En Lovaina, ciudad de monjas, estudiantes y cervezas no muy allá, estos días pululan ciclistas venerados como divinidades y terrazas invadiendo las calles, y un sol que ciega y que hace guiñar los ojos a Óscar Freire, dios entre los dioses el año que se cumplen 100 desde el primer Mundial de ciclismo, el del 21 del siglo pasado.
Freire, cántabro de 45 años, ha ganado tres Mundiales (1999, 2001 y 2004), los mismos que los que más han ganado, Binda, Van Steenbergen, Merckx y Sagan, y se siente en Flandes, el país en el que el ciclismo es una religión de culto obligatorio, como su paisano Seve Ballesteros se sentía cuando viajaba a las islas británicas, idolatrado y amado, y más reconocido que en su tierra, en la que, reconoce con cierta tristeza, solo se idolatra a escaladores, a potenciales ganadores de Tours, ciclistas regulares y resistentes. “Y Ballesteros iba a verme correr cuando yo era juvenil, pero no se enseña a los ciclistas jóvenes a ser ganadores, a ser diferentes, no tenemos esa cultura de carreras de un día”, dice Freire, que en Lovaina ha ganado tres veces la Flecha Brabanzona por un recorrido no muy diferente al del Mundial, como tres veces ganó en San Remo la classicissima.
Más información
A Freire le han invitado al Mundial de Flandes por el centenario, como invitados fueron por la Unión Ciclista Internacional (UCI) otros 38 campeones mundiales, los que vistieron algún año el arcoíris falso –cinco líneas, cinco colores, azul, rojo, negro, amarillo y verde, los colores de los anillos olímpicos: cuándo se ha visto una banda negra en el arcoíris de la naturaleza y sus siete colores elementales–en el maillot, siguen vivos y no participan, encabezados por el viejo André Darrigade, de 92 años, arcoíris en 1959, el año del Tour de Bahamontes. Y los periodistas viejos que escriben del Mundial aprovechan los 100 años para escarbar en sus libros viejos y rescatar las historias que más les marcaron, y, obviamente, todas las que recuerdan hablan de traiciones inevitables, de celos, de envidias destructivas. En las selecciones de ciclismo se juntan los mejores de cada país una vez al año, y a todos les cuesta sacrificarse por el triunfo de un compañero al que la victoria le va a cambiar la vida y multiplicar el sueldo.
El que parte este domingo (10.25, Teledeporte y Eurosport) de la Gran Plaza de Amberes para terminar, tras 268,3 kilómetros, poco más de seis horas más tarde en las afueras de Lovaina será el séptimo que se celebre en Flandes, la tierra orgullosa que organiza todos los abriles su Tour de Flandes, y lo llaman el campeonato mundial de todos los flamencos. De los seis anteriores, una serie iniciada con la victoria en Moorslede en 1950 de Briek Schotte, la definición de flamenco hecha ciclista de carne, hueso y hierro, del que, decían los comentaristas, hasta Dios se habría hecho fan, se recuerda sobre todo los tres castigos a la soberbia del Rick van Looy, Rik II, el Emperador de Herentals. En 1957, en Waregem, Van Looy fracasó en su intento de derrocar a Rik van Steenbergen, Rik I, con quien compartía el mando del equipo belga; en Ronse, en 1963, tras pensar que se había asegurado con promesas de un buen premio el apoyo de todo el equipo belga, se vio traicionado en el sprint final por su compatriota desconocido Benoni Beheyt, quien había reflexionado y concluido que si Van Looy no ganaba nadie le aseguraba una prima por su trabajo; y en 1969, su deseo de frenar la irresistible ascensión de Eddy Merckx, el jovencito que acababa de ganar el Tour, acabó con la doble derrota belga en Zolder y la victoria del desconocido neerlandés Harm Ottenbros, a quien crucificaron por ello, como a Walkowiak por ganar el Tour del 56, y hasta los espectadores le abucheaban en las carreras. Cuando se retiró se hizo artista y no colgó la bici, sino que la arrojó al estuario del Escalda.
Con tales antecedentes se explica que los belgas en Lovaina, y Merckx el primero, ya lamenten, antes de la carrera, que los celos entre sus Wout van Aert –de Herentals, Amberes, como Van Looy, y segundo en el Mundial 2020, segundo en los Juegos de Tokio, segundo en las contrarrelojes de los dos últimos Mundiales– y Remco Evenepoel, y sus piques con Mathieu van der Poel, neerlandés de Flandes, tres de los principales favoritos, acaben reventando la carrera y entregando la victoria a algún corredor hábil y astuto, italiano seguramente, un Trentin o un Colbrelli. España llega sin favoritos ni celos, y Alex Aranburu, el que tiene mejor final de todos, quizás sueñe con hacer un Freire como el que el cántabro, desconocido entonces, un niño, hizo en Verona en 1999, donde derrotó a todos los favoritos a los que su ataque pilló en babia y descentrados.
Fue aquel el segundo arcoíris español. El primero solo había llegado cuatro años antes, en 1995. Lo ganó Abraham Olano en Duitama, Colombia, el domingo que todos esperaban que ganara Miguel Indurain. Hubo quien habló de traición a la belga, pero para Olano fue justamente todo lo contrario, una demostración de trabajo colectivo. “Aquel Mundial fue el primero que corrimos como selección, como equipo”, recuerda el guipuzcoano, también en Lovaina como el vizcaíno Igor Astarloa (campeón en 2003) en una celebración a la que solo faltó Alejandro Valverde, el cuarto español con arcoíris, que corre desde el martes en Sicilia. “La vuelta anterior había pinchado Miguel y yo me quedé solo ante el peligro. Atacan italianos, atacaban suizos, y yo, a la expectativa de a ver qué pasa con Miguel. Cuando llega él, acaba de atacar Konishev, y Miguel se enfada y les intenta hacer ver que no está bien que se aprovechen de su avería. Y en ese momento yo me digo, o me quedo aquí a cubrir las espaldas o arranco, y son los demás los que tienen que espabilar. Si me cogen, remacha Miguel, si no, doblete. Y salió doblete…”
Como Julian Alaphilippe, el campeón de 2020, Olano habla del tremendo peso del maillot, de lo duro y cansado que se le hizo ir a todas las carreras con la responsabilidad de hacerlo bien, de honrar el arcoíris. “No podías pasear mal el maillot”, dice. “Lo quieres llevar bien y acabas saturado, sin descansar, pasado de entrenamientos…”
A Freire no para de solicitarle el tiempo y la atención la televisión belga, y él se va alegre y feliz, un dios en el paraíso del ciclismo, y a la carrera dice: “A mí, el arcoíris no me pesó nada”.
Puedes seguir a EL PAÍS DEPORTES en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.