Tiene sentido que los grandes deportes profesionales apuren hasta el último día del año de la pandemia que azota al mundo, apisonadora de resonancias medievales que ha profundizado en la desigualdad social. El deporte no sido la excepción. Unas pocas competiciones, las mejor conectadas con los recursos económicos de la televisión y los patrocinadores, han logrado surfear, no sin dificultades, el tsunami que ha devastado la geografía del deporte.
La suspensión de los Juegos de Tokio simboliza este momento singular, sin otro precedente que las cancelaciones en las dos guerras mundiales del siglo XX. Un virus desconocido hace tan solo un año ha producido consecuencias para el deporte quizá más graves que en aquellas ocasiones. Aunque los Juegos Olímpicos mantienen su condición de reserva existencial de una enorme galaxia deportiva, ajena en gran medida a las condiciones que presiden el fútbol profesional, la NBA, la ATP de tenis o el circuito de golf, su estructura actual guarda muy poca relación con el modelo prevalente en los años 20 y en los posteriores a la segunda Guerra Mundial.
Los Juegos derivaron década a década hacia el deporte profesional, el mercado televisivo, la influencia política y la codicia. Hacia el gigantismo y el negocio, en definitiva. Es difícil saber cómo saldrán de las incertidumbres que amenazan su celebración en el verano de 2021. Se adivina un fórceps salvaje, no se sabe en qué condiciones sanitarias, sociales, económicas y deportivas. Hay más incógnitas que certezas. Para deportes como el fútbol, baloncesto o tenis, las consecuencias serán menores, escasas en algunos de ellos. Para el resto, la anulación significaría un invierno nuclear.
El ciclo olímpico de cuatro años es el alimento de los deportistas que orbitan lejos del potente negocio profesional. Suponen el 90% de los participantes en los Juegos. Ya están afectados por las penurias de la pandemia. A la cancelación temporal de Tokio 2020, se añade el cambio de agujas en las prioridades de los gobiernos, sometidos en todo el planeta a la presión de una desoladora crisis económica. Las subvenciones a los deportistas decrecen en todas partes, dinámica aterradora para lo que se conocía como mundo amateur, mayoritariamente amparado por el paraguas olímpico.
Dos décadas prodigiosas
Si no se concreta este ciclo olímpico, una generación de atletas sufrirá un golpazo catastrófico, tanto en su recorrido deportivo como en el aspecto económico. Empiezan a conocerse casos de excelentes deportistas que han anunciado el final de sus carreras, algunas tan incipientes como prometedoras. En las estrecheces económicas de la pandemia mundial, a los atletas les resulta muy complicado mantener los objetivos previstos hace un año.
La covid 19 ha actuado sobre el deporte de la misma manera que en el ámbito social, profundizando la desigualdad, cuando no la discriminación. La pandemia ha resaltado más que nunca la distancia entre lo visible —Ligas de fútbol europeo, deportes profesionales norteamericanos, tenis, golf o ciclismo— y lo invisible, el universo sin atención televisiva que depende sustancialmente del difusor económico de los Juegos Olímpicos. Sin su amparo, es un mundo en grave riesgo
La gran pandemia cierra dos décadas prodigiosas. Basta citar los nombres de Usain Bolt, Shelly Fraser-Price, Katie Ledecky, Michael Phelps, Federer, Nadal, Djokovic, Serena Williams, Tiger Woods, Messi, Cristiano, LeBron y Kobe. Cada uno de ellos merece un lugar de privilegio en el Olimpo del deporte, favorecidos todos por una exposición mediática sin comparación en la historia. No faltarán sucesores a su altura, pero las circunstancias serán diferentes, al menos a corto o medio plazo. Todo indica que la crisis, especialmente proyectada en esta edición olímpica, beneficiará más que nunca al deporte adherido al negocio puro y duro. Al resto le tocará sobrevivir como pueda.
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