ES DIFÍCIL saber qué hay en común entre los numerosos estallidos de ira popular que se han producido este año en todos los continentes, sin apenas distinción en cuanto a color o ideología de los regímenes políticos. Los jóvenes de Hong Kong, alzados contra el régimen comunista chino, están reivindicando el sencillo principio democrático “Un ciudadano, un voto” a la hora de elegir a sus gobernantes. No están lejos de los argelinos, hastiados de una democracia escenográfica bajo la que se oculta un régimen militar, aunque se caracterizan por su actitud radicalmente pacífica, adoptada en sus movilizaciones semanales desde el 22 de febrero, cuando descubrieron que su anciano presidente, Abdelaziz Buteflika, en el poder desde hacía 20 años, era de nuevo candidato a las siguientes elecciones presidenciales a pesar de su estado de evidente incapacidad física y mental. Tampoco están lejos de los sudaneses, movilizados igualmente en favor de la democracia, pero inadvertidos por una opinión pública internacional atenta solo a las malas noticias: han sido los únicos que han conseguido sus objetivos este año, en el que han echado a Omar al Bashir, dictador durante 26 años, y empezado su transición hacia un régimen de pluralismo y libertades políticas.
Si todas las movilizaciones fueran como estas, podríamos imaginar una época de resurrección de las primaveras árabes e incluso de las revoluciones de colores que levantan tantas alertas en Moscú y Pekín. Pero hay mucho más que una reivindicación democrática, como demuestran las protestas de tres países vecinos de Oriente Próximo como son Líbano, Irak e Irán, donde los ciudadanos se han movilizado contra la corrupción, la desastrosa situación de los servicios públicos, el incremento de los precios al consumo, el desempleo, el aumento de las desigualdades y la ineptitud de los Gobiernos. La ira popular ha sido la que ha unido tanto a la población libanesa como a la iraquí, por primera vez desbordando barreras sectarias y religiosas que organizaban la vida política. Tanto en Irak como en Irán ha sido sangrienta la represión de las manifestaciones callejeras, aunque en este último caso la reacción represiva de la dictadura islamista, acorralada por el bloqueo económico dictado por Washington, ha alcanzado una dureza insólita.
Estas reivindicaciones pegadas a la vida de los ciudadanos son las que también han lanzado a las calles a manifestarse, a veces violentamente, a los ciudadanos de numerosos países latinoamericanos, especialmente en Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y Venezuela. En ocasiones el detonante ha sido el incremento de precio del billete del transporte público, como en Chile, o del combustible, como en Ecuador. Hay casos singulares en que se trata directamente de una crisis de régimen, como es Venezuela, donde todo el malestar ha quedado absorbido por un brutal enfrentamiento entre el Gobierno de Nicolás Maduro y la oposición dirigida por el autoproclamado presidente Juan Guaidó, empatados en un equilibrio de debilidades que se traduce sobre todo en el empobrecimiento galopante de la población, una creciente emigración y un balance represivo pavoroso.
No hay que olvidar en esta explosión reivindicativa la persistencia de las protestas francesas de los chalecos amarillos, que han erosionado la presidencia del centrista Emmanuel Macron durante todo el año, o las movilizaciones independentistas en Cataluña, al principio singularizadas como un movimiento circunscrito y local, pero ahora en sintonía con la explosión populista de ira internacional y con el uso político de las redes sociales.
Junto a las causas profundas de las protestas, radicadas en la miseria que sufre gran parte de la población mundial y en la disfuncionalidad de los sistemas de gobierno, hay elementos más coyunturales que también han jugado poderosamente en los países más desarrollados donde no se han producido estallidos populares de este tipo. El desaceleramiento de la economía mundial, tras la caída de los precios de las materias primas, explica buena parte de las protestas. Pero no se puede entender su alcance y, sobre todo, la rapidez con que se han extendido sin la popularización de las tecnologías digitales, al alcance incluso de las clases más desposeídas, con su enorme capacidad para movilizar instantáneamente, polarizar ideológicamente, interferir exteriormente en los procesos políticos y electorales, tal como están haciendo los servicios secretos de la Rusia de Putin, o incluso destruir las instituciones de la diplomacia, como hace el presidente Donald Trump diariamente desde su cuenta de Twitter.
La explosión de las tecnologías digitales como armas de empoderamiento popular ha ocupado toda la década, desde que en 2010 se iniciaron las protestas contra las políticas de austeridad en el mundo occidental y las primaveras democráticas en toda la geografía árabe. La cara oscura de la tecnología, la que la vincula al control e incluso a la distopía de un Estado digital totalitario, ha salido plenamente a la luz este año con la publicación de los documentos secretos sobre los campos de reeducación de la región de Xinjiang, donde el Gobierno chino ha lanzado una amplia operación de internamiento de ciudadanos musulmanes de la etnia uigur basada en el tratamiento digital de los datos utilizados en las redes sociales, en la manipulación de aplicaciones, el reconocimiento facial e incluso la creación de algoritmos para localizar a disidentes y sospechosos de actividades contra el régimen. Más de un millón de personas han pasado ya por unos cursillos obligatorios de “entrenamiento vocacional”, que constituyen auténticos lavados de cerebro ideológicos y culturales.
China se mueve, a su estilo totalitario, por ideas muy similares a las que imperan en el resto del mundo, y especialmente por la más exitosa este año, que es el nacionalismo, impregnado en muchos casos de ideas populistas. Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Boris Johnson en el Reino Unido, Viktor Orbán en Hungría, Mateo Salvini en Italia, Tayyip Recep Erdogan en Turquía, Xi Jinping en China, Vladímir Putin en Rusia, Narendra Modi en la India o Rodrigo Duterte en Filipinas tienen todos un significado muy similar en cuanto a la exaltación de la soberanía nacional, preferencia por la acción unilateral en las relaciones internacionales, masculinización de la vida política en reacción al feminismo e incluso exaltación del liderazgo personal, en una especie de regreso de los hombres fuertes que imitan en versión menor el ascenso de los fascismos de los años treinta.
Estos dirigentes autoritarios son los que le gustan al presidente de Estados Unidos, cada vez más desatado durante su tercer año en la Casa Blanca con su sistemática demolición del orden internacional y de sus instituciones internacionales. Destaca en esta nueva política exterior trumpista el reconocimiento de la legitimidad de las colonias judías en territorio palestino de Cisjordania y sirio del Golán, en abierta contravención de las principales resoluciones de Naciones Unidas. Este paso diplomático, que completa el traslado de la Embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén y la ruptura de relaciones con la Autoridad Palestina, ha servido para echar una mano a la campaña electoral de otro ultranacionalista como Benjamín Netanyahu, asediado judicialmente por asuntos de corrupción e incapaz de alcanzar mayorías de gobierno en Israel. Significa, en todo caso, la liquidación del proceso de paz entre israelíes y palestinos iniciado con los Acuerdos de Oslo en 1993, que iban a conducir al reconocimiento de dos Estados, uno judío y otro árabe, conviviendo en paz y seguridad.
Estados Unidos está abandonando Oriente Próximo para dejar la gestión del conflicto palestino en manos de Israel y de Arabia Saudí, dos países en abierta confrontación con la República Islámica de Irán. Las tropas estadounidenses están saliendo paulatinamente de Siria, donde combatían al Estado Islámico en alianza con la guerrilla kurda, para dejar el terreno expedito al Ejército turco y a su aliado ruso, en una maniobra de desentendimiento pésimamente recibida por la Unión Europea y especialmente por Francia. El trumpismo ha dejado a los kurdos a merced de la represión de Erdogan y ha abierto a la vez la posibilidad de nuevos flujos de refugiados sirios y del regreso de terroristas europeos a sus países de origen. Todos estos movimientos se han hecho sin consultas políticas dentro de la OTAN ni por parte de Washington ni de Ankara, abriendo así una grieta en la Alianza que se ha manifestado especialmente en su cumbre de diciembre en Londres.
Nadie sabe expresar tan bien la ira de este año como Donald Trump, con sus tuits, sus explosivas declaraciones y sus numerosos incidentes diplomáticos. De ahí el alcance del proceso para su destitución iniciado en la Cámara de Representantes, en el que se juzgarán sus presiones sobre Ucrania para obtener ventajas personales ante sus rivales en las elecciones presidenciales de 2020. Trump será enjuiciado por los congresistas como presunto reo de abuso de poder, obstrucción a la justicia y quizás, incluso, de soborno. Aunque es difícil que la destitución prospere en el Senado, los demócratas esperan que todo el proceso de impeachment pese sobre su candidatura a la renovación de la presidencia en 2020, de forma que Estados Unidos pueda librarse al fin del imperio del caos que se ha instalado en la Casa Blanca.
Source link