El atentado del sexenio


Las garras del crimen organizado mexicano habían asesinado a un candidato a gobernador en Tamaulipas, habían emboscado a un exfiscal a la salida de un restaurante de moda en Guadalajara y, hace apenas dos semanas, mataron a quemarropa un juez federal en la puerta de su casa en Colima. Pero nunca antes se habían atrevido con un atentado en la capital, el corazón de México. El intento de asesinato del jefe de la policía capitalina este viernes por un comando con armamento militar, a primera hora de la mañana y en uno de los barrios más acomodados de la ciudad, supone un desafío inédito al Estado y ensancha aún más las grietas de la estrategia de seguridad del Gobierno. Aupado al poder en gran medida por su promesa de paliar un problema ya casi endémico en el país, en los dos años que lleva López Obrador a los mandos, no solo no se ha contenido la sangría sino que México vive desde el año pasado una crecida sin precedentes de la violencia.

Al impacto simbólico de los atentados casi simultáneos contra Omar García Harfuch y el juez Uriel Villegas, hay que sumar un reguero interminable de cadáveres durante las últimas fechas. En Guanajuato, un Estado del interior, tradicionalmente tranquilo y próspero, se registraron 100 asesinatos en la primera semana del mes por la disputa entre grupos criminales por el robo de combustible. El sábado pasado, 11 cuerpos fueron encontrados en el arcén de una autopista en Sonora, a pocos kilómetros de la frontera con EE UU. Otros 14 cadáveres aparecieron este viernes en otra carretera en Zacatecas. Los datos oficiales de homicidios marcaron un récord histórico −desde que comienza el conteo en 1997− el año pasado, superando incluso los registros de las peores épocas de la llamada guerra contra el narco. Y la nueva espiral de violencia no se detiene. Hasta mayo, las cifras habían crecido casi un 5% con respecto al mismo período del año anterior. El mes de marzo, pese a las restricciones de la pandemia, rompió otra marca histórica: 2.585 asesinatos, más de ochenta muertes al día.

“No hay guerra. Oficialmente ya no hay guerra. Nosotros queremos la paz”. López Obrador ha repetido este tipo de eslóganes como un mantra desde su llegada al poder en agosto de 2018. Durante su larga travesía por la oposición −hasta en dos ocasiones intentó el asalto a la presidencia− una de sus mayores bazas fue la dura crítica a la estrategia de seguridad inaugurada por Felipe Calderón en 2006, y prologada después por Enrique Peña Nieto, basada en la salida de los cuarteles de los militares para enfrentar la ofensiva del narcotráfico. Una vez en la silla presidencial, el discurso apenas ha variado aunque la realidad es que su Gobierno se ha entregado como ningún otro a los brazos del Ejército.

López Obrador recibió la noticia del atentado de este viernes en Michoacán, poco antes de inaugurar, precisamente, un cuartel de la Guardia Nacional. El cuerpo nacido ex profeso para controlar la violencia en el país es la medida estrella del Gobierno en materia de seguridad y ha estado envuelta de polémica desde su creación la primavera del año pasado. De espíritu castrense −formada por exmilitares y expolicías− la Guardia Nacional tiene un mando bicéfalo: uno civil y uno militar. Durante la negociación de la reforma constitucional que dio la luz verde, López Obrador accedió a rebajar el peso de los militares en la nueva corporación, adscrita orgánicamente a la Secretaría de Seguridad Pública y no a la Defensa Nacional. Pero a la vez, el mes pasado blindó en una ley la entrega hasta el final de su mandato de la seguridad pública a la Guardia Nacional. Sin cumplir, según sus críticos, con los contrapesos, controles y limitaciones que estipulaba la reforma constitucional.

Sus más de 80.000 efectivos ya han sido desplegados ampliamente por el país, cumpliendo desde controles migratorios en la frontera sur hasta labores policiales en los barrios más calientes de la capital. De hecho, quién acompañó este viernes a la jefa de gobierno capitalina, Claudia Sheinbaum, durante la rueda de prensa posterior al atentado no fueron miembros de la policía de la ciudad, sino de la Guardia Nacional. “Más allá de la retórica de la paz, lo que ha hecho López Obrador es empoderar al Ejército y a la Guardia Nacional. Hasta el punto de que el secretario de la Defensa Nacional es el que presenta los informes diarios de seguridad pública. Se trata al fin y al cabo de una continuación de la militarización”, apunta Raúl Benitez Manaut, investigador del centro de estudios Casede.

La estrategia contra el narcotráfico de López Obrador no está siendo, de momento, tan diferente a la de sus predecesores, con golpes militares contra grandes nombres. La detención de uno de los hijos de El Chapo el año pasado en Sinaloa y su posterior liberación, según la versión oficial, para evitar una masacre provocada por la reacción del cartel, supone por ahora uno de los particulares hitos en la agenda de seguridad. El foco ha estado colocado también sobre el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), a quien las autoridades atribuyeron de inmediato el atentado del viernes. Considerado hoy en día como el grupo criminal más poderoso del país, los servicios de inteligencia financiera mexicanos congelaron en junio buena parte de la red financiera del grupo, y los jueces dieron vía libre a la extradición a EE UU del hijo de su máximo capo.

Dentro de los planes del Gobierno, la creación de la Guardia Nacional ha significado también la desaparición de facto la Policía Federal, uno de los primeros diques hasta ahora de la violencia del narcotráfico, aunque corroído, según la justificación oficial, por la corrupción y las infiltraciones del crimen organizado. “El Estado −añade sin embargo Benítez− se ha visto debilitado en su capacidad contra los carteles al desmantelar al Policía Federal. De hecho, era este cuerpo quien tenía encomendada gran parte de la ofensiva contra el CGNJ”. La tesis del académico es que los cárteles han aprovechado un cierto vacío provocado por la transición de cuerpos de seguridad. La Guardia Nacional arrancó con un despliegue de tan solo 12.000 efectivos, por los 35.000 de la policía federal.

“La Guardia Nacional no ha tenido hasta ahora la capacidad operativa para sustituir a la policía federal”, coincide Javier Oliva Posada, experto en seguridad de la Universidad Autónoma de México (UNAM). El académico critica también el haber priorizado al nuevo cuerpo castrense en la estrategia de seguridad. “Hubiera sido más eficaz destinar recursos y voluntad política a reformar los diferentes estratos de la policía. Con el modelo actual, la Guardia Nacional tiene que coordinarse con los mandos civiles. Pero ¿con quién te coordinas si están coludidos o no tiene formación o armamento?”.


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