El Barça cierra el año con otro Anfield


Cada una de las últimas temporadas se ha definido por una imagen recurrente: Messi absorto, con la mirada perdida, en estado de shock, incrédulo ante la magnitud de los desastres del Barça. Era un estupor tan gráfico y profundo que identificaba al instante el tamaño de su frustración, la dificultad para encontrar las razones de la quiebra y el temor al futuro. En su caso es angustia existencial. Cada año elimina una hoja en su recorrido, y éste apenas difiere de los anteriores. El Barça ha regresado al demoledor pasado de Roma, Liverpool y Lisboa. No se ha estrellado con tanto estrépito, pero el estupefacto rostro de Messi ha sido el mismo.

Han bastado tres semanas para extraer al Barça de su reciente optimismo. El equipo había goleado en la Copa y volaba en la Liga. El regreso de Joan Laporta a la presidencia coincidió con el magnífico partido del Barça en París, una actuación que transmitió nuevas vibraciones. Se detectaron señales luminosas por todos los costados: los jóvenes respondían con desenfado, los veteranos recordaban sus mejores días, De Jong justificaba las expectativas que generó su fichaje, Messi jugaba con una expresividad juvenil y Griezmann parecía engrasado después de dos años de máxima incomodidad.

Sólo faltaba un fleco por cerrar: el plácet de Laporta a Koeman. Aunque contratado por Bartomeu después del 2-8 contra el Bayern, la hinchada recibió al técnico holandés con el aprecio que se debe a una leyenda del Barça. Le benefició además la crecida del equipo. Se atribuyó directamente a Koeman, elogiado por su atrevimiento para tirar de los jóvenes de la cantera, encontrar un sistema táctico que funcionaba, atribuir a De Jong el papel más conveniente y rescatar a Messi de la melancolía.

El 29 de abril, el Barça se enfrentó al Granada. Si ganaba, alcanzaría el liderato del campeonato, estación insospechada cuando arrancó la temporada. Todo le favorecía: el momento, el entusiasmo general y los patinazos de Atlético y Madrid. Estaba a punto de escribirse una de esas historias que cambian el ciclo de un equipo. Del desencanto a la felicidad en dos meses, un instante en el caso del fútbol. El clamor por la continuidad de Koeman era tan ruidoso en los medios de comunicación como las críticas a Laporta por su silencio.

El Barça perdió con el Granada después de cobrar ventaja. Se esfumó el sueño del liderato. Tres días después empató con el Atlético, que le superó de punta a punta. La victoria en Vila-real no impidió un nuevo golpazo: se adelantó dos veces contra el Levante, pero permitió el empate a tres goles. Esa noche, el rostro de Messi recreó la imagen del Olímpico de Roma, Anfield y Da Luz, el mismo insondable abatimiento que se apoderó de él, del equipo, el club y la hinchada. La derrota frente al Celta se escribió con idénticos renglones: el equipo gallego remontó y ganó.

En menos de tres semanas, el Barça ha cambiado las felices expectativas por una amargura abismal. Cada uno de los últimos cuatros años ha terminado de la misma manera. Se intuye un problema que trasciende al fútbol y lo sitúa en el ámbito de la psicología colectiva. El barcelonismo empieza a interiorizar los finales de temporada como una maldición. Si este año significaba un inesperado rebote de satisfacción, se ha quebrado. De repente han regresado todas las lacras que asolaban al Barça. Sus estrellas envejecen, las deudas asfixian, la plantilla es corta, a los nuevos les falta un hervor y el crédito de Koeman ha desaparecido en dos semanas. Ha tocado mal las teclas en el momento cumbre. Ha parecido más un estupendo técnico de entreguerras que el entrenador del futuro.

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