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El ‘anarquitecto’ que destruía edificios

“Hacía un tipo de trabajo que a la mayoría de la gente no le interesaba y yo tampoco quería explicarles nada”, ha reconocido Yoko Ono. Cuántas veces hemos recorrido las salas de un museo de arte contemporáneo con cara de circunstancia y cuestionándonos si, de haber aceptado los auriculares, habríamos entendido algo más de lo que estamos viendo. Por no mencionar las ocasiones en que se han llegado a confundir piezas con basura y otras historias delirantes en torno al arte conceptual. Hay preguntas que planean sobre estas creaciones como una maldición: ¿qué distingue un cuadro abstracto de otro cuadro abstracto, más allá de los colores y la colocación de los trazos? ¿De verdad podría pintar yo un liezo así y venderlo por millones?

Recordamos las lecciones de arte de la escuela y las repetimos como la tabla del 10 o las valencias de los elementos. Pero entenderlas pasa por un cuestionamiento de las intenciones, de las ideas que las sustentan, su concepto y a qué apelan; una aproximación a las obras con un espíritu libre que indague en nuestras propias emociones. Y un contexto. Esta es la guía de un historiador del arte para comprender aquellas piezas míticas que no te habían explicado bien.

1. ‘Grupo IV, No.3. Los diez mayores’ (1907). Hilma af Klint.

Hilma af Klint (1862-1944) inventó la abstracción una década antes que Kandinsky, en sesiones de espiritismo en Estocolmo de las que emergen inmensas series de colores y formas que contrastan entre sí. Hilma se consideraba más un canal de energías que una pintora: entre 1906 y 1908 abordó sus pinturas desde una actitud de médium plena, y su mano era “guiada”. Entre 1912 y 1915, su momento de madurez pictórica, Af Klint seguía convencida de sus conexiones paranormales, con las que abandonaba la técnica pictórica aprendida para introducir cuadros geométricos, rayados, símbolos…

Renunció a la perfección, al rigor de lo visible y a la fidelidad con la naturaleza. Prefería la expresión de una emoción. La artista espiritista pintaba por otras voces. En sus diarios cuenta que entraba en trance y recibía mensajes en posición yacente. Su legado supera el millar de cuadros y 125 cuadernos de notas. Nadie sabía nada de ella porque nunca enseñó su obra, nunca vendió nada y su última voluntad indicó que así debía seguir siendo hasta que no hubiesen pasado dos décadas de su muerte. Su aparición obliga a bautizar de nuevo la pintura abstracta y a disfrutar con sus viajes espirituales a otra dimensión.

2. ‘Cuadrado negro sobre fondo blanco’ (1915). Kazimir Malévich.

Kazimir Malévich (1879-1935) pintó este cuadro como un órdago contra el realismo, el naturalismo, el impresionismo y el cubismo. Contra todo lo que puedas ver con tus propios ojos. Él prefería ciegos a los artistas y al público para que atiendan a la vida invisible, para que vean lo real únicamente en la emoción. Malévich inauguró con este cuadro la nueva pintura, que pretende que el arte sea pensado más que visto. Es decir, se acabaron las facilidades a partir de 1915. El arte dejó de ser “una zona de confort” para convertirse en pura inquietud y malestar.

Con Cuadrado negro arranca la escalada de agresiones contra lo visible o, mejor dicho, lo previsible: ese espacio oscuro antes lo ocupaba la verdad. Ahora hay nada. Es el suprematismo, la pura sensación. “Todo ha desaparecido, solo queda la masa de materiales con los que se construirá la forma nueva”, escribió. Con este cuadrado negro, que se conserva en la Galería Tretiakov (Moscú), el terrorista de lo popular –que alcanzó la impopularidad con esta pintura– dejó de clásicos a los cubistas. Malévich, de hecho, estaba indignado con ellos porque no habían hecho más que “desfigurar” las cosas, sin llegar a liberarse de la figuración. Unos reformistas descafeinados.

3. ‘Amarillo-rojo-azul’ (1925). Vasili Kandinsky.

La condición de la abstracción es “hacerse entender”. Kandinsky (1866-1944) escribió mucho sobre su libertad y cómo ser popular. Sin embargo, fue consciente de que “el miedo al camino libre, el miedo a la libertad y la sordera con respecto al espíritu” se lo iban a poner difícil. Lamentaba que el público recibiera con hostilidad cualquier valor nuevo, que aún hoy se combate “con burlas y calumnias”, y que a él se le presentara como “un individuo ridículo y grosero”. Se rieron de él y de su nueva pintura; le insultaron. “Es el lado siniestro de la vida”, escribió. El arte está en el lado contrario, es “la alegría de la vida”.

Kandinsky valoró todo aquello de lo que se le acusaba: la actividad inconsciente, el esquematismo y la espontaneidad, aunque le hicieran pasar por un pintor de monigotes infantiles. No rechazaba la percepción privilegiada de los niños y pedía al espectador que olvidara sus deseos por un instante. Que no atendiera a limitaciones y se liberase: “No debemos rechazar nada sin un encarnizado esfuerzo por descubrir la vida”. La curiosidad hay que trabajársela. La abstracción es libre y exige serlo como espectador para contemplarla. Kandinsky te pide que no prestes atención a la forma, porque te confunde y te impide sentir la obra de arte con un espíritu libre. Él mismo lo resume: “No hay que hacer de la forma un uniforme. Las obras de arte no son soldados”.

4. ‘Mural’ (1943). Jackson Pollock.

“Algunas veces utilizo el pincel, pero otras prefiero recurrir a los palos. En ocasiones, incluso, vierto la pintura tal y como sale del bote”, explicaba Jackson Pollock (1912-1956), mientras remataba –metafóricamente– al artista académico, tradicional y preocupado por el pasado, que ya habían herido sus antecesores. En su abstracción expresiva retomó, sin embargo, algunos rasgos de los primeros abstractos con el objetivo de alejarse de ellos.

Pollock pintó este mural para el recibidor de la casa de Peggy Guggenheim, en Manhattan, cuatro años después de que Picasso presentara Guernica en el pabellón de la República española, en la Exposición Universal de París de 1939. “Es tan grande como el infierno”, dijo la mecenas cuando contempló el lienzo por primera vez. De existir, el infierno debe de ser un popurrí de colores: bermellón, rojo de cadmio, carmín alizarina, cadmio limón, verde, azul cerúleo, azul cobalto, sombra quemada, blanco de titanio, negro… Hasta 25 pigmentos distintos se han identificado en el Mural; y mucho dripping (la técnica de goteo que introdujo el artista estadounidense).

Y a pesar de ello, aún faltaban unos años para que Pollock liberase definitivamente su cuerpo y perdiera el control sobre la pintura, y los goterones se derramaran sin medida y sin condiciones. Pollock dijo de Mural que representa una estampida: “Cada animal en el oeste americano, vacas y caballos y antílopes y búfalos, todos a la carga a través de la maldita superficie”.

5. ‘No.13 (Blanco, rojo, sobre amarillo)’ (1958). Mark Rothko.

Un año después de pintar este cuadro que se conserva en el Metropolitan Museum Of Art de Nueva York (MET), Mark Rothko (1903-1970) voló a Europa con su familia. Su hija Katie recuerda cómo acabó aquel viaje: “Sólo tres días de playa” y dos meses y medio visitando museos. Rothko buscaba conexiones ancestrales entre sus preocupaciones y el arte del viejo continente. En su paso por Pompeya le confesó a John Fischer la “profunda afinidad” que sentía entre sus obras más recientes y los frescos de la Casa de los misterios. Ante aquellos muros, le habló de las grandes extensiones de color sombrío que compartían.

En Grecia, en los templos de Paestum, Rothko enmudeció. En el templo de Hera, dos estudiantes italianos se acercaron al grupo de americanos y les preguntaron quiénes eran. Katie les respondió que su padre era un artista y ellos preguntaron a Rothko si había venido a pintar los templos: “Llevo pintando templos griegos toda mi vida sin conocerlos”, respondió. Rothko admiraba esos espacios vibrantes de luz y color. Espacios mínimos y silencios místicos similares a los del monje pintor Fra Angelico (1395-1455). El historiador del arte Giulio Carlo Argan lo resumió así: “Un cuadro suyo no es una superficie, sino un ambiente”. Y la ensayista María Zambrano habló del “tiempo de adentro”. Los cuadros de Rothko son un poco eso.

6. ‘Polar Stampede’ (1960). Lee Krasner.

Es la mejor pintora de EE.UU. del siglo XX y forma parte de los grandes artistas norteamericanos de ese tiempo. Su condición de mujer y de pareja de Jackson Pollock fueron su mayor obstáculo para ser reconocida como lo que fue, a pesar de ser una de las pocas mujeres que ha tenido una exposición individual en el MoMA (en 1984), y de ser una de las artistas más demandadas en el mercado. En 2008, Polar Stampede (1960) se vendió en Sotheby’s por 3,2 millones de dólares.

Lee Krasner (1908-1984) quedó viuda en agosto de 1956, cuando Pollock murió en un accidente de tráfico. Ella cayó en un insomnio crónico y comenzó a pintar de noche. Su paleta se simplificó y se llenó de colores crudos, sin brillo; en estos cuadros emplea la espátula, arrastra la pintura y la derrama sobre el lienzo, como un caos controlado en todo momento. Espontaneidad restringida. Y lo más llamativo: el tamaño de sus expresiones creció, ya no pintaba en una habitación, pasó a ocupar el espacio en el que actuaba Pollock y, en consecuencia, sus lienzos se ampliaron. Su libertad se expandió y el mercado terminó recibiendo esos tamaños –además de su fuerte sentido del color y del movimiento, y sus huellas autobiográficas– con los brazos abiertos.

7. ‘Pelvis Series Red With Yellow’ (1960). Georgia O’Keeffe.

Prefirió ser reclusa de la naturaleza para comprenderla desde lo más profundo de sus entrañas. En un remoto desierto de Nuevo México instaló su casa primero en Abiquiu y, luego, montó su Ghost Ranch, donde se instaló definitivamente en en los años treinta, tras la muerte de su marido Alfred Stieglitz. Allí se sumergió y se protegió en la figura de artista austera, ausente e inaccesible. Y descubrió –además de que el color de la naturaleza era otro– que podía trabajar lo suficiente durante dos días antes de que alguien la molestara.

Georgia O’Keeffe (1887-1986) encontró en esa naturaleza plena y nueva el vacío absoluto. La abstracción que no parece abstracta; la naturaleza meditada. “Cuando pienso en la muerte, solo siento que ya no podré ver este hermoso paisaje nunca más”, escribió mucho antes de morir en medio de aquellas tierras rojizas. A fin de cuentas, Georgia O’Keeffe es una paisajista de la grandiosidad norteamericana y una retratista de la delicadeza de lo pequeño. Tan arraigada a lo local, como exponente cosmopolita, en un proceso de depuración formal infinito: “Trabajo sobre una idea durante mucho tiempo. Es como intimar con una persona, y yo no intimo fácilmente”, dijo.

8. ‘Dispensadores de aire’ (1971). Yoko Ono.

Todo el mundo odia a Yoko Ono (Tokio, 1933), desde el público a los críticos, y ni siquiera atiende a quienes la odian. Esa autosuficiencia, autonomía y soberanía la han convertido en uno de los personajes más detestados por hacer “una revolución silenciosa” para cambiar el mundo. Inconcebible. Seis décadas de trabajo invisible, de cocina popular y accesible, que ha sido ignorado y que debería haberla convertido en una de las creadoras más interesantes de la segunda mitad del XX. “Hacía un tipo de trabajo que a la mayoría de la gente no le interesaba y yo tampoco quería explicarles nada”, reconoce la artista conceptual. “Solo quería hacer una obra que beneficiara a la humanidad”.

Pintura, objetos, textos, películas, fotografías, arte postal, instalaciones, creaciones sonoras y, sobre todo, performances, desde que en 1961 realizó la pieza Un pomelo en el mundo del parque, con un actor susurrando cómo se pela un pomelo. Acciones anticapitalistas para cuestionar la relación de la ciudadanía con este mundo en el que hasta el aire puede ser un producto de consumo. Un año después, el artista Gordon Matta-Clark distribuyó aire puro por las calles a quien quisiera respirar oxígeno sin contaminar.

9. ‘Tela quemada V’ (1973). Joan Miró.

En los años sesenta –como un anciano pleno de vitalidad– recupera el sentir de la infancia. Lo hace con un lenguaje espontáneo, alegre y libre. Gana en gesto, pierde el espacio. Admira Japón y la filosofía japonesa al mismo tiempo que toma partido político para rechazar públicamente a Franco y al franquismo. Quiere que su obra salga de un modo natural, “sin esfuerzo aparente, pero largamente meditada y trabajada por dentro”. Y en los setenta, dos años antes de que muera el Dictador, Joan Miró (1893-1983) se vuelve más salvaje y brutal, más luminoso. Nace, a los ochenta años de edad, un antipintor: unas veces rasga los lienzos, otras dibuja con un cuchillo, también usa el fuego para que actúe sobre la tela. Lo ha conseguido, ha desacralizado la pintura quemándola, hiriéndola y aniquilado el espacio de la representación. Parece como si se hubiera olvidado de la estrategia zen, de la calma y la serenidad. La ingenuidad infantil del maestro le llevó a creer que al poner en entredicho la obra, cuestionaría su valor económico y los intereses del mercado. En realidad, logró generar un reclamo muy atractivo; sus galeristas se frotaron las manos y abrieron los bolsillos.


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