Rodeada de cerros, la milpa de Clemente Rodríguez parece estos días la alegre consecuencia de un interés genuino por la botánica. Rodríguez no da dos pasos sin señalar una “varita” de ciruela, un “arbolito” que retoñó cuando ya lo daba por muerto, un pino que él mismo plantó cuando era niño. “Aquí venía mucho con Christian”, dice, refiriéndose a su hijo. Igual que hace con los árboles, el hombre camina y evoca viejas anécdotas con Christian, como aquella vez en que unas abejas les atacaron, o aquella otra en que una culebra se comió una de las palomas del muchacho. Migajas de una nostalgia antigua aparecen en su voz, como si agarrara los bordes de un recuerdo lejano.
Rodríguez, que en noviembre cumple 54 años, ha pasado los últimos siete buscando a su hijo. Alumno de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, Christian Rodríguez fue uno de los 43 estudiantes desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, en el Estado de Guerrero, 100 kilómetros al noreste de la escuela. Un entramado delincuencial integrado por autoridades y criminales atacó aquel día a los normalistas, que habían viajado a Iguala a tomar autobuses para trasladarse días más tarde a Ciudad de México, a los actos conmemorativos por la matanza de Tlatelolco.
Se cumplen ahora dos años desde que la nueva administración de la fiscalía asumiera el caso. En este tiempo, los investigadores han dado la vuelta a la historia, negando las líneas maestras del ataque que establecieron sus predecesores. Incapaces por el momento de dar una explicación integral de lo ocurrido, su éxito recae en la identificación de huesos de dos de los 43 estudiantes. Hace dos semanas, el fiscal, Omar Gómez, informó del hallazgo de una vértebra que en vida perteneció a Jhosivani Guerrero. Gómez explicó también que los peritos habían ubicado un trocito del talón del pie de Christian Rodríguez. En su caso, era el segundo fragmento óseo que las autoridades encontraban. Hace justo un año dieron con el primero, otro trocito de un hueso del pie.
“Son muchas preguntas las que aún tengo”, plantea Clemente Rodríguez. “Si lo mataron, ¿cómo lo hicieron? ¿Dónde lo hicieron?”, reflexiona, “ellos tienen que investigar mucho todavía”. Si lo mataron, dice, porque al final solo han encontrado dos trozos minúsculos de huesos del pie. Y la gente, añade, puede vivir sin un pie. No es que Rodríguez se aferre tozudamente a una posibilidad más bien remota, que su hijo haya sobrevivido todos estos años y que pueda andar por ahí, oculto, atrapado. Más bien señala la necesidad de entender, de que les expliquen, de ser tratados con respeto. Sobre todo después de cómo fueron las cosas los primeros años.
En noviembre de 2014, la administración de Enrique Peña Nieto (2012-2018) dio por muertos a los 43. En una conferencia de prensa tristemente recordada, el fiscal entonces, Jesús Murillo, explicó que el grupo criminal Guerreros Unidos había atacado a los estudiantes en Iguala. Policías municipales habían ayudado. Los delincuentes habían asesinado a los muchachos, habían quemado sus restos en una pira en el basurero del pueblo vecino de Cocula y luego habían tirado los restos a un río cercano. El hallazgo en el río de algunos huesos que en vida habían pertenecido a uno de los 43, Alexander Mora, constataba de alguna forma la versión oficial.
Dirigida por Tomás Zerón, jefe de los investigadores sobre el terreno, aquella historia empezó a resquebrajarse pronto. Tanto el grupo de expertos comisionado a México por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) como el equipo de peritos argentinos, expertos mundiales en analizar casos de violaciones a derechos humanos, señalaron que el basurero de Cocula no había registrado un incendio de la magnitud necesaria para quemar a 43 estudiantes. Los expertos argentinos denunciaron además que el hallazgo de los restos del estudiante Mora había ocurrido sin que ellos, que habían trabajado en la zona con los peritos de la fiscalía, lo atestiguaran.
Zerón, Murillo y los suyos se replegaron. Trataron de lanzar la idea de que igual la pira no había quemado a 43, sino a un grupo menor de estudiantes. Pero las grietas avanzaron. Los investigadores habían construido su versión de los hechos a partir de los testimonios de presuntos integrantes de Guerreros Unidos, detenidos e interrogados para el caso. Con el tiempo se supo también que buena parte de ellos habían sido torturados. En 2018, meses antes de que concluyera el Gobierno de Peña Nieto, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México señaló que al menos 34 detenidos habían sido torturados.
Y entonces, ¿qué pasó?
Superado el paradigma del basurero, el vacío incomoda a las familias de los 43. “Yo no quiero un pésame”, dice Clemente Rodríguez, “yo quiero que se haga justicia”. Tanto para ellos como para el fiscal Gómez, la historia del basurero y el río fue un montaje. Pero de momento no hay muchas más explicaciones. Es posible que un grupo acabara en el basurero de Cocula, como señaló la oficina del ombudsman en su informe sobre el caso, presentado a finales de 2018. Pero no hay pruebas incontestables sobre ello.
Por eso, el hallazgo de los huesos de Christian Rodríguez y Jhosivani Guerrero es el hilo del que se agarra la actual administración de la fiscalía. Su tarea no es sencilla. Por un lado, los investigadores trabajan en esclarecer el caso, el ataque, sus motivos, el destino de los normalistas, asunto capital para el presidente, Andrés Manuel López Obrador, desde que llegó a la presidencia. Por otro, intentan desenmarañar la red de encubrimiento que, dicen, tejieron sus antecesores. No en vano, varios de ellos están ya en prisión y otros, caso de Tomás Zerón, en busca y captura.
Situado a 800 metros del omnipresente basurero, el paraje donde encontraron restos de los dos muchachos, la barranca de la carnicería, aparece así como el centro actual de las pesquisas. La fiscalía llegó allí gracias a las declaraciones de un testigo protegido, detenido hace años por la gente de Tomás Zerón, señalado como líder de Guerreros Unidos en la zona. Pero pese al hallazgo de los restos, los investigadores no han explicado la manera en que habrían llegado la barranca. ¿Los mataron allí o solo los fueron a dejar?
El reto ahora es precisamente construir la narrativa, saber qué pasó y por qué. La fiscalía da por hecho que Guerreros Unidos fue parte importante del ataque. Con los años, el entendimiento del grupo criminal es mayor y ahora se sabe que no eran una pequeña red local, que tenían alcance internacional y que recibían el apoyo de autoridades nacionales, caso de la Policía Federal. Los investigadores no solo pelean contra el paso del tiempo, sino contra la misma complejidad de un caso que, con los años, se ha ramificado hasta el infinito.
Como ya explicaron los expertos de la CIDH hace unos años, el ataque de Iguala trascendió al municipio y afectó a decenas de kilómetros a la redonda. No por nada, el fiscal Gómez llegó a decir hace unos días que el escenario a futuro más importante podría ser una población minera a 75 kilómetros de allí, Carrizalillo. Clemente Rodríguez y demás familiares estuvieron en el lugar en mayo, repartiendo volantes con la cara de su hijo y los demás normalistas. “Yo voy a seguir hasta las últimas consecuencias”, zanja el hombre.
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