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El canal de la Mancha se llena de pateras: “No tenemos nada que perder”

Los días soleados han sido un bien escaso en este verano podrido que arrastra Francia. Pero en cuanto el cielo se aclara, los blancos acantilados de la costa británica de Dover se distinguen claramente desde las playas francesas de Calais, al otro lado del Canal de la Mancha. Casi parecen al alcance de la mano. Aunque sea un espejismo y el corto trecho de mar esté cargado de peligros, ese sueño —o último intento desesperado para muchos de evitar la expulsión de Europa— ha impulsado este año a más migrantes que nunca a lanzarse al Canal en embarcaciones cada vez más precarias. Según Londres, más de 10.000 personas han llegado en lo que va de 2021 por mar desde Francia, más que en todo 2020.

Pisar suelo británico es también lo que trajo a Abdul, un eritreo de 28 años, hasta Calais. Habla bastante bien inglés y un alemán que dice haber aprendido “por YouTube”. Más no revela de sí mismo. Ni siquiera Abdul es su nombre verdadero, que prefiere ocultar, como casi todos los que llegan aquí en largos y peligrosos viajes o tras ver denegado su asilo en otro país europeo. Abdul no mira atrás, solo hacia delante. Y su futuro es Inglaterra, cueste lo que cueste. “Sé que es difícil, pero lo voy a intentar e intentar e intentar. Tengo un sueño”, dice sin querer desvelar tampoco cuál es, más allá de que empieza en la otra orilla del Canal.

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En una inusualmente soleada mañana de jueves de principios de agosto (la lluvia no tardará en regresar), en la playa Blériot, en las afueras de Calais, un rastro revela que otros migrantes como Abdul acaban de iniciar su propio sueño. A unos pasos del mar, una chaqueta yace abandonada en la arena. Y unas botas curiosamente alineadas. Algo más lejos, otras zapatillas tiradas con menos cuidado. Detrás, entre las dunas que son un escondite ideal para eludir la vigilancia policial, los restos de lo que quizás fue una última cena a la espera de la llegada de la noche para emprender el peligroso viaje. Según anunciará unas horas más tarde el Gobierno británico, esa noche se volvió a batir el récord diario de travesías marítimas, 482. El antiguo, 430, no ha durado ni dos semanas.

Migrantes en una fila para recibir comida en Calai, Francia, en febrero de 2021.Anadolu Agency / Anadolu Agency via Getty Images

Thierry Rat, un escultor que lleva 20 años viviendo en Calais, ya no se sorprende. Cada mañana pasea por esta playa y cada día se encuentra con nuevos restos de un viaje a Inglaterra. Empezó a fotografiarlos hace un año, cuando tropezó con el casco semi-hundido de un Optimist. “¡Un Optimist!”, exclama aún atónito por el hallazgo de este minúsculo barco de iniciación a la vela para niños que alguien pensó que podría servir para atravesar el Canal (no sirve). Otros lo han intentado con un barco-patín o incluso con una colchoneta de piscina, cuenta Pierre Roques, coordinador de Utopia 56. Ante la imposibilidad de convencerlos para que no se lancen al mar, esta asociación, una de las muchas que trabaja en Calais con voluntarios para ayudar a unos migrantes abandonados por el Estado francés, según denuncian, distribuye en varios idiomas folletos con instrucciones básicas de seguridad en alta mar y teléfonos de emergencia en caso de accidente. La noche del nuevo récord, volvieron a sonar.

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Gracias a las intensas patrullas británicas y francesas en esta franja estrecha del Atlántico, no se puede hablar aún de dramas tan tremendos como en el Mediterráneo: entre 2018 y 2020, solo se han registrado 11 muertes en el Canal. Pero esto puede cambiar, advierte Loan Torondel, un trabajador humanitario que ha publicado un exhaustivo informe sobre las travesías por el Canal de la Mancha.

“Es inquietante lo que está pasando”, dice por teléfono. “En los últimos meses hemos constatado que la calidad de las barcas es cada vez peor: son mucho más frágiles, menos adaptadas, no son embarcaciones preparadas para una travesía así, no tienen ningún equipo de seguridad y además siempre están sobrecargadas, por lo que son menos maniobrables aún, son más inestables”.

Aunque “estamos lejos de la crisis del Mediterráneo”, subrayan todos los consultados, la cifra de travesías por mar no ha dejado de aumentar desde 2018. Además del miedo al endurecimiento fronterizo por el Brexit, los migrantes se lanzan al mar porque la tradicional travesía en camiones o ferris, que en 2016 realizaron 50.000 migrantes, es cada vez más complicada, aunque no imposible (7.000 lo lograron en los primeros seis meses de 2021, según Le Figaro). Los alrededores del Eurotúnel y del puerto de Calais, así como la carretera que lleva hasta ellos, parecen territorios en guerra, rodeados de altas vallas metálicas y hasta de hormigón coronadas con las siniestras concertinas que se ven también en muchas partes de una ciudad repleta de cámaras de videovigilancia. “Esto parece Gaza”, comentan los lugareños.

En 2019, 2.294 personas intentaron llegar en bote a Inglaterra, cuatro veces más que el año anterior, según la Prefectura Marítima de la Mancha y el mar del Norte. En 2020 fueron 9.551, una cifra que este 2021 ya se ha superado a pesar de que Francia asegura haber impedido más de 7.500 travesías.

Un policía revisa el estado de un hombre colapsado en la playa de Dungeness el 4 de agosto de 2021.Dan Kitwood / Getty Images

A finales de julio, París y Londres anunciaron una “nueva fase” en “la lucha contra la inmigración clandestina” que realizan de forma conjunta desde 2003. Reino Unido aportará 62,7 millones de euros hasta 2022 para “apoyar a Francia en su equipamiento y lucha contra la inmigración irregular”. Más agentes y más tecnología para crear una “frontera inteligente a lo largo del litoral”, dijo el Ministerio del Interior galo.

Un esfuerzo vano, considera Torondel. Las medidas de los últimos años “han dificultado las travesías, eso es indudable. Pero esa respuesta no ha tenido ningún efecto sistémico, porque las travesías han aumentado”.

“No hay una crisis migratoria, lo que hay es una percepción de una crisis, y eso es algo que utilizan políticamente los partidos, sobre todo los que promueven una política de seguridad autoritaria”, critica Pierre Roques.

Actualmente, en Calais y alrededores, unos 2.000 migrantes esperan cruzar a Inglaterra. La cifra está muy lejos de los hasta 10.000 que llegaron a concentrarse en la Jungla de Calais, el terrible y vergonzoso campamento en las afueras de esta ciudad de 70.000 habitantes que fue desmantelado en octubre de 2016, hace casi cinco años. Aunque en menor cantidad, los migrantes no tardaron en regresar. Como han venido haciendo los últimos 30 años, desde aquellos primeros que huían de las guerras de los Balcanes. Ahora son, sobre todo, eritreos, sudaneses y afganos.

Asociaciones sobre el terreno e instituciones como el Defensor del Pueblo francés llevan años denunciando las condiciones indignas para los migrantes. La prefectura acaba de prolongar la prohibición de distribuir agua y alimentos gratuitos en el centro de Calais. Una medida, argumenta, que busca evitar “puntos fijos” que lleven a nuevos asentamientos masivos como la denostada Jungla. Pero que en los hechos, denuncian las asociaciones, hace muy difícil el acceso a cuidados básicos. A ello se unen los desmantelamientos regulares de los campamentos por una policía acusada regularmente de brutalidad. Si hasta hace unas semanas se producían cada 48 horas a una hora fija, ahora los ritmos han cambiado, en un intento de coger desprevenidos a los migrantes.

Eso le pasó a Pary, que había salido “por comida” cuando la policía llegó hasta el centro deportivo en el que varias familias habían instalado sus tiendas y se lo llevaron todo. Esta paquistaní de 36 años llegó a principios de semana a Calais con su hija de siete años. “Casi ocho”, corrige la pequeña, orgullosa. Cinco de ellos los lleva huyendo junto a su madre de algo “muy gordo” que Pary —otro nombre ficticio— no quiere revelar. Han pasado por Irán, Turquía y Grecia, hasta recalar ahora en Calais rumbo a Inglaterra. El primer revés lo sufrió nada más llegar. Un passeur, un contrabandista que les prometió una travesía —los trayectos van desde los 1.000 euros hasta los 10.000, también hay clases entre los migrantes desesperados— desapareció con el dinero. Ahora la policía se ha llevado la tienda donde dormían.

Mientras su hija está cerca, Pary mantiene una sonrisa forzada. “Le he dicho que estamos de vacaciones, de camping”, explica. No quiere causarle más traumas a una niña que en su corta vida solo ha conocido el exilio. Es consciente de los riesgos del Canal: cruzó el Mediterráneo en un cayuco “con cinco agujeros que teníamos que tapar con las manos”. Aun así, volverá a arriesgar su vida y la de su hija. “La gente no comprende nuestro dolor. No hacemos esto por capricho, lo hacemos por necesidad”, lamenta. Dice “confiar en Dios”. No tiene más remedio, suspira. En los últimos cinco años, “me han robado, pegado, me han violado. Yo ya lo perdí todo. No tengo miedo”.


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