Retrato del filósofo alemán Edmund Husserl, en 1932.Keystone-France (Gamma-Keystone via Getty Images)
La conciencia es un invitado tardío, inesperado y algo incómodo, en la fiesta de la evolución. Esa es la visión oficial de la ciencia moderna. La sucesión de los hechos sigue a grandes rasgos esta secuencia. En primer lugar, como acontecimiento originario, una gran explosión. Sobre esto es mejor no hacer preguntas, es una singularidad donde no se cumplen las leyes de la física. Tampoco sabemos qué detonó el Big bang. El universo es en sus primeros minutos radiación y conforme se expande se enfría, lo que permite la aparición del primer elemento, el hidrógeno. Se forman grumos en la sopa cósmica y de esas condensaciones locales surgen las estrellas. En los hornos estelares se transforma el hidrógeno en helio y, posteriormente, en elementos más pesados como el carbono, base de la vida orgánica. Cuando las estrellas acaban su ciclo vital, estallan y arrojan su material al espacio interestelar. El carbono se deposita en los planetas y, si se dan las condiciones, se origina la vida tal y como la conocemos. Darwin toma el relevo de la narración. Las especies evolucionan y compiten. La selección natural y ciertas mutaciones genéticas y fortuitas hacen el resto. La evolución culmina en el cerebro humano, lo más complejo que conocemos. De él emana, como un humo prescindible, la conciencia. Y se afirma, ufanamente, que la conciencia es un epifenómeno del cerebro, un fenómeno accesorio que acompaña al cerebro y que no tiene influencia sobre él. La conciencia como “propiedad” de la materia y como personaje prescindible en toda esta narración.
La fenomenología sostiene que no hay cosas sino fenómenos. Fenómenos que se aparecen a la conciencia
Edmund Husserl, matemático moravo nacido en 1838, revoluciona esta visión. La conciencia no es lo último, sino lo primero. La narración anterior es el mundo al revés. Por eso hablará de la conversión a la fenomenología como una conversión religiosa, que exige un cambio integral de perspectiva. Un cambio radical que va contra la forma natural y científica de ver las cosas. La fenomenología sostiene que no hay cosas sino fenómenos. Fenómenos que se aparecen a la conciencia. Podemos decir que vemos o escuchamos “cosas”, pero no sabemos con certeza si están ahí fuera. Se trata más que de fenómenos visuales o auditivos. Con los visuales no vemos por entero la supuesta cosa (si veo a una amigo no veo su espalda o su corazón), con los auditivos tampoco la percibimos (al escuchar una frase o una canción no entiendo su significado o su magia hasta que concluye, debo acompañarla en el tiempo). Es decir, que resulta más apropiado hablar de fenómenos que se me aparecen que de cosas, personas u objetos. Es más científico, más riguroso. Husserl insistirá repetidamente en ello, en el rigor de la fenomenología (mientras la ciencia natural es “descuidada”). La llamada reducción fenomenológica consiste precisamente en eso. En “poner entre paréntesis” la cuestión de la existencia de las cosas. Husserl la llama epojé, un viejo término de la filosofía, utilizado por los escépticos para referirse a la “suspensión del juicio”. La fenomenología no se ocupa de objetos, sino de los objetos-fenómeno, es decir, de los objetos reducidos al ámbito de la conciencia. De ahí que Husserl afirme (a diferencia de los filósofos hindúes), que la conciencia es siempre conciencia de algo, es conciencia intencional. Una caracterización heredada de Franz Brentano (un exsacerdote carismático convertido a filósofo). El joven Husserl asiste a sus clases en Viena. Se hacen amigos, pasan las vacaciones con la familia de Brentano y esa relación marca la transformación del matemático en filósofo. Cuando hablamos de fenomenología se asocia este movimiento a Husserl, su fundador, aunque la fenomenología es tan antigua como la filosofía (Vasubandhu sería un ejemplo en el budismo mahayana). Desde entonces ha habido fenomenólogos muy variados. De corte existencialista, como Heidegger y Sartre, de corte moral, como Max Scheler, y fenomenólogos de la carne y la percepción como Merleau-Ponty.
La suspensión del juicio
La epojé trascendental significa que no se atiende a los mecanismos que hacen posible y efectiva la percepción. No interesa cómo hemos llegado a ver, oír o pensar. Interesa el ahora, interesa qué hacemos con los contenidos de la conciencia. El “Yo puro” de la conciencia pone en suspenso toda la narrativa anterior. Es capaz de volverse sobre sus propios estados de conciencia y, cuando lo hace, obtiene una evidencia absoluta, incuestionable. Ese es el giro que da Husserl en 1913, con la publicación de Ideas, precisamente el mismo año que Niels Bohr presenta su modelo del átomo cuántico en Birmingham. Husserl desarrolla en esta obra conceptos clave como el de vivencia e intencionalidad, y apunta algunos que desarrollará más tarde como horizonte e intersubjetividad. La vivencia es la unidad entre un acto intencional de cualquier tipo (percepción, imaginación, recuerdo, deseo, etc.) y el objeto alcanzado en esa vivencia, el objeto intencional (lo percibido, lo imaginado, etc.). La intencionalidad subraya que nuestras vivencias siempre están referidas a algo (la ansiedad sería el contraejemplo). Como para el budismo, la vida de la conciencia es esencialmente intencional, todas las vivencias se correlacionan con algún tipo de objeto, que Husserl llama objetos intencionales.
Años después, tras la pérdida de su hijo en la Primera guerra mundial, encomienda a su joven discípulo Heidegger, la elaboración del concepto de tiempo subjetivo, que es la base del tiempo objetivo si obramos la reducción fenomenológica. Una investigación que dará lugar a Ser y tiempo, una de las obras más influyentes del siglo XX, que abrirá la vía del existencialismo y a la hermenéutica, aliviando la carga que la filosofía analítica viene imponiendo sobre el pensamiento europeo. La primera obra de Husserl fue un tratado sobre los números y luego siguieron otras consagradas a la lógica. Como Whitehead, Husserl es un matemático metido a filósofo. Hace el camino inverso a su siglo, plagado de filósofos metidos a matemáticos, “analíticos”, empeñados en hacer de la filosofía una ciencia alejada de lo literario. Son, en cierto sentido, los mejores, pueden mirar a la cara a la física matemática sin sentirse intimidados, ni necesariamente congraciarse de sus éxitos.
Husserl sabe intuitivamente que la exactitud depende de nuestros intereses, que la escala de observación crea el fenómeno, que la naturaleza habla el lenguaje de la teoría que ha construido el instrumento de observación. Lo que llamamos causas, cuando se trata de personas, se transforman en “motivos”. Motivos para la inspiración o el desánimo. La frase que inicia este párrafo es de Wittgenstein, la segunda de Whitehead, la tercera de Bohr. Todas ellas sintetizan la postura de Husserl. La vida humana, lo quiera o no, es intencional. Y, además, interdependiente, circunstancial (como diría Ortega). El sexo, la cultura o el pasado la condicionan, pero todos esos factores son también los que permiten actuar y proyectarse hacia el porvenir. No se encuentra a merced de todos esos condicionamientos, sino que ellos son su embarcación. La libertad extrae su fuerza de esa encrucijada de influencias, como el viento que porta la vela. Libertad y circunstancia, lejos de oponerse, se complementan. Una posibilidad sólo posible para quien no vive en un universo mecanicista y laplaciano, para quien reemplaza el corsé determinista por la experiencia del horizonte.
La realidad externa
La cuestión de la realidad externa ha sido un problema clásico de la filosofía. Se coló de forma inesperada en la física, cuando esta ciencia había progresado lo inimaginable, y fue el centro del debate Einstein-Bohr sobre la naturaleza de la realidad. Husserl deja al margen la cuestión de si los objetos están ahí antes de ser observados o de si existen por sí mismos. Opta por no pronunciarse y prefiere dejar el asunto en suspenso. Lo que le interesa al fenomenólogo no es el objeto en sí mismo, real y externo, sino el “objeto-fenómeno” tal y como se presenta a la conciencia. Esos objetos-fenómenos, o simplemente fenómenos, tienen una existencia correlativa a nosotros. Hay una interdependencia entre el sujeto y el fenómeno. Un rasgo del objeto-fenómeno visible es su ubicación en el espacio, del audible su duración en el tiempo. La certeza de la existencia de un objeto real externo, una certeza muy natural y científica, depende precisamente del objeto-fenómeno, y no a la inversa. El objeto-fenómeno o “fenómeno puro” tiene una evidencia directa, no requiere supuestos, y es aquel que se aparece a la conciencia. La actitud natural consiste en asumir la existencia de objetos externos, existentes al margen de la conciencia, de que los percibamos o no, pero si nos desentendemos de esa supuesta existencia externa de las cosas, si dejamos de preocuparnos por ella y nos centramos únicamente en los objetos-fenómeno, en aquello que se aparece a la conciencia, entonces hemos obrado la “reducción fenomenológica”. No se niega la realidad externa, sino que suspende el juicio sobre ella (se pone entre paréntesis). ¿Qué permite la epojé fenomenológica? Descubrir un “Yo puro” o trascendental, que es distinto del “Yo humano”. El Yo humano forma parte del mundo, tiene un cuerpo y vive entre otros cuerpos e incide sobre ellos. El Yo puro, sin embargo, no es ningún objeto del mundo, sino el “testigo” a quien se aparece cualquier objeto. El Yo puro es quien ve, piensa, imagina o recuerda, es el campo o ámbito en el que los fenómenos se manifiestan. El Yo puro es lo que Husserl llama el Ego trascendental, porque está más allá de cualquier objeto concreto y, al mismo tiempo, los incluye a todos en cuanto fenómenos suyos. El Yo puro no es una cosa, es una realidad que consiste en darse cuenta, es la atención en el sentido más puro, equivalente, en cierto sentido, al concepto budista de atención y a la idea samkhya de la conciencia. A esa peculiar forma de ser que es el Yo puro que consiste en atender o darse cuenta, en proyectarse, Husserl la llama, siguiendo a Brentano, intencionalidad. La intencionalidad es lo que define al Yo puro.
Se puede decir que el Yo puro es la mente, siempre y cuando entendamos que la mente no está en el cerebro, sino que es el cerebro el que está en la mente. Lo que llamamos cerebro es un objeto-fenómeno contenido en el Yo puro. Ver la mente como dentro del cerebro sería la actitud natural o científica (en el sentido de la ciencia objetiva), que afirma que la mente es una actividad del cerebro y el Yo puro o conciencia una propiedad de la materia, como sucede en el relato narrado al comienzo del artículo. Mientras que para el fenomenólogo es el cerebro el que está dentro de la mente. La explicación que ofrece Husserl es sencilla. Si nos preguntamos cómo hemos llegado a averiguar que existe el cerebro y como hemos conocido su funcionamiento, enseguida observamos que es gracias a la mente. Hemos necesitado de la mente para descubrir el cerebro. Por eso desde la perspectiva fenomenológica no sólo lo primero es la mente y luego el cerebro, sino que el cerebro forma parte de la mente. De hecho, para el fenomenólogo, el cerebro es un objeto-fenómeno que se aparece de muy diversas maneras al neurocientífico. La consecuencia de todo ello es que el Yo puro no es una propiedad del ser humano, sino el origen y raíz de todo fenómeno, incluido el propio cuerpo. El Yo puro es además el ámbito donde las cosas se dan originariamente. ¿Caemos de nuevo en el idealismo subjetivista? En absoluto. Ya se dijo que el paso de la actitud natural a la actitud fenomenológica no implica negar la existencia de las cosas. Se trata de un cambio de perspectiva, que exige reconocer que para que algo sea real debe ser antes fenómeno (en el ámbito del Yo puro). Cualquier cosa que creamos puede ser cierta o falsa, pero lo que resulta indudable, lo que no puede no ser, es el Yo puro. Es ahí donde comienza todo, no en el Big bang, que es un suceso-fenómeno de Yo puro (en este caso, de la intersubjetividad de Yoes de una comunidad científica). Es más, decir que todo objeto real ha de ser previamente fenómeno no quiere decir que las cosas sean una creación de la mente, sino simplemente que existen originariamente en el Yo puro. Si abro los ojos no elijo lo que veo. La fenomenología es pues un cambio de perspectiva, de la visión natural a la reducción fenomenológica, cabe entonces preguntarse por su relevancia filosófica.
Desde los inicios del periodo moderno se ha absolutizado la actitud natural, pero esa actitud no es ni correcta ni falsa, es la actitud de nuestra vida cotidiana, del sentido común, de la que parte la ciencia moderna. Lo problemático para Husserl resulta de convertir esa actitud, predominante desde el positivismo, en la única posible. El positivismo ha hecho creer que toda idea, creencia o teoría, que no sea resultado de la aplicación del método científico, es falsa. Para el positivismo, entonces, la religión, la metafísica o el arte carecen de sentido. Husserl considera que esta actitud es una amenaza para la civilización europea (de ahí la Krisis de las ciencias) y proyecta una imagen distorsionada (invertida) del conocimiento. El positivismo da por supuesta la validez del método científico, pero si preguntamos por la validez de la ciencia misma, no podemos utilizar para ello el método científico pues caeríamos en un razonamiento circular. Hace falta otra perspectiva. Tanto la interpretación de Copenhague de la física cuántica como la fenomenología trascendental del Yo puro son intentos de romper ese círculo vicioso. Hay además otro factor, decisivo en medio de la tormenta biopolítica que vivimos: los valores y las emociones se escapan al método científico, así como el espíritu y las ambiciones de quienes lo practican.
Intersubjetividad
El subjetivismo es falso. La realidad no puede ser lo que a mí me parece que es. Y aboca a la soledad, que en filosofía llama solipsismo. El objetivismo también es falso. La realidad sin sujeto es una realidad cercenada, tan ilusoria como la primera. Un modo de resolver el dilema es mediante la vía media de lo intersubjetivo. Es la apuesta de Husserl que, claro está, no es nueva, aunque tendrá, como en todo gran filósofo, un enfoque característico. La intersubjetividad hace posible un conocimiento válido para todos los sujetos que la sostienen, al tiempo que nos libera de la cárcel del solipsismo y hace posible reconocer a otros sujetos como reales. Aceptada la intersubjetividad, la pregunta clave, en nuestra época, es qué sujetos hemos de incluir en ella. ¿Los humanos? ¿Las máquinas? ¿Los ciborgs? ¿Especies desconocidas de ángeles? ¿La inteligencia animal y vegetal? ¿El plancton y las bacterias?
La idea de la intersubjetividad es la idea de que somos almas germinales unos para otros. Esa intersubjetividad suscita la vocación de cada cual
La idea de la intersubjetividad es la idea de que somos almas germinales unos para otros. Esa intersubjetividad suscita la vocación de cada cual. Tributarios de otro, comerciantes por naturaleza, el intercambio que es y supone la vida es interminable, desde el alimento a la respiración, pasando por los afectos, las palabras o las miradas. Estamos en la vida rodeados de personas y horizontes, crecemos enraizados en un territorio, en un huerto particular de valores. Los budistas llaman a esa interdependencia con un término técnico: “originación dependiente”, que dará pie al concepto de vacuidad. Puesto que las cosas dependen una de otras, son vacías, carecen de una naturaleza propia. Nos originamos al unísono, como un pizzicato atacado por los violines de una orquesta. La realidad es factorial y todos somos, en cierto sentido, una tormenta perfecta. Si tratamos de clasificar o enumerar esos tributarios nunca acabaríamos. Esa interdependencia no sólo se manifiesta en la solidaridad esencial de la vida, también en la guerra, el estornudo, la indiferencia o el asco. El mundo está hecho de encuentros e interacciones, algunos trágicos, otros dichosos. Las cosas son sociedades, la soledad es imposible. Incluso al eremita en su cueva le asalta el susurro del lenguaje, los sueños, los recuerdos, que son asuntos colectivos.
Los manuscritos sobre la intersubjetividad se publican por primera vez en 1973. Aunque el problema es antiguo. La primera ayudante de Husserl, Edith Stein, en los últimos años de Gotinga, dedicó su tesis doctoral al asunto, concretamente a la cuestión de la empatía. Para algunos críticos, en los que tiendo a incluirme, la fenomenología no ha logrado superar el problema del solipsismo, para otros, la intersubjetividad salva ese obstáculo. De hecho, todo el proyecto husserliano parece depender de esta cuestión. Si la fenomenología surge como una reacción contra los intentos (positivistas y psicologistas) de naturalizar la conciencia, que es evidencia originaria, mediante la epojé, que es la herramienta para descubrir la vida trascendental del Yo puro, entonces habrá que ver como la intersubjetividad puede evitar su aislamiento.
Husserl tuvo un breve contacto con la antropología, concretamente con Lévy-Bruhl, al que leyó con admiración. Pero nunca llegó a imbuirse del espíritu de la antropología. Toda gran civilización es etnocéntrica. No sólo la europea. Pero no todas las grandes civilizaciones han tenido un proyecto colonial y expansivo. Eso es lo que diferencia a los europeos de los chinos, los mayas o los indios. La falta de sensibilidad de Husserl para la antropología tiene también que ver con algunas de sus obsesiones en torno al racionalismo, la analítica sistemática y el rigor científico. Para él, la crisis de las ciencias europeas tenía su origen en un racionalismo desorientado, pero si observamos su reacción a la etnografía, lo encontramos aferrado al apriorismo esencialista. El primer Husserl se esforzó en distanciar el psicologismo de la fenomenología. La primera es una ciencia que considera hechos que se inscriben en el espacio y el tiempo, junto con los sujetos que participan en ellos. La fenomenología trascendental, por otro lado, es una ciencia de esencias y no de hechos. Una ciencia posible gracias a la “reducción eidética”, cuya tarea es purificar los fenómenos psicológicos de sus cualidades empíricas y llevarlos al plano de la generalidad esencial. El fenomenólogo pretende transformar los fenómenos mentales en esencias, aunque nunca queda muy claro cómo funciona esta alquimia. Una de las características más importantes del proyecto fenomenológico es el reconocimiento de la intencionalidad de la conciencia, un movimiento de trascendencia hacia el objeto por el cual el objeto mismo se presenta a la conciencia “en carne y hueso”. Ese objeto puede ser una cosa, una categoría o un objeto ideal. Y la percepción inmanente del mismo es el privilegio del fenomenólogo, que afirma que hay una suerte de percepción de la blancura universal mediante la “intuición eidética”. Gracias a ella se adquiere el conocimiento de las esencias, que pueden presentarse en un solo acto mental de intuición. Desafortunadamente, Husserl es muy poco descriptivo a la hora de concretar los mecanismos de esa reducción.
Lo real es el medio donde existen otros sujetos. Toda esa vida que nos rodea y que damos por sentada es el Lebenswelt o mundo circundante vital. Un mundo rico en fenómenos que podemos intuir en nuestro día a día y que es, sobre todo, horizonte. Una cierta “comunidad” en la que lo que es cognoscible para mi debe serlo para cada miembro de ella. La intersubjetividad se relaciona con el concepto de endopatía (empatía) o proyección afectiva. Una participación emocional de un sujeto en una realidad ajena al mismo, ya sean obras de arte, objetos, ideas, fenómenos naturales o personas. La aprehensión endopática, por parte del sujeto, de una obra de arte, una metafísica o un fenómeno natural, exige una vivificación de la imaginación y una animación de la sensibilidad (atención intensa). Respecto al arte y la filosofía, sólo participando afectivamente de una obra, en sus dos sentidos de proyectarse en ella y apropiarse de ella, es posible comprenderla.
Lo intersubjetivo se encuentra constituido por una multiplicidad indefinida de sujetos en estado de mutua comprensión. De modo que el mundo intersubjetivo es el correlato de la experiencia que hace posible la endopatía. Lo verdadero no se constituye mediante el conocimiento objetivo, sino que requiere una comunidad intersubjetiva. El yo trascendental de la fenomenología de Husserl constituye a otros yoes en cuanto partícipes de dicha comunidad intersubjetiva. Leibniz asoma por aquí. Lo que llamamos objetividad no es sino una comunidad de mónadas. Si extraemos la dimensión trascendental, llegamos a uno de los supuestos fundamentales de la sociología de las ciencias. La objetividad bien entendida tiene una naturaleza (de consenso) que puede expandirse según se consideren niveles cada vez más elevados de comunidades intermonadológicas, donde existen diferentes grados de implicación intencional.
Al mostrar que el mundo es el correlato de una experiencia, Husserl se esfuerza en mostrar el enraizamiento de la intersubjetividad en el yo. El sujeto último de dicha experiencia no es un yo aislado sino un co-sujeto. Y, sin embargo, Husserl no logra esa empatía. No hay un esfuerzo serio por comprender otras tradiciones fenomenológicas, más bien cierto confort en el encierro (sole ipse) de su idealismo alemán. Parecen no interesarle, como tampoco interesaron a Heidegger. No encontramos el esfuerzo de comprender al otro mediante la praxis de rehacer la secuencia de sus vivencias. Cada biografía representa un mundo y un modo de significación particular, dominado por ciertas inclinaciones y metas. Esa particularidad puede extenderse a un colectivo, a una sociedad y a una nación. Para hacer ese recorrido por la vivencia de otros pueblos, lo primero es conocerlos. Husserl, en este sentido, nunca abandonó Europa.
Intersubjetividad como territorio
En uno de sus poemas-oración, Rilke pedía no verse apartado de la ley de las estrellas al tiempo que formulaba una pregunta retórica: ¿qué es lo interior sino el cielo intensificado? Al hilo de este motivo antiguo, David Abram ha escrito un libro en el que sostiene, como los indígenas de numerosas latitudes, que la mente no es interior, que viene suscitada por la experiencia sensible y el territorio animado. La mente no es de otro mundo (cielo platónico o abstracción política o matemática), sino de este, concretamente de la tierra y el paisaje que habita cada cual. Los invisibles olores y el repicar de la cigarra, el azul del cielo y el blanco móvil de la nube, constituyen o reflejan la tonalidad de la mente. Esos vínculos o correspondencias entre el supuesto mundo interior psíquico y el territorio permiten excarcelar la mente, sacarla de su confinamiento, más o menos obsesivo, permiten liberarla y descongestionarla. Un hábito mental que llamo “meditación soleada”. Abram lleva su apuesta lejos y afirma que, cuando se hace, “la inteligencia ya no nos pertenece en exclusiva, sino que es propiedad de la Tierra”, abogando por un nacionalismo terrícola que suscribo. Se acepten o no estas premisas, cualquier viajero sabe que cada lugar tiene su propia “mente”. Quien haya pasado un tiempo en alta mar, en el Sahara o en el Himalaya, sabe de qué estamos hablando. Hay una inteligencia propia de cada lugar, creada por sus moradores (coyotes, robles, lechuzas, algas o helechos). Incluso si aparentemente parece no haber nada, como en el océano o el desierto, esa ausencia es magnética y no es difícil sentir su hechizo.
Los pueblos indígenas han fomentado la sensación de vivir en un mundo sintiente, propiciando, alabando o aplacando, los poderes del paisaje
Es evidente que las personas, individual y colectivamente, están conformadas por los lugares que habitan. Se trata de una lógica ancestral. Somos seres integrados en el entorno, la vida es un intercambio continuo con el paisaje, no sólo mediante la respiración, el afecto o el alimento, sino también mediante la percepción. Los ritmos corporales, los estados de ánimo, los pensamientos, son influenciados por el paisaje que habitamos, ya sea rural o urbano. El territorio nos traspasa, así como sus propios ritmos y contornos. Sólo si somos capaces de renovar esa reciprocidad (y ponemos en suspenso el intelecto abstracto) recuperaremos cierta plenitud mental. Ese es el planteamiento genuinamente ecológico: reconocer otras formas de sensibilidad (en los animales, en las nubes o los rayos del sol). Dar rienda suelta a la inteligencia de la Tierra. Los pueblos indígenas han fomentado la sensación de vivir en un mundo sintiente, propiciando, alabando o aplacando, los poderes del paisaje. Estableciendo un diálogo con ellos, abriéndose al dominio u orientación de sus fuerzas, pero estableciendo una relación mutuamente benéfica con el territorio. Heidegger fue sensible a estas realidades, no así Husserl, que apenas las menciona en su extensísima obra. La civilización moderna ha preferido aislarse del mundo que respira, en parte para justificar su explotación indiscriminada. Una situación que ha entrado en una nueva fase con la hipnosis tecnológica. Esta situación, claro está, tiene su origen en ciertas ideas. Descartes dividió el mundo en dos. Por un lado, el mundo humano, libre y consciente, por el otro el resto, mecánico e inerte (i.e. explotable), incluido el mundo animal y vegetal. Ahí empieza la civilización moderna. Algo de esto entrevió Husserl en su radiografía de la crisis de las ciencias europeas, de la que hablaremos en otro lugar.
El no lugar de la conciencia
La conciencia es un tipo de realidad excepcional. Garcia Bacca lo ilustra del siguiente modo. El fuego puede quemar sin caer en la cuenta de que está quemando (y lo mismo puede decirse de la luz, la digestión, la lluvia o cualquier otra cosa). Ese caer en la cuenta o advertir, indiferente para todas las cosas, es indispensable para la conciencia. Una conciencia inconsciente es una contradicción. Por eso la conciencia es diferente de lo que existe o es, porque lo que existe no necesita saber que existe, pero la conciencia no puede existir sin caer en la cuenta de que lo hace. La distracción destruye su realidad. La conciencia tiene algo de ensimismado, requiere una continua atención a sí misma. Las cosas pueden andar por el mundo, crecer y transformarse unas en otras, como si fueran sonámbulas. No así la conciencia. Las cosas pueden ser en sí, la conciencia exige ser en sí y para sí. La conciencia está siempre amenazada de perder el para sí y caer en el mero en sí.
Caer en la cuenta de estar triste no es triste, ni advertir la propia alegría es alegre. Esa emoción atemperada es la conciencia. Ella no es emoción, de ahí que no sea ni química ni física, todas ellas emocionales. Es la emoción contemplada. Parece necesitar cierta distancia con las cosas y, al mismo tiempo, experimenta cierto magnetismo hacia ellas. Esa es la magia de la vida consciente. Una magia no siempre fácil de dominar. La Bhagavadgītā es uno de los primeros grandes manuales sobre el arte de la conciencia. La conciencia no ilumina los demás objetos (sólo la inteligencia lo hace), sino que se ilumina a sí misma. La conciencia es el noûs, el aspecto (no la parte) inmortal del alma. La tradición dominante en occidente (a través de los árabes) entendió el noûs de Aristóteles como “entendimiento”. Pero hay otra lectura posible. El noûs no como la razón, sino como la conciencia. Puede llamarse entendimiento, si por entender hacemos referencia al saberse ser. Un entendimiento que nada tiene que ver con el silogismo o el argumento, ni con lo que habitualmente llamamos razonamiento. La fenomenología, vista desde esta perspectiva, sintoniza con la visión de las upanisad y el samkhya. Pero, en el caso de Husserl, confunde la conciencia con la mente. Desde la perspectiva hindú, lo intencional es la mente (llena de deseos y afanes, ya sean de la carne o del intelecto), no la conciencia.
El pensamiento de Husserl es teleológico. La perspectiva es un elemento constitutivo del sujeto. Ese es el “a priori de la correlación”: el sujeto de conocimiento es algo que de algún modo está en las cosas
En el ámbito de la tradición europea, Husserl tiene dos precursores, no siempre reconocidos, Aristóteles y Berkeley. Su noción de la intencionalidad, “la forma de todas las formas”, como dirá él mismo, no hace sino recuperar la causa final aristotélica. Una causa final que había sido desechada por el psicologismo y su idea de hombre como mera facticidad externa (pura causa eficiente y material). El psicologismo consiste en ver al hombre como “resultado” de la evolución del mundo, como completamente sujeto al mundo, como perteneciente exclusivamente al mundo. Pero el sujeto está, como apunta Novalis, dentro y fuera del mundo. No por su “razón”, no por su participación en un cielo platónico, sino por su conciencia, que es la que otorga la condición metafísica a todo lo humano (Heidegger). La persona, no es sólo facticidad, es también finalidad, horizonte. El pensamiento de Husserl es teleológico. La perspectiva es un elemento constitutivo del sujeto. Ese es el “a priori de la correlación”: el sujeto de conocimiento es algo que de algún modo está en las cosas. Somos como las partículas cuánticas, estamos entrelazados con el paisaje. Un sujeto que no sólo es de carne y hueso, sometido y dependiente del mundo, sino que es también libre y consciente (la conciencia como única evidencia inmediata y la epojé como herramienta para practicar la reducción fenomenológica.
Respecto a la segunda influencia, Berkeley, apenas reconocida ni por los comentaristas ni por el propio Husserl (que otorga todo el crédito a Hume), se confirma con la aparición de la percepción y el mundo percibido como asunto central de la filosofía. El estudio de la percepción implica el estudio del tiempo y el espacio. Prescindir del tiempo objetivo y centrarse, como sugiere Bergson, en el tiempo vivido, presupuesto fundamental de fenomenología, es un tema que está ya en Berkeley. El tiempo subjetivo en la base de la intencionalidad, una unidad en perpetuo flujo que genera, de sí misma, un horizonte de pasado y un horizonte de futuro, una retención y una proyección (aunque, fenomenológicamente, el pasado no es algo que se tiene o conserva, sin algo que puede revivirse y, en este sentido, es también proyección). Sea como fuere, el factor clave es la imposibilidad de explicar el conocimiento desde el supuesto psicologista, como un hecho externo, circunstancial. En este sentido, es un error interpretar que las “formas lógicas” son algo que el hombre tiene, como si el intelecto humano fuera una pertenencia, en lugar de una vivencia decantada por la percepción. Los principios mismos de la lógica (y en esta confusión caen algunos intérpretes y en ocasiones el propio Husserl) deben ser necesariamente dependientes de la vida misma de la mente, pues de otro modo no sería posible practicar la “desconexión” fenomenológica.
El mundo exterior nos implica. La fenomenología exige hablar de la realidad a partir de la experiencia de la realidad. Pero ocurre que sólo vemos una parte de las cosas, que tenemos diferentes representaciones de ellas, lo que nos obliga a formar una síntesis, una unidad sintética de esas diversas percepciones. Ese es el sentido constituyente que proyectamos continuamente sobre las cosas y esa idea está en Berkeley. Como apunta Javier San Martín, “para conocer unas tijeras he tenido que aprender a conocer qué son unas tijeras, es decir, tengo que haber constituido el esquema de las experiencias posibles que pertenecen a ese objeto”. Ampliar ese marco de experiencias es el fin del arte, la literatura e incluso la filosofía. Todas ellas actividades en la que se cumple el a priori de la correlación que deslumbró a Husserl en 1898. La realidad, por otro lado, es siempre abierta, es horizonte (una idea que fascinó a Sartre). La reducción fenomenológica no es un hecho en sí, sino que sólo se constituye en la experiencia, en la vivencia filosófica. Una vivencia que supone, claro está, una visión del mundo. A esa dificultad se añade otra. No podemos ser en todo momento fenomenólogos. A veces necesitamos distraernos, pasar a la visión natural, objetivista, de las cosas. Sartre entendía muy bien esa necesidad, esa distancia respecto a las cosas. Ciertas experiencias como el sueño o el paseo, facilitan la fenomenología, pero si montamos un mueble o practicamos un deporte de competición, la fenomenología irá en contra de la realización efectiva de dichas actividades.
La ciencia oficial, en sus corrientes dominantes, no reconoce esa singularidad o excepcionalidad de la conciencia. Hasta hace muy poco, ni siquiera era objeto de investigación científica. Recientemente, algunos neurocientíficos (Giulio Tononi, Philip Goff) se han dedicado a ella, pero siempre desde el supuesto de que la conciencia es una propiedad de la materia, un derivado material o epifenómeno del cerebro. Lo que aquí se propone es bien distinto. La conciencia, para Husserl, no responde a una causalidad de tipo ordinario. Ni la causalidad física, ni la química o la biológica, pueden dar cuenta de ella. No aparece en la química orgánica ni en la inorgánica, en la célula o el átomo, más bien dichas entidades aparecerán en ella (como fenómenos de conciencia). Carece de una conexión con el fondo inconsciente de lo natural. De ahí que pueda decirse, como hicieron los filósofos del samkhya, que la conciencia, en cuanto ser para sí, no se ve afectada por la causa material, formal, eficiente o final. Es un mundo aparte y, sin embargo, se encuentra extrañamente entretejido con el nuestro. Existe sin necesitar de ninguna otra cosa para existir. García Bacca da en el clavo: “la conciencia real es en cierta manera atea”.
Conclusión
Algunos mitos cosmogónicos reproducen esta situación primera. De la soledad surge el otro, del otro el conocimiento, del conocimiento el arte, del arte lo eterno. Así se cierra el ciclo, de Prajapati a Paul Klee. El bebé lo sabe. El tacto y el oído son el primer contacto. Se nutre de la placenta y escucha el tambor lejano del corazón materno. Esa sensación primera nada pretende (si acaso, seguir como está). Lo esencial de la conciencia, según el samkhya, es que carece de contenido. No es intencional, como se dijo, la intencional es la mente. De hecho, practicar la epojé al modo antiguo (no al modo husserliano), tiene un resultado delicioso, supone una suerte de liberación. Suspender el juicio consiste en no aceptar ni contradecir, no afirmar ni negar. Escuchar al mundo “como quien oye llover” (como dice el gran García Bacca). Es lo opuesto al dogmatismo, tan cansado. Claro, para ello hay que aprender a ser mendigo, a vivir en un tonel. El dogmatismo, como la propiedad, es una pesada carga que no todo el mundo es capaz de llevar. Para los antiguos, no huir ni perseguir nada conducía a la contemplación desinteresada (ataraxia), desvinculada de interés natural o psicológico. Pero la biología impone sus exigencias. La vida es puro interés, de alimento, de contacto. ¿Cómo resolver el dilema? La India propone una solución, que en otro lugar he llamado “deseo irónico”. Desear de un modo diferente, ser capaces de vernos desear desde fuera, como si el yo fuera de otro. La epojé pone en suspenso la actitud natural, toma distancias, se ríe incluso de ella (aunque le vaya la vida). Esa distancia es la que define lo humano, no la tan cacareada racionalidad. La postura de Husserl se acerca a esta perspectiva, pero sólo la roza. La epojé fenomenológica pone en suspenso la actitud natural, coloca el afán psicológico entre paréntesis, pero la conciencia se ve a sí misma como algo intencional, supeditada a la atracción y la repugnancia. Husserl no niega las cosas como hicieron los sofistas, tampoco duda de su existencia como los escépticos, simplemente las pone en suspenso. Su gran mérito fue rescatar la epojé, que es el factor que distingue a la filosofía de cualquier otra ciencia. Las ciencias no saben reírse de sí mismas (sólo los buenos científicos lo hacen). Para ellas las cosas son realmente reales y apremiantes, desde el electrón al virus. No admiten que son realidades amplificadas, detectadas por aparatos que han sido “instruidos”, educados en un lenguaje y una teoría. La reducción que propone Husserl hace posible que las cosas revelen su sentido fenomenológico trascendental, a través del “Yo puro”, que carga con todas las que se le aparecen (otro argumento de por qué es mejor no ver ciertas cosas). Husserl, quizá llevado por el cristianismo de Brentano, no supo ver que es posible que la conciencia, si es algo, es la capacidad de desprenderse de la intencionalidad inherente a la mente. Si se logra, dice la antigua sabiduría hindú, la relación de la conciencia con el mundo cambia (desaparece el hechizo). En esa transformación hay una suerte de liberación. El sujeto puede seguir viviendo, pero sin verse asediado por las sacudidas del afán y la circunstancia. La experiencia de la realidad no queda eliminada, sino transformada.
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