Las películas, particularmente las buenas, suelen decir tanto de sus historias y de sus personajes como del tiempo y del espacio en que fueron compuestas. Así, pese a sus restricciones y censuras, o precisamente por eso, el cine de la extinta Unión Soviética revela hoy en día parte de la idiosincrasia política y del drama social de un territorio marcado por su forma de gobierno. La plataforma Filmin ofrece ahora la oportunidad de adentrarse en sus esencias temáticas, sus estilos y algunas de sus obras fundamentales gracias al monumental ciclo Soviet Films: Grandes clásicos del cine soviético. Una iniciativa que rescata 38 reliquias en versión remasterizada, la mayoría de ellas muy poco vistas en España en pantallas ajenas a las filmotecas y a los ciclos especializados en festivales.
El realismo socialista, que tuvo como propósito el fomento y la expansión de la conciencia de clase, fue la expresión artística impuesta, oficial y única en todo el territorio desde el llamado Decreto de Reconstrucción de las Organizaciones Literarias y Artísticas dictado por Josef Stalin en 1932 —que dejaba al margen las vanguardias que habían caracterizado al cine ruso de la época muda—, y hasta mediados de los años cincuenta, nueva etapa a partir de la cual las injerencias se fueron relajando, aunque nunca desapareciendo. Y el punto de inflexión para ese relativo deshielo tuvo dos frentes: uno de carácter político, con la muerte de Stalin en 1953; y otro, cinematográfico, con la Palma de Oro en el Festival de Cannes para Cuando pasan las cigüeñas (Mijaíl Kalatózov, 1957), quizá la película estrella del ciclo, que aún bebía un tanto de ese realismo socialista, pero dotada de un tono mucho más poético que épico, y ambientándose en mayor medida en la retaguardia de la II Guerra Mundial que en la batalla.
El deshielo se produjo en dos frentes: uno político, con la muerte de Stalin en 1953; y otro cinematográfico, con la Palma de Oro en el Festival de Cannes para ‘Cuando pasan las cigüeñas’
El contraste entre la frescura del amor juvenil del trecho inicial del relato y la vorágine de los primeros instantes tras el estallido del conflicto explota en una espectacular toma del georgiano Kalatózov, que pasa sin corte de montaje alguno del interior del autobús en el que viaja la chica protagonista a una avenida atestada de gente en medio de los tanques que se dirigen hacia la contienda. Una formidable expresividad artística en los movimientos y en las angulaciones de la cámara, con bellísimos e interminables travellings entre masas de extras, sello de marca del director de la posterior Soy Cuba, que también poseen, aunque no tan espléndidas en su ejecución y en sus medios de producción, otras dos obras ambientadas en la II Guerra Mundial: El destino de un hombre (Serguéi Bondarchuk, 1959), basada en un relato del premio Nobel de literatura Mijaíl Sholójov, con poderosas imágenes tampoco desarrolladas en la heroica batalla sino en el suplicio de convertirse en prisioneros de los alemanes, primero en los característicos caminos embarrados del país y luego en los campos de exterminio nazi; y La balada del soldado (Grigori Chújrai, 1959), el viaje de permiso de un joven soldado que encuentra el amor mientras busca a su madre, encuadrada de nuevo en la retaguardia y no en la gastada épica socialista, con la que el ucraniano Chújrai logró el hito de ser nominado al Oscar al mejor guion original.
La ascensión (Larisa Shepitko, 1977), recientemente reivindicada por el británico Mark Cousins en su serie Women Make Film, y Oso de Oro en el Festival de Berlín, es otra de las obras emblemáticas del ciclo. Alumna del pionero Aleksandr Dovzhenko, Shepitko, ninguneada en su época por el simple hecho de ser mujer, poseía en sus trabajos una imponente carga de profundidad ética. Sin embargo, masacrada por la censura y los impedimentos oficiales a su cine, acabó muriendo a los 41 años en un accidente de coche durante el rodaje de su siguiente apuesta: Adiós a Matiora. Su marido, Elen Klimov, posterior presidente de la Unión de Cineastas y figura política además de cinematográfica, autor de otra obra que también aparece en el ciclo, la mastodóntica, terrible y casi insoportable en lo físico Ven y mira (1985), tuvo que terminar la película póstuma de su esposa.
El cine soviético tenía un filón en la comedia, que no traspasaba fronteras con el éxito de los dramas, pero que alimentó la cotidianidad de los ciudadanos y adquirió una gran popularidad
Pese a todo, como también ocurrió en la órbita de parte de los llamados Nuevos Cines del Este, los de países adyacentes a la antigua URSS como Polonia y Checoslovaquia, el cine soviético solía tener un filón en la comedia, que no traspasaba fronteras con el éxito de los dramas, pero que alimentó la cotidianidad de los ciudadanos y adquirió una gran popularidad. Y en esa línea pueden encontrarse en Filmin títulos como la simpatiquísima Yo paseo por Moscú (Georgi Daneliya, 1961), subtitulada Una comedia lírica, protagonizada, entre otros jóvenes, por un chico que quiere librarse del servicio militar y un aspirante a novelista que escribe relatos “sobre la buena gente”. Veraniega y luminosa, a pesar del blanco y negro, la película es un canto a la felicidad que reluce, por poco habitual en el arquetipo occidental de cine y vida rusos, en un universo de verbenas, bailes y parques de atracciones. También dentro del género de la comedia, y en una década más libre en muchos sentidos como la de los ochenta, ya con la perestroika, destaca la sorprendente Ciudad cero (Karen Shakhnazarov, 1988): viñetas con un humor esquinado entre la ingenuidad y el absurdo, por las que parecen circular Kafka y Beckett en situaciones de Benny Hill, con atrevidas desmitificaciones humorísticas del estalinismo.
A medio camino del melodrama y de la fiesta, de la amargura y de las ansias de libertad, se encuentra la preciosa Moscú no cree en las lágrimas (Vladímir Menshov, 1980), ganadora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa, que contaba con Reagan entre sus admiradores. Y, finalmente, entre las más singulares propuestas se hace un hueco El Viyi (Georgi Kropachyov, Konstantin Yershov, 1967), primera película de terror de producción soviética —y durante mucho tiempo, única—, basada en el cuento de homónimo de Nicolái Gógol que siete años antes había servido de inspiración al italiano Mario Bava para La máscara del demonio. Hechicería medieval colorista e ingenua, de posibilistas decorados, maquillajes y efectos especiales, tan lejos de lo usual en el cine ruso de la época que cuesta enmarcarla en categoría alguna.
Los reseñados son solo un puñado de títulos dentro de un ciclo casi inabarcable y muy diverso, en el que el colofón lo podría poner la filmografía completa de Andréi Tarkovski, seguramente el cineasta soviético más reputado. Unos trabajos que ya se podían ver a través de la plataforma antes del estreno de la presente iniciativa, y entre los que quizá destaque, por ser mucho más desconocido que obras maestras como Stalker y Solaris, la presencia de su mediometraje El violín y la apisonadora (1961), pieza delicada y poética, tesis de graduación del director.
‘Soviet Films: Grandes clásicos del cine soviético’. Disponible en Filmin.
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