A Carola Riera la vida la puso en una situación “bien crítica”, como dice ella. Esta mujer de 49 años, que cría sola a una niña de 10, enfermó y estuvo hospitalizada, perdió su trabajo, se enfrentó a una despensa vacía. “Durante meses, mi temor era que mi hija abriera la nevera y viera que no había nada”, cuenta. Sus esfuerzos se centraron en la cría. “Una no importa. Me quitaba para darle a ella. Me preguntaba: ‘Mamá, ¿tú no comes pollo?’ y yo le decía que no se preocupara, que ya había comido”. Pero Carola se apañaba con arroz, con huevo, “con otras cosas”. Los problemas económicos la ahogaban, pidió ayuda, recortó de todo lo que pudo recortar. Incluida la alimentación.
En España hay dos millones y medio de personas que no pueden permitirse “una comida de carne, pollo o pescado al menos cada dos días”. Son el 5,4% de la población, según la encuesta de condiciones de vida del INE, realizada en 2020. Es el porcentaje más elevado desde que comenzó a publicarse el sondeo, en 2004, y supone que el año de la pandemia más de 700.000 personas pasaron a engrosar la lista de quienes no pueden afrontar los gastos que supone tener una dieta básica. Un aumento de más del 40% y una señal de alarma para los expertos, porque está relacionada con una pobreza muy severa.
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Carola llegó a Valencia de Ecuador hace dos décadas. Allí nació su hija. Trabajaba en un restaurante como ayudante de cocina, tenía un contrato de seis meses. En marzo, cuando el país se cerró, la mandaron al ERTE. “En febrero había enfermado, tuve una bronquitis que no terminaba de curarse, fue a peor, empezaron los ahogos… En abril me ingresaron, los médicos me dijeron que en algún momento pasé la covid. Estuve hospitalizada casi un mes, me puse muy grave, a mi hija la cuidaron dos amigas”. Volvió a casa y en agosto, cuando expiraba su contrato, no se lo renovaron. “Pasé meses ingresando solo 200 euros y el alquiler eran 400. Teníamos que comer, que subsistir, así que me tocó buscarme la vida, toqué puertas, limpiaba un piso, una casa, lo que fuera, por cinco euros la hora, a una la explotan, pero no queda más”.
En aquellos días no podía encender la calefacción, ni usar el microondas, lo tenía todo a oscuras, dice, para que no se disparara el recibo. El año pasado el 11% de la población no podía mantener la vivienda a una temperatura adecuada, el mayor porcentaje desde 2014. Y el 12,2% se retrasó en algún momento en un pago relacionado con la vivienda, como la hipoteca, el alquiler o recibos, la mayor cifra desde 2004. Carola se deshace en palabras de agradecimiento a una señora de la parroquia y a Cáritas, que la ayudaron a pagar el alquiler y las facturas, y a Save the Children: “No solo le daban comida a mi hija, también había veces que me daban a mí, como a una alumna más”. Ahora ingresa 800 euros porque desde mayo tiene un empleo parcial. “Estamos mejor, pero vamos ajustadas”, dice. Sigue en la cuerda floja: si las cosas van mal, tiene todas las papeletas para ser la primera en salir, dado que fue la última en ser contratada.
Pese a la recuperación económica tras la crisis anterior, esta fue asimétrica, ni mucho menos se habían alcanzado los niveles previos a 2008. Mucha gente vivía ya al límite y la pandemia fue la puntilla. “La alimentación es de las últimas cosas en las que una familia empieza a retraer el gasto, quien esté en este punto quiere decir que se ha quedado prácticamente sin ingresos, sin colchón”, indica Carlos Susías, presidente de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN-ES). Para Luis Ayala, catedrático de Economía en la UNED, las cifras del INE recuerdan “de manera dramática” a lo peor de la anterior crisis. “Las familias han experimentado un shock en sus hogares más grande de lo que imaginábamos, han tenido que ajustarse y reducir su bienestar drásticamente. Igual que han recortado en alimentación básica, seguro que lo han hecho en otras actividades vitales, como bienes necesarios para los niños”, apunta.
742.000 menores
Save the Children calcula que el año pasado había 742.000 menores en situación de privación material, un valor que se mide cuando los encuestados no pueden permitirse cuatro de nueve indicadores, entre los que están el “no poder comer carne, pollo o pescado al menos cada dos días” o mantener la casa a una temperatura adecuada. “Hablamos de situaciones de extrema necesidad, los datos del INE sirven para reflejar la avanzadilla de lo que está provocando la pandemia”, indica Alexander Elu, especialista en pobreza de esta entidad. Y eso pese a que en esta crisis, explica, “se ha desplegado un escudo social, a diferencia de en la anterior”. Pero pide que aumente y mejore la protección e inversión en familia e infancia. José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, también reclama mejoras: “La gestión del ingreso mínimo vital es un fracaso palmario por los requisitos y la burocracia, llega a unos 300.000 hogares cuando estaba previsto que alcanzara a 850.000 en un año”.
Acción contra el Hambre empezó a actuar por primera vez en España de forma directa en el ámbito de la seguridad alimentaria el año pasado, hasta ahora se habían centrado en programas de inclusión sociolaboral. “En España no hay una buena fotografía sobre la inseguridad alimentaria porque no existe ninguna estadística a nivel nacional, además de este indicador del INE, que defina quién puede tener acceso a una alimentación saludable sostenida en el tiempo”, señala Luis González, el director de Acción Social de esta ONG. “Pero no hay duda de que durante la pandemia aumentó, y la alimentación son los cimientos: un niño mal alimentado en un país con renta alta como el nuestro es un niño con sobrepeso y obesidad, que tiene más probabilidades de ser un adulto con sobrepeso y obesidad”, añade González.
José Amores y Aurora Gutiérrez, una pareja sevillana y de 43 y 29 años, respectivamente, forman una de las familias que han recibido una tarjeta monedero de esta ONG. Ambos están desempleados y tienen tres niños, de nueve, cinco y de un año. El mediano tiene autismo y una discapacidad del 48%, necesita cuidados y los gastos se elevan, por ejemplo, con los pañales. El más pequeño nació en lo más duro de la pandemia. Este último año han vivido con los 450 euros del subsidio por desempleo. “Se nos acaba ya, nos quedamos sin ningún ingreso”, dice el padre. Ellos han tratado de que los niños permanezcan ajenos a los problemas económicos. Durante el confinamiento, la mayor no tenía ordenador para hacer los deberes, ni había conexión a internet en casa. “Ella se da cuenta, me dice que sus amigos se van de vacaciones, que si nosotros podemos ir a la piscina. Yo le digo que a lo mejor el mes que viene, le voy dando largas”, afirma la madre. Y así van tirando, haciendo malabares con la cuenta corriente. Quitando de un lado y poniendo de otro.
“Yo prefiero quitarme a mí y darle a mis hijos, comer un poco menos y que ellos tengan su yogur al día”, prosigue José. “Comprar carne roja o pescado es más difícil, porque es más caro. Pero cogemos pollo o lomo”, abunda Aurora. Dicen, agradecidos, que residen en una vivienda de protección social, que les han dado ayudas en el Ayuntamiento de La Rinconada, en Cruz Roja, en Cáritas… Gracias a eso, los Reyes Magos pudieron pasar por su casa el año pasado. “No te das cuenta de su labor hasta que te toca a ti”, sigue José. Por las noches, cuando los niños duermen, es fácil que avance la madrugada mientras ellos le dan vueltas a la cabeza pensando qué harán al día siguiente, cómo saldrán de esta. Esperando una llamada de teléfono que les anuncie que han conseguido trabajo. José es jardinero, pero trabaja “en lo que sea”, insiste. “Ojalá mañana mismo”.
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