El calvario libanés

Vista del edificio del Banco Central de Líbano en Beirut.
Vista del edificio del Banco Central de Líbano en Beirut.Mohamed Azakir / Reuters

Sostenía el psiquiatra norteamericano Harold Searles, en su obra The Effort to Drive the Other Person Crazy (El esfuerzo por volver loca a la otra persona), que la enfermedad mental está relacionada a menudo con el entorno; en particular, con la estructura familiar. Serviría hoy, como también el episodio de Job en la Biblia, para entender las repercusiones del acoso impuesto al pueblo libanés. Y es que el castigo infligido por las fuerzas que dominan el país ha superado los límites de la razón humana: desempleo generalizado, inflación superior al 100%, enriquecimiento obsceno de los que aprovechan la crisis, imposibilidad de recuperar los depósitos bancarios dañados por las sistemáticas malversaciones de los banqueros. La ciudadanía pervive al borde del colapso mental, entre reacciones depresivas que se suceden con otras acaloradas, impotencia ante la resiliencia de los gobernantes, frustración por toda iniciativa colectiva de cambio del estado de cosas por la vía pacifica, desagregación social de la clase media. El poder ejecutivo está paralizado porque las fuerzas políticas y confesionales no han podido acordar el reparto confesional de ministerios para formar un gobierno de unidad nacional, conditio sine qua non impuesta por la ayuda internacional. La idea misma de interés general parece incongruente, una suerte de mentira amarga, a los ojos de los ciudadanos, y el Estado, salvo en sus funciones represivas, un espejismo. La corrupción, la impunidad de los más fuertes, se convierte en el sello distintivo de la nada como nación. Símbolo doloroso de la quiebra del país, muchos buscan la solución en la huida migratoria. Pero las puertas del mundo están cerradas.

Nunca, desde su creación hace 100 años, el país había estado tan cerca de su implosión. Cierto es que, como cabía esperar, todos los sectores responsables, sean financieros, políticos o religiosos, admiten que la situación ha devenido humanamente insoportable, un naufragio que, sin embargo, les ha empujado a cada uno a salvaguardar sus intereses particulares en detrimento del salvamento colectivo.

Esta situación es peligrosa no solo para los libaneses, sino para todos los países árabes de la región. La realidad es que hoy Irak, Siria, Líbano se están rompiendo. Y, cuando se desagregan las naciones, surge la locura, porque la nación, en Oriente Próximo (salvo el caso del Estado más viejo del mundo, Egipto), es una creación frágil que no resulta de una identidad común previa, forjada, siempre a precio de sangre, a lo largo de la historia, sino de compromisos intertribales y confesionales. Una tarea que, en Líbano, fue impuesta por potencias forasteras, en particular Francia. El innegable sentimiento de libanidad de la población ¿podría refundar un Estado común? De hecho, cada vez más, los ciudadanos se dan cuenta de que, en el seno mismo de los sistemas de pertenencias tribales y confesionales, prevalece la dominación de unos grupos sociales sobre otros. Y que esa solidaridad interna es una jaula que hay que quebrar, si se quiere construir la nación común. No queda otra elección, pues el país no puede seguir sufriendo el calvario. Líbano necesita, más que nunca, una revolución institucional.


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