El clima extremo y la guerra matan de hambre a Somalia

El clima extremo y la guerra matan de hambre a Somalia

En los campos de desplazados de Dolow, en el sur de Somalia, hay cosas que parecen juegos de niños pero en realidad son muestras de la catástrofe humanitaria que atraviesa el país africano. Aquí los pequeños, por ejemplo, chutan balones cilíndricos. Bidones amarillos que hacen rodar por la tierra con sus pies descalzos. Los llenan en los concurridos puntos donde las organizaciones humanitarias han instalado grifos de los que brota, dotado de un mágico brillo por el reflejo de un sol inclemente, ese líquido que el cielo les ha negado desde hace demasiado tiempo. Avanzan con chutes cortos hasta sus cabañas, hechas con retorcidos palos secos y cubiertas con lonas, que forman una vasta mancha colorida en esta tierra llana y árida, una mancha que se expande día a día con el incesante goteo de familias que huyen de una combinación mortal de extremismo islamista y la peor sequía que ha visto el cuerno de África en 40 años.

Aquí, los balones no son balones. Tampoco los columpios son columpios. Lo más parecido a uno se encuentra a la entrada del precario hospital de Trocaire. Un balde de plástico negro que pende de cuatro cuerdas atadas a una báscula sujeta a un marco de madera. El vaivén del columpio no provoca reacción alguna en su ocupante, la pequeña Rahma, de cuatro años. La falta de interés por los juegos es una de las señales que delatan a un niño desnutrido. La cinta métrica que le ajustan al brazo, un instrumento que los sanitarios utilizan para detectar la desnutrición en los niños, confirma lo que ya anunciaban sus párpados medio caídos y su inexpresividad desarmante. Menos de 11 centímetros. Rojo. Desnutrición grave.

La ONU calcula que, para este verano, habrá 1,8 millones de niños menores de cinco años con desnutrición grave

Trabajadores del hospital de Trocaire, en Dolow, Somalia, miden a la pequeña Rahma, de cuatro años, a su llegada al centro. Álvaro GarcíaUna niña estudia en una clase de la escuela montada en el campamento para desplazados internos de Kaxaarey, en Dolow.Álvaro GarcíaUn grupo de niños presta atención a su profesor en la escuela del campo de desplazados de Kaxaarey, en Dolow. Álvaro GarcíaUna mujer y un niño llenan sus bidones de agua en uno de los grifos instalados por las organizaciones humanitarias en el campo de desplazados de Kaxaarey, en Dolow. Álvaro GarcíaUna familia, recién llegada al campo de desplazados de Kaxaarey, en Dolow, aguarda junto a sus pertenencias a ser atendida.Álvaro GarcíaUn niño lleva un bidón de agua, haciéndolo rodar con sus pies descalzos por el suelo seco del campo para desplazados de Ladan, en Dolow.Álvaro GarcíaImagen aérea de un punto de recogida de agua en el campo para desplazados de Kaxaarey, en Dolow.Una familia camina junto a la alambrada que rodea el campamento para desplazados de Ladan, en Dolow.Álvaro GarcíaUn grupo de personas desplazadas, que han abandonado sus casas huyendo de la sequía y el extremismo islamista, en el campamento de Ladan, en Dolow.Álvaro GarcíaUn bebé reposa en una cama del hospital Trocaire, en Dolow, donde muchos de los niños que llegan padecen desnutrición.Álvaro GarcíaUna mujer alimenta a su bebé en el hospital de Trocaire, en Dolow.Álvaro GarcíaUn niño cubierto por una tela en el hospital de Trocaire, en Dolow.Álvaro GarcíaDos madres con sus pequeños esperan en el hospital de Trocaire, en Dolow.Álvaro GarcíaUna madre sujeta a su hijo, con síntomas de desnutrición, en el hospital de Trocaire, en Dolow.Álvaro GarcíaMohamud Abdi Warsame, cooperante de Unicef, en el hospital Trocaire, en Dolow. En la pared, un cartel donde se apunta información de los ingresos.Álvaro GarcíaEl personal del hospital de Trocaire, en Dolow, ajusta al brazo de un niño la cinta métrica que utilizan para determinar si los pequeños están desnutridos. El tramo rojo indica que puede padecer desnutrición grave.Álvaro GarcíaUna madre alimenta a su niño en el Hospital de Trocaire, en Dolow.Álvaro GarcíaUna madre con su pequeño en una cama del hospital Trocaire, en Dolow.Álvaro GarcíaUna mujer imparte a un grupo de madres un breve curso de cómo alimentar bien a los niños, a la entrada del hospital Trocaire, en Dolow.Álvaro GarcíaUna mujer con su bebé, ante la mesa donde se registra a los pacientes en el hospital de Trocaire, en Dolow.Álvaro GarcíaUn padre junto a su hijo, sobre una cama del hospital de Trocaire, en Dolow.Álvaro García

Ahora Rahma está tendida en una de las camas del hospital, que se ha tenido que ampliar con una carpa para cubrir la demanda. Junto a ella, su madre, Fatima Hussien, de 30 años, explica que Rahma “nunca ha sido una niña sonriente”. “Siempre ha estado enferma, no juega con sus hermanos, siempre ha sido así”, lamenta, con un susurro que se pierde entre el lloro de los bebés, mientras ahuyenta suavemente las moscas del rostro de Rahma con un extremo del hiyab. La sequía arruinó las escasas tierras que cultivaban y mató al poco ganado que tenían. Tras su segundo hijo muerto, Fatima comprendió que tenían que huir de allí. Tres días en un carro tirado por dos burros famélicos cargados con sus escasas pertenencias, pasando controles de los yihadistas, hasta llegar al campo de refugiados de Ladam, en Dolow. Por el camino perdió a un tercer hijo. Fatima se resiste a que Rahma, la segunda más pequeña de los seis hijos que le quedan, siga la misma suerte. “La situación aún es muy dura. No ha llovido en los dos años que llevamos aquí. Pero haré lo posible para que se ponga sana, y cuando esté sana seguro que será feliz”.

El agua no llega

Somalia tiene dos temporadas de lluvias al año y, en una sociedad en la que impera la economía agrícola de subsistencia, miles de hogares se ven empujados al límite si el agua no llega. Sucede que las últimas cinco temporadas de lluvia han fallado. Y nadie espera mucho tampoco de la próxima. Al menos 3,8 millones de somalíes han abandonado sus casas y muchos se hacinan en campos de desplazados como los cinco que han brotado alrededor de Dolow. La ONU calcula que, para este verano, habrá 1,8 millones de niños menores de cinco años con desnutrición grave. En 2011 Somalia sufrió la que se considera la peor hambruna que ha habido en el mundo en lo que va de siglo XXI. Murieron 260.000 personas. En aquella ocasión, fueron solo tres las temporadas de lluvia fallida.

Los expertos tienen claro que la situación es consecuencia del cambio climático. La ciencia demuestra que las sequías y otros fenómenos extremos, como las lluvias torrenciales, son ahora más frecuentes. El ciclo de desastres se acorta. Efectos del calentamiento global. Un fenómeno, producido por las emisiones de los países desarrollados, que se ceba con Somalia pese a que el país tiene poca responsabilidad: apenas genera tantas emisiones de CO2 como Andorra.

Al menos 1,1 millones de somalíes han abandonado sus casas y se hacinan en campos de desplazados como los cinco que han brotado alrededor de Doolow

La falta de lluvias golpea con dureza a otros países del cuerno de África, como Kenia o Etiopía. El hambre se extiende debido a la sequía, combinada con otros factores globales, entre ellos los problemas de suministros derivados de la pandemia de covid-19 y el encarecimiento de los alimentos y los combustibles por la guerra de Ucrania. Pero en Somalia entra un juego un factor adicional que dispara el potencial destructivo de la crisis: el conflicto armado que devora al país.

Campamento para desplazados internos de Kaxaarey en Dolow, Somalia. Á. G.

Incluso en Dolow, zona controlada por las fuerzas del Gobierno, relativamente segura por su cercanía a la frontera etíope y donde los expertos en seguridad señalan que las incursiones de los terroristas de Al Shabab no suelen producirse a menos de 35 kilómetros de distancia, los reporteros y los cooperantes se mueven en vehículos escoltados por rancheras con cuatro hombres armados con ametralladoras. Con las carreteras infestadas de yihadistas, la logística de mover ayuda humanitaria por tierra se complica. “El contexto es muy difícil”, explica Elisha Kapalamula, de 43 años, gerente de respuesta de World Vision, ONG que atiende los campos de desplazados de Dolow y otras regiones del país. “Los milicianos de Al Shabab detienen los camiones y se quedan con la ayuda. Si el Gobierno o las organizaciones mueven la comida, Al Shabab la confisca. Y llevarlo por avión es muy caro. Los comerciantes locales sí pueden mover la comida, por eso tenemos programas con los que, en lugar de dar la comida directamente a los desplazados, se les entrega dinero para que compren en los mercados locales”.

Somlia apenas genera tantas emisiones de CO₂ como Andorra. Siete mil veces menos que, por ejemplo, Estados Unidos.

Los 17 millones de habitantes de Somalia llevan décadas padeciendo guerras civiles y Gobiernos frágiles, apoyados por la Unión Africana y por Estados Unidos, que intenta que el país no se convierta en un fortín terrorista. Un clima de inestabilidad que ha sabido explotar Al Shabab, una de las ramas más activas y fuertes de Al Qaeda. La elección de un nuevo presidente el año pasado creó un clima de frágil esperanza al que han seguido importantes victorias de las fuerzas gubernamentales. Pero los milicianos de Al Shabab, ahora aún más impredecibles por sentirse acorralados, continúan sembrando el terror en la capital y aún controlan amplias zonas rurales, donde cobran impuestos a los empobrecidos granjeros, reclutan a sus niños y hasta, en un alarde de crueldad desquiciada, envenenan sus pozos de agua.

Las zonas rojas bajo el dominio de Al Shabab, igual de golpeadas por la sequía pero inaccesibles para las organizaciones humanitarias, complican no solo la prestación de ayuda, sino también la propia evaluación de la magnitud de la crisis. Esa dificultad es uno de los motivos por los que, a pesar de que la palabra está en boca de todos sobre el terreno, las autoridades aún no han declarado oficialmente la hambruna. Pero hay más factores.

Al Shabab [una de las ramas más activas y fuertes de Al Qaeda], ahora aún más impredecible por verse arrinconado, continúa sembrando el terror en la capital y aún controla amplias zonas rurales

La declaración de una hambruna parece inevitable

El organismo internacional responsable de monitorizar el hambre global, controlado por la ONU y llamado Clasificación Integrada de la Fase de Seguridad Alimentaria (IPC, por sus siglas en inglés), determinó en un informe publicado el pasado 13 de diciembre que las condiciones en Somalia, a pesar de que estaban cerca, no habían rebasado el umbral necesario para declarar una hambruna. Pero si la sequía se extiende hasta la primavera, como anticipan los expertos, aseguran que la declaración será “inevitable”.

El IPC calculó que había en diciembre 5,6 millones de somalíes gravemente desnutridos, el doble que al comienzo del año. No hay un dato del número de muertes, pero se sabe que se cuentan por decenas de miles. Algunos expertos alegan que, además de la dificultad de acceder a vastas zonas del país, los parámetros de la IPC fallan aquí porque las mediciones se hacen en periodos de unos pocos meses, y no son adecuadas para temporadas de sequía tan prolongadas como la actual.

Solo ha habido dos declaraciones de hambruna en la pasada década, la de 2011 en Somalia y la de 2017 en Sudán del Sur

También el Gobierno se resiste a hablar de hambruna. La declaración supondría una inyección inmediata de ayuda humanitaria, al atraer la atención de donantes internacionales que ahora centran sus esfuerzos en la respuesta a otras crisis, como la guerra en Ucrania. Pero al dirigir a la ayuda inmediata los fondos que recibe al país, que son el grueso de sus presupuestos, se vacían de fondos otros proyectos a largo plazo que el Gobierno considera más importantes. También hay expertos en ayuda internacional que, en privado, admiten que en un escenario como el actual, en que los fenómenos meteorológicos extremos serán cada vez más frecuentes, es más conveniente invertir en programas transformadores en el largo plazo. “La declaración de hambruna al final es una decisión política, en la que el IPC tiene que ponerse de acuerdo con el Gobierno”, explica Kapalamula, de World Vision. “Nuestro objetivo es que la declaración no tenga que llegar. Ahora es el momento de enviar recursos, precisamente para evitar que eso suceda”.

El pie de un niño asoma por debajo de la sábana de una de las camas del hospital Trocaire, en el que se trata la desnutrición infantil, en Dolow. Álvaro García

Solo ha habido dos declaraciones de hambruna en la pasada década, la de 2011 en Somalia y la de 2017 en Sudán del Sur. Pero quienes han vivido las otras aseguran la situación ahora es aún peor. “En nuestra historia hemos tenido grandes sequías, pero esto es totalmente diferente”, explica Mohamed Hussen Abdi, responsable de comercio del Gobierno local, en su despacho fortificado en el centro de Dolow. “Se está alargando demasiado. Hemos aprendido de lo que ha pasado en los últimos años. Tenemos que pensar, ver modelos sostenibles para que nuestro pueblo pueda avanzar. Pero ahora a la gente le falta comida y agua. Se mueren de hambre. Es una situación de emergencia. Tenemos que salvar las vidas primero. Como seres humanos, no podemos tolerar esto”.

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