En el monográfico que la revista Wisdom le dedicó en 1959, Walt Disney no se las dio de artista: “Hago películas en nombre del entretenimiento, y luego ya vienen los profesores y me dicen lo que significan”. Creador de un imperio en el que sigue sin ponerse el sol, se refería a profesores como el historiador del arte alemán Erwin Panofsky. Tras emigrar a Estados Unidos huyendo del nazismo, Panofsky (1892-1968) levantó la vista de sus estudios sobre iconografía medieval y renacentista para defender el valor artístico del ratón Mickey y los demás en su influyente ensayo Style and Medium in the Motion Pictures (1936). Prefería, eso sí, los “animales, las plantas, las nubes cargadas de tormenta y los trenes” a “los enanos, las princesas, los paletos, los jugadores de béisbol, los centauros maquillados y los amigos [en castellano en el original] de América del Sur”. Si en las primeras representaciones, consideraba, “reside la grandeza de la animación: dotar de vida a las cosas sin vida, o a las cosas vivas de un tipo diferente de vida”, las segundas “no cuentan como transformaciones, sino como caricaturas en el mejor de los casos, y como falsificaciones o vulgaridades, en el peor”.
Tetera alemana de la casa Meissen (1719–30), de la colección del Metropolitan. A la derecha, dibujo de Chris Sanders para la película ‘La bella y la bestia’.Walt Disney Animation Research Library © Disney
Luego, Disney (1901-1966) fue perdiendo el favor de los intelectuales. Entre la fascinación de las vanguardias por sus primeros alardes técnicos de los años treinta y el juicio severo del ensayista español Rafael Sánchez Ferlosio, que lo llamó “el gran corruptor de menores y la mayor catástrofe estética, moral y cultural del siglo XX”, pasaron muchas cosas, pero sobre todo una: la apertura en 1955 de Disneyland, parque temático en Anaheim (California). Después de eso, pocos veían ya al estudio como algo más que un proveedor de entretenimiento familiar subido a la cresta de la ola de la cultura de masas.
‘Gouache’ sobre celuloide de ‘Blancanieves y los siete enanitos’ (1937), un regalo de Walt Disney al Metropolitan Museum of Art.Richard Lee
En 1938, año en el que su fundador fue distinguido con honores por las universidades de Yale, Harvard y UCLA, las cosas eran aún distintas. Disney donó entonces al Metropolitan Museum de Nueva York un sombrío gouache en celuloide con dos buitres de la recién estrenada Blancanieves y los siete enanitos. El regalo provocó que la revista de The New York Times publicara una historia cuyo titular lo cuestionaba: “Es Disney, pero ¿es arte?”. 84 años después —cuando ya casi nadie pierde el tiempo con esas preguntas, aunque sí con otras: ¿debe un gran museo servir de plataforma para una empresa con una capitalización bursátil de más de 200.000 millones de dólares?― la institución neoyorquina le ha dedicado la primera muestra de su historia al universo de fantasía de la productora, a partir de la inspiración que su fundador tomó de otros universos de fantasía: las artes decorativas del rococó francés del siglo XVIII, sobre todo, pero también la arquitectura neogótica, el arte flamenco de la Baja Edad Media o el romanticismo alemán, cuyo paroxismo, el castillo Neuschwanstein, en Bavaria, inspiró con sus audaces líneas verticales las fortalezas de los parques temáticos de Disney por el mundo.
Dibujo de ‘El castillo de la Bella Durmiente’ (1988), de Disneyland Paris, obra de Frank Armitage.Walt Disney Imagineering Collection © Disney
Tras su paso por Nueva York, Inspiring Walt Disney. The Animation of French Decorative Arts abre sus puertas en la Wallace Collection, la casa del siglo XVIII francés en Londres, otro templo más habituado a la solemnidad del arte antiguo que a los dibujos animados. Los 150 objetos prestados por la compañía (bocetos, películas, carteles, dibujos…) son los mismos, aunque se comparan con nuevas piezas de artes decorativas, propiedad del museo británico. La exposición sigue hablando, con todo, de la pasión por cierta cultura europea de un muchacho criado en el Medio Oeste de Estados Unidos, para quien esos códigos encarnaban el más alto de los refinamientos.
Disney se alistó para conducir una ambulancia en la Gran Guerra, aunque la pandemia de la gripe española retrasó el inicio de su servicio hasta el mismo día en el que se declaró el armisticio. Así que no entró en más combate que el estético: tenía 17 años, y pasó nueve meses absorbiendo todo lo que Francia tenía que ofrecer. Después, volvería a Europa en 1935, ya convertido en un cineasta de éxito, y ahí dio rienda suelta a su pasión coleccionista de libros ilustrados. Solo en ese viaje compró 335 títulos, que formaron el núcleo de la biblioteca de consulta para los artistas del estudio. En ellos, y más allá de los obvios préstamos de las fábulas de Perrault, auténticos cimientos de su imperio, hallaron una caudalosa fuente de inspiraciones estéticas entre lo sentimental, lo romántico, lo pintoresco y lo abiertamente kitsch. Más tarde, desarrollaría su afición por las miniaturas, gracias al descubrimiento del trabajo de Narcissa Niblack Thorne, una de cuyas extraordinarias casas de muñecas ha prestado el Art Institute of Chicago.
Miniatura de Narcissa Niblack Thorne del tocador francés de Luis XV (alrededor de 1937). Es un préstamo del Art Institute of Chicago.
El comisario, el joven Wolf Burchard, tuvo hace cinco años la idea de contar la historia de Disney no desde la perspectiva del historiador de cine, sino desde el arte, para, de paso, acreditar cómo la compañía popularizó para una creciente audiencia global la cultura y la literatura europeas por la vía inevitable de la banalización. El argumento de Buchard es que hay más puntos de unión de los que parece entre los artesanos del París de hace tres siglos y los animadores de las cuatro películas escogidas como casos de estudio: Blancanieves (1937), Cenicienta (1950), La bella durmiente (1959) y La bella y la bestia (1991). Esta última se estrenó mucho después de la muerte en 1966 de Walt Disney, pero, tal vez por ser el canto del cisne de una pasión europeísta casi desaparecida del estudio en las últimas décadas, es la que mejor resume la tesis de la muestra, en la que hay también excursiones fuera del canon, que llegan hasta la fantasía criptofeminista Frozen, con su guiño a El columpio, de Fragonard (que no estuvo en el Met, pero sí en la Wallace, a cuya colección pertenece).
Fotograma de la película de ‘Disney Frozen’ y el cuadro ‘El columpio’, de Fragonard, en el que aquel se inspiró. Está en la Wallace Collection, en Londres.
Tanto los artistas de Disney como los artesanos franceses trabajaban en equipo, anduvieron el camino de ida y vuelta entre el antropomorfismo y el zoomorfismo y compartían un optimismo superficial que, en el caso de los segundos, condujo a sus aristocráticos clientes a, glups, la guillotina. Y a unos y a otros, nos dice también Buchard, les unía “la ilusión de la vida”, o, mejor dicho, la ilusión por insuflársela a una variada muestra de objetos: teteras, candelabros, sofás o relojes de sobremesa.
Candelabro de la colección de artes decorativas del Metropolitan, fabricado entre 1735 y 1750 a partir de un diseño de Juste Aurèle Meissonnier. A la derecha, dibujo de la película ‘La bella y la bestia’ (19919, obra de Kevin Lima.Walt Disney Animation Research Library © Disney
Y ahí volvemos a Panofsky: animar lo inmóvil fue el objetivo de los talleres que perfeccionaron en el XVIII el arte de la porcelana, aquel famoso “oro blanco”, como lo fue de los empleados de Disney, que llegaron a ser al final de los años treinta unos 600 hombres y mujeres (al principio, con las tareas repartidas: ellos se dedicaban a la historia y la conceptualización; ellas, al color).
Poner el foco sobre algunos de los más talentosos del equipo es otra de las misiones de la doble exposición, que posibilita que ilustradores y animadores como Eyvind Earle (La bella durmiente), Mary Blair (Cenicienta) o Glen Keane (La bella y la bestia) se codeen en el museo con los grandes maestros que los inspiraron.
Inspiring Walt Disney. The Animation of French Decorative Arts. The Wallace Collection (Londres), hasta el 16 de octubre. Antes estuvo en el Metropolitan Museum of Art (del 10 de diciembre al 6 de marzo.
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