En su ensayo “La conquista de la ubicuidad”, Paul Valéry vislumbró un tiempo en que el arte llegaría hasta nosotros como el agua o la corriente eléctrica, “a través de un flujo permanente de imágenes auditivas y visuales que podremos convocar o hacer desaparecer a un gesto mínimo, a un signo apenas”. Lo escalofriante de su expectativa aparece un párrafo más adelante, cuando Monsieur Teste fantasea con “las innovaciones que transformarán las técnicas que afectarán a la propia invención del artista e incluso producirán un cambio sorprendente en nuestra propia esencia”. Valéry publicó estas líneas en 1928, cuando Magritte estaba en su apogeo. Su perturbador cuadro Los amantes, con sus dos cabezas besándose a través de una tela, aparece hoy en las camisetas de las celebridades como el estampado de moda porque, hasta el momento, ningún artista ha dado con una imagen más exacta para ilustrar la soledad labial que la de nuestro ocultamiento tras un tegumento gris. Aquel mismo año, Picasso comienza su período surrealista y el estilo, según Alfred H. Barr, es el medio principal del significado del arte moderno, la influencia su principal motor y el aura la quintaesencia de la obra, trasladada a un bronce sumamente pulido (Brancusi).
Precisamente de la unicidad e invariabilidad de la obra de arte en la época de la digitalización trata la primera recomendación editorial, publicada en medio de esta extraña era que estamos viendo nacer, cuando ni siquiera se sabe con seguridad absoluta (no se ha descartado al cien por cien) si la covid-19 es un virus manipulado (y no por ello menos “original”). Sea lo que sea, el virus –como el arte y el agua– ha llegado a nuestras vidas con su aura intacta.
Contra la marchitez de la obra de arte. Si, en efecto, el aura contiene la esencia de la obra de arte, ésta podría no ser reproducible ni falseable. Pero si la obra de arte siempre ha coexistido con su reproducción técnica, ¿podría haber un punto intermedio entre lo esencial de la obra y su falsabilidad? The Aura in the Age of Digital Materiality (Fundación Factum Arte y Silvana Editoriale) compendia los ensayos de directores de museo, filósofos, arqueólogos y arquitectos en torno a la pudrición parda de la obra original provocada por su reproducción y exposición masiva. El volumen, impecablemente impreso, es una especie de Puente de los Suspiros entre nuestra idea de obra maestra blindada y su reproducción como imagen u objeto. Las ilustraciones de las restauraciones digitales, facsímiles de frescos y esculturas (el busto de Nefertiti, el retrato de Ladies Waldegrave de Joshua Reynolds, la estela de Asurbanipal o el caballo de Canova), añaden más argumentos sobre lo que significa poseer, compartir, conservar y mostrar los artefactos culturales. De aquí a reproducir palacios enteros –un Louvre– con idéntico contenido y disposición de las obras, sólo hay un paso.
Amamos con el hígado. Valéry también se fijó en las imágenes auditivas (sensaciones de sonidos estridentes, agradables, melancólicos) que, junto a las visuales, serían convocadas porel arte del futuro. El libro de José Joaquín Parra Bañón, El oído melancólico, se pregunta por la expresión de la melancolía espetada por cualquier zumbido que incite a la creación y que reconocemos en gestos, posturas y escenarios que los artistas de todos los tiempos le han atribuido con manchas, volúmenes, sonidos y movimientos. Amamos con el hígado y por él se rigen los sanos y los enfermos, y en medio están los artistas. Y Walter Benjamin. Rembrandt reservó para su esposa Saskia la expresión femenina de la melancolía mientras morían los tres primeros hijos que tuvo con ella; y Hopper la ilustró en sus célibes damas. Parra Bañón registra un número considerable de ejemplos de melancolía productiva asociada a las patologías auditivas y al genio artístico, tantas que al final su ensayo parece una ficción voluntariamente tendenciosa, deudora de Calasso, Kristeva y Sebald. Advierte de que la melancolía nunca mengua porque, mientras embota nuestro sentido de la vista, incrementa la capacidad que tenemos de oírnos a nosotros mismos.
Louise Bourgeois, esa guillotina. A años luz del canon melancólico, Louise Bourgeois (París, 1911-Nueva York, 2010) siempre sostuvo que el arte era garantía de cordura, una vía para expiar los traumas de infancia, pero que debía hacerse de forma impúdica, nada sentimental. Cuando la gran tejedora bordaba un Te quiero, era un acto reparador, no un deseo (“si rompes una tela de araña, no se altera, teje y la repara”). Su amigo. el marchante Jean Frémon, urde en Vamos, Louison una biografía impresionista alrededor del sentido de la propia existencia de la artista como hija, madre, amante; todo en su defectuosidad. Un plátano y sardinas en conserva (la nevera está vacía) untados en una rebanada de pan, con un vaso de leche, podía ser su alimento un bochornoso día de verano. O la intimidad con Jerry Gorovoy, su ayudante y modelo de la escultura del cuerpo arqueado hacia atrás y de quien descubrimos en su rostro actual el espectro de su L. B. (compruébenlo en las numerosas imágenes y vídeos suyos que circulan en la red). A la artista le encantaban los puritanos (“lo bueno es hacer caer sus barreras”) y las guillotinas o louisones (que es como se llamaban originariamente), de ahí el título de este librito, un acto de amor a la madre de todas las arañas.
Las vacaciones de Mister Warburg. Esta segunda edición de Las máscaras de Aby Warburg es una revisión crítica del tema del viaje como elemento central o colateral en la historiografía del autor alemán, en concreto el que hizo a las tierras de los indios pueblo, en Nuevo México. El ensayo de David Freeberg cuestiona el correcto comportamiento antropológico de Warburg con los nativos americanos: cómo pudo conseguir las muñecas kachinas, acceder a los recintos sagrados para asistir a la danza de los antílopes en San Ildefonso o al ritual de la serpiente de los hopi, donde se prohibían las cámaras. De todo ello Warburg escribió y conferenció para argumentar su tesis sobre la evolución del paganismo clásico. A esta visión crítica se suman algunos testimonios personales, el rechazo de su judaísmo o su interés casi obsesivo por la cultura de los pieles rojas surgido al South West tras un viaje para asistir a la boda de su hermano Paul, en 1895. El libro incluye fotografías y las anotaciones de su diario personal. Warburg pasa de ser el creador de una escuela a objeto de estudio al amparo del postcolonialismo.
Dejar el arte a los artistas. “En aquel momento nadie hablaba de las vamp. Klimt inventó el arquetipo de la Garbo y la Dietrich antes de que nacieran”, escribe la influyente crítica de arte vienesa Berta Zuckerkandl-Szeps. Este es solo uno de los testimonios del círculo cercano al pintor de la Secesión vienesa que se incluyen en esta minúscula edición de Elba, Cartas, escritos y testimonios, junto a la correspondencia privada del artista. En una de ellas leemos su reacción después de que el Ministerio de Educación le encargara la decoración del techo del Aula Magna de la Universidad (los tres paneles de la Filosofía, la Medicina y la Jurisprudencia) y después la rechazara por considerarla demasiado dramática: “El Estado no debe organizar exposiciones ni hablar en nombre de los artistas, sino que debe arbitrar, estimular el mercado y dejar el arte a los artistas”, dice este grafofóbico patológico, como él mismo se definió en unas líneas de “mísera pluma” a un amigo. “Los hombres son más interesantes especialmente en el campo, en la ciudad son más impersonales y anodinos. Sólo el duque de Alba me ha parecido muy agradable (Jacobo Fitz James Stuart y Falcó (Madrid, 1878-Lausana, 1958) propietario de una rica colección de arte que el artista tubo ocasión de visitar. Sobre su visita al Museo del Congo en Bruselas, explica que ha visto “bestias disecadas perramente, aunque las esculturas de los negros del Congo son sublimes, magníficas, y es bochornoso que, a su manera, sean más hábiles que nosotros, me dejaron apabullado”.
NOVEDADES
Las máscaras de Aby Warburg. David Freedberg. Sans Soleil Ediciones. 220 páginas.
Vamos, Louison. Jean Frémon. Elba. Colección Minor. 95 páginas.
El oído melancólico. José Joaquin Parra Bañón. Athenaica. 296 páginas.
The Aura in the Age of the Digital Materiality. VV. AA. Silvana Editorial / Factum Foundation. 389 páginas.
Gustav Klimt. Cartas, escritos y testimonios. Elba. 72 páginas.
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