Los muertos no hablan ni ven, pero los que descansan en el cementerio ortodoxo de Niza —entre ellos, familias enteras de la alta aristocracia rusa— habrían podido encontrar un motivo para entretener el reposo eterno en los incidentes de marzo de 2016. Un día, la puerta del cementerio apareció con la cerradura reventada, un nuevo candado y un cartel que decía: “Propiedad de la Federación Rusa”.
La réplica no tardó. Apareció otro cartel en la entrada del cementerio en una ciudad que, desde el siglo XIX, fue destino privilegiado de aristócratas rusos, después de exiliados tras la revolución bolchevique y, más recientemente, de oligarcas hoy sancionados. “Fuera, señor Putin”, se leía en el mensaje. “No estamos ni en Crimea ni en Ucrania.”
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En la crónica del suceso, el diario local Var-Matin lo resumió así: “Denuncias, acusaciones de robos y profanaciones, golpes bajos y cerraduras rotas: desde hace un tiempo, los rusos blancos y los zares ya no descansan en paz. Se ha desenterrado el hacha de guerra en el cementerio ruso de Niza”.
Ucrania queda lejos y, para los turistas que este verano abarrotan Niza y la Costa Azul, el calor y las aglomeraciones son una amenaza más urgente que las bombas del presidente ruso, Vladímir Putin. Pero es aquí precisamente donde se escenifica una batalla por los lugares ortodoxos en la que Putin es una figura distante pero omnipresente.
El incidente del cementerio fue uno más en la serie de contenciosos que dividen desde hace años a los descendientes de rusos en Niza. Están quienes creen que los edificios y terrenos religiosos pertenecen a Moscú, y señalan que la Justicia francesa ya les ha dado la razón en un punto esencial: la Federación Rusa es desde 2013 la propietaria legal de la joya de la corona, la catedral de San Nicolás, construida a principios del siglo XX y ahora adscrita al Patriarcado de Moscú. Enfrente, tienen a quienes ven la mano del expansionismo de Putin en los intentos de retomar el cementerio ortodoxo de la Caucade y la pequeña parroquia de San Nicolás y Santa Alejandra, inaugurada de 1860 y adscrita al Patriarcado de Rumanía.
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“Las pretensiones de la Federación Rusa son eminentemente políticas”, sostiene por teléfono Alexis Obolensky, profesor de universidad jubilado y descendiente de príncipes rusos, motivo por el cual a veces le llaman príncipe, aunque él rechaza el tratamiento. “Existe un principio que ellos llaman el mundo ruso, y este mundo ruso es lo que les da el derecho de intervenir en cualquier lugar por lo que haya pasado algún ruso, o alusión a algún ruso”, se queja este hombre de 77 años que también dirige la Asociación del culto ortodoxo ruso, una de las dos organizaciones que en Niza se disputan templos y terrenos. Su organización gestiona todavía el cementerio –fue Obolensky quien en 2016 puso el cartel instando a Putin a marcharse– y la parroquia de San Nicolás y Santa Alejandra.
La otra organización –favorable a que Rusia tome el control de los bienes ortodoxos en Niza– es la Asociación de amigos de la catedral de San Nicolás en Niza, y la preside Pierre de Fermor, descendiente de un importante militar ruso y, más atrás, de un escocés que se trasladó a Rusia para servir a los zares. El tesorero se llama Nikita Ionnikoff, y desciende de la aristocracia rusa que, tras la revolución de 1917, se exilió a la Costa Azul.
“Dicen que es la catedral ortodoxa más bella fuera de Rusia, y con razón”, se enorgullece Fermor mientras pasea por los jardines de San Nicolás, construida bajo los auspicios de la emperatriz María Feodorovna e inaugurada en 1913. Bajo el sol vertical del Mediterráneo, las cúpulas coloridas y el olor a incienso que sale del interior trasladan al visitante a lugares exóticos, a otras latitudes. “Me bautizaron aquí”, explica Ionnikoff. “Soy el ruso más viejo del lugar”.
No podría haber dos rusos de apariencia más distinta. Fermor tiene 72 años, un deje pijo en el acento, la piel tostada, una camisa de marca entreabierta que deja ver una cruz, y una barba y bigote de noble decimonónico que recuerda a Jaime de Mora y Aragón. Ionnikoff tiene 76 años, la piel clara, los ojos rasgados, y viste una camiseta blanca adecuada para la canícula: hoy parece más un veraneante en un camping en Crimea que el bisnieto de un príncipe Galitzin.
“Se decían cosas absurdas del estilo: ‘Los tanques rusos pronto en el Paseo de los Ingleses”, dice Fermor al evocar lo que se dijo cuando la Rusia de Putin se apropió de la catedral. El Paseo de los Ingleses es el famoso paseo marítimo de Niza. “Decían que iban a desmontar la catedral y reconstruirla en la plaza Roja”, ríe Ionnikoff.
Es una historia larga, más de un siglo. Poco después de inaugurarse, la Gran Guerra y la Revolución determinaron el destino de la catedral y pasó a manos de los rusos afincados en Niza. Así siguió durante los setenta años de la Unión Soviética. Todo cambió cuando la Federación Rusa hizo valer que las propiedades del zar eran propiedades del Estado, y que un viejo arrendamiento de la época de los zares había expirado. Tras años de pleitos, un tribunal falló a favor de Rusia y en contra de la asociación que dirige Obolensky.
Era el 2013, y Rusia tenía ya la catedral. Quería más. Con el apoyo de la Asociación de amigos de la catedral de San Nicolás de Fermor y Ionnikoff, reclamó la propiedad de la otra iglesia ortodoxa en Niza, la de San Nicolás y Santa Alejandra, y del cementerio, ambos gestionadas por la Asociación del culto ortodoxo ruso de Obolensky. Por ahora, sin éxito. Moscú sí recobró las llamadas reliquias del zar Alejandro II, que incluyen la camisa ensangrentada del atentado en el que murió en 1881. Pronto se expondrán en la gran catedral, renovada con los millones de euros que invirtió la Federación Rusa. Siempre hubo un trasfondo político en la batalla por los templos ortodoxos de Niza, y la invasión rusa de Ucrania y las matanzas han agravado la fractura.
“Sabemos lo que debemos a la cultura rusa, y a la religión, pero somos europeos y franceses, y en modo alguno podemos apoyar los horrores que el Gobierno ruso provoca en Ucrania”, dice el príncipe Obolensky. “Nos avergüenza”.
En la otra asociación, Fermor asegura: “Yo repruebo la guerra. Si pudiésemos encontrar una solución diplomática, yo sería el primero en saltar de alegría”. Asiente Ionnikoff: “No es posible estar a favor de una guerra”. Y pregunta Fermor: “¿Qué interés tenemos en Europa en enfadarnos con Rusia?”
Ambos, sin embargo, se resisten a entrar en detalles. “Nosotros no tenemos ningún papel político”, dice Fermor. Sigue Ionnikoff: “Lo que nos interesa es conservar este patrimonio ruso tal como era al principio”. Y añade: “No porque estemos con los rusos y la conservación del patrimonio de Rusia estamos de acuerdo con lo que hace Putin: no es una obligación”.
Pero, ¿está de acuerdo o no con lo que hace Putin? “Eso no se lo diré”, responde, y su colega Fermor asiente.
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