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‘Dune’: con vocación de gran espectáculo, pero con resultado hueco

Observo en la portada del suplemento dominical de este periódico, un titular con aroma lírico. Dice así: “La emoción de volver a las salas de cine”. No he prescindido de ese acto presuntamente emocionante después de los tres meses de confinamiento. Y puedo jurar que excepto en casos mínimos no me ha asaltado ese sentimiento que inunda el alma. La calidad narrativa o poética, el suspense o el miedo, la identificación emocional, las sensaciones que te regala ser testigo de historias, personajes, situaciones y diálogos dotados de arte, sería un motivo excelso para practicar el ritual de volver al cine, pero si lo que veo y escucho me desinteresa, aburre o irrita me da igual sufrirlo en una gran pantalla y acompañado o en una pequeña y solo.

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Comprendo el atractivo que reunirá para mucha gente que después de año y medio desértico se estrene comercialmente una película como Dune, que pretende representar al gran espectáculo. Hollywood sabe desde hace mucho tiempo que dispone de una clientela tan numerosa como fiel que responde a sus fórmulas invariables. Ocurrió con la saga galáctica (me gustaron las primeras, el resto me parece tan mecánico como previsible) y el cine de Marvel, habitado exclusivamente por superhéroes y supervillanos, un género lleno de ruido, abarrotado de imágenes rápidas y clónicas, música incesante, vacío. Hablo como siempre de mis gustos. El permanente éxito de taquilla de ese tipo de películas confirma que la clientela es masiva. Sus razones tendrá. Pero el gran cine de aventuras que me ha hecho feliz desde niño creo recordar o compruebo en gozosas revisiones que era de otra forma. Bueno, para gustos están los colores, que sentencia la sabiduría popular.

Me acerco al pase de prensa de Dune a los cines Kinépolis de Madrid, que garantizan una visión y un sonido apabullantes. Está dirigida por Denis Villeneuve, alguien con vocación de autor que ha realizado películas que me inquietaron o fascinaron. Como Incendios, Prisioneros, Sicario y La llegada. Junto a otras que me parecieron tediosas, irrelevantes, pretenciosas, incluida la innecesaria continuación de la justificadamente legendaria Blade Runner. Aquí vuelve a adaptar al cine la saga literaria que se inventó el novelista Frank Herbert. No la he leído. Los aficionados a la ciencia ficción la veneran. Tendrán sus motivos. Es un género literario que no he frecuentado, aunque me apasione la obra de Ray Bradbury. Tal vez este hiciera ciencia ficción, pero ante todo siempre le he considerado un poeta terrenal. Y ya sé que sus crónicas fueron marcianas. La primera adaptación al cine de Dune llevaba la firma del santificado David Lynch. Me pareció un horror, un caos sin la menor gracia.

Me atornillo en la butaca con la esperanza de estar entretenido o maravillado durante el muy largo metraje de Dune. Pero desde el principio me pierdo un poco con su argumento. Lo sitúa en una galaxia desértica, en la que lo más codiciado es la explotación de una especia llamada melange. El emperador debe negociar entre el poder que otorga a los épicos y civilizados miembros de la familia Atreides y la respuesta que darán los villanos, oscuros y sanguinarios miembros de la familia Harkonnen. Todo ello rodeado por un halo de esoterismo, incesantes batallas galácticas y el protagonismo elegíaco de un Atreides joven y destinado a convertirse en el símbolo del bien. O sea, el rollo de siempre, el enfrentamiento entre la luz y la oscuridad.

Las imágenes son espectaculares y sombrías, la música no descansa jamás, el tono de la historia pretende ser epopéyico y filosófico. Nada de esto evita mi indiferencia hacia los personajes ni lo que pretende contarme el director tan estilista. Ninguna emoción, por supuesto, pero sí un notable tedio. Y deseo que le vaya bien a Dune, si esto sirve para el retorno del gran público, imagino que mayoritariamente juvenil. Pero a mí no me provoca ninguna de las sensaciones que me hacen seguir amando el cine. ¿Qué cine? El que me gusta, el que considero bueno. A estas alturas, abandonar el dogmatismo me parece una indeseable quimera.


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