiento señalaba que él, guarda nocturno, ganaba unos 1.400 euros y su situación no había empeorado por el coronavirus. Su abogado destaca que el auto no consideraba que Rachid había estado en paro algunos meses en la pandemia, el avanzado estado de gestación de Fátima, ni varios informes de servicios y trabajadores sociales. Fátima se siente incomprendida: “Tienes que vivir esta situación para entender lo que estamos sufriendo”. Ahora viven en un piso de dos habitaciones con Amer y sus otros tres hijos, todos nacidos en España. Cuesta 600 euros al mes (200 euros más que el piso del que fueron expulsados) que deben salir de los 900 euros que cobra Rachid, otra vez desempleado. Así que por quinta vez en un año, buscan casa.
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También Noura, única cabeza de familia de un hogar con cuatro hijos (dos de ellos, ya mayores de edad), sabe que tiene que buscar otra vivienda. En la actual, ríe por no llorar, ha perdido el miedo a las ratas. “Hay días que salimos de la Cruz Roja y el pequeño me dice que por qué no nos vamos a un hotel”, relata. Ingresa unos 530 euros al mes y hace tiempo que dejó de pagar a la empresa propietaria. Su esperanza es acceder a un piso social de la Empresa Municipal de Vivienda y Suelo de Madrid (lo que Rachid define como “una lotería”) antes de verse en la calle. De momento tiene hasta el 30 de septiembre, cuando expira la moratoria actual aprobada por el Gobierno, porque el juez acordó suspender su desahucio tras la presentación de un informe de los servicios sociales.
Independencia judicial
Natalia Palomar, abogada de Provivienda, ve necesario hacer “una revisión más cuidadosa de la normativa [antidesahucios]” para que, por ejemplo, los informes de vulnerabilidad tengan el mismo peso en todos los casos. Aner Uriarte, decano de los jueces de Bilbao, admite que entre sus colegas hay discusiones sobre qué documentación es exigible o cuándo puede presentarse la misma. Pero niega la mayor: “La disparidad de criterios no es algo malo en sí, es consustancial a la independencia judicial”, afirma. Y Roberto García Cenicero, juez de primera instancia en Barcelona, considera que “más que diferentes criterios, a veces lo que ocurre es que hay diferentes situaciones”.
En la Justicia, coinciden ambos magistrados, hay que ir siempre al caso concreto. “Puede haber gente que diga que no se están cubriendo todos los supuestos vulnerables porque es verdad”, admite García Cenicero, “pero también puede haber quejas de pequeños propietarios que tienen que soportar la moratoria, una medida que les perjudica porque se está prolongando mucho”. Porque el problema de fondo, en eso coinciden todos, no se está arreglando ni con los tres meses de suspensión del desahucio que contemplaba la ley antes de la pandemia ni con la prórroga que desde marzo de 2020 ha ido alargando el Gobierno. “Si no hay alternativas habitacionales, la situación tiene difícil solución”, resume García Cenicero.
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