La invasión rusa de Ucrania representa un clavo más en el ataúd del orden internacional establecido tras la II Guerra Mundial para prevenir otro conflicto armado a gran escala. Atrás quedó el triunfalismo que acompañó el final de la Guerra Fría, cuando Francis Fukuyama anunció “el fin de la historia” y la victoria de la democracia liberal. En las tres décadas desde entonces, el resurgir del nacionalismo y el populismo la han debilitado hasta el punto de que Freedom House titulaba su informe anual de 2021 Democracia bajo asedio. Asedio que ahora se ha convertido en guerra abierta.
No obstante, Fukuyama no estaba equivocado sobre el declive de las ideologías. Ninguna ha reemplazado al comunismo como alternativa al liberalismo occidental, y lo menos que puede decirse de los regímenes que desafían el orden internacional es que no están ideológicamente unidos. En el club de los autócratas hay cabida para el “comunismo con características chinas” del PCCh, la teocracia islamista iraní, el nacionalismo exacerbado de Putin y el esperpéntico chavismo venezolano. A falta de ideología, los unen el desdén hacia los derechos humanos, considerados un pretexto occidental para interferir en otros países, y la defensa de la soberanía nacional frente a la emergencia de normas globales como la observación electoral, los regímenes de sanciones y la responsabilidad de proteger.
Los autócratas cooperan a varios niveles. Económicamente, se ayudan a sortear sanciones. China es uno de los principales acreedores de Venezuela, cuya decrépita industria petrolera ha recibido enormes inversiones de empresas rusas. Cuando los países occidentales castigaron a Aleksandr Lukashenko tras las fraudulentas elecciones presidenciales de 2020, Rusia abrió sus mercados a Bielorrusia. China, que tiene su mayor parque industrial europeo a pocos kilómetros de Minsk, también se ha convertido en el mercado más importante para el petróleo iraní y el principal destino de las exportaciones rusas.
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En el área de seguridad, China y Rusia realizan ejercicios militares conjuntos desde 2005, y en 2019 comenzaron a incluir a Irán en sus ejercicios navales. Tras la revolución siria, la República Islámica movilizó sus recursos para garantizar la supervivencia del régimen de Bachar el Asad y la intervención rusa inclinó decisivamente la balanza su favor. Como respuesta a masivas manifestaciones populares contra Lukashenko, Putin le envió asesores para entrenar a sus fuerzas de seguridad en las técnicas utilizadas en Rusia para intimidar a la oposición. Ahora Bielorrusia apoya activamente su guerra en Ucrania.
En Naciones Unidas, Bielorrusia, Siria, Corea del Norte y Eritrea votaron en contra de la resolución de condena a la invasión rusa de Ucrania, mientras China, Irán y Cuba se abstenían y Venezuela no hacía acto de presencia. Incluso autócratas “amigos” de Occidente como las monarquías absolutas de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos (EAU) se han mostrado reticentes a criticar a Rusia, y han contestado con evasivas a peticiones occidentales de que incrementasen su producción de hidrocarburos para evitar una escalada incontrolada de los precios. Era predecible; en el pasado han brindado apoyo diplomático a las políticas chinas en Xinjiang y Hong Kong.
La mención de Arabia Saudí y los EAU nos lleva al tema de nuestra responsabilidad por la actual crisis, por ser un buen ejemplo de incoherencia y doble rasero. Occidente rutinariamente pasa por alto sus persistentes violaciones de los derechos humanos, desde la persecución de disidentes al abusivo sistema de kafala que explota a trabajadores de países pobres. Reino Unido y Estados Unidos han ofrecido entrenamiento, inteligencia y apoyo logístico a su guerra en Yemen. Emmanuel Macron hizo una gira por la región el pasado diciembre para promover la industria armamentística francesa y tuvo el dudoso honor de ser el primer líder occidental en estrechar públicamente la mano de Mohamed bin Salmán tras el brutal asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
El hecho es que, a pesar de la retórica, el interés económico a menudo prima sobre los valores, y las empresas e instituciones occidentales rivalizan por vender sus servicios a los autócratas. Hoy en día los mayores paraísos fiscales no se encuentran en islas caribeñas sino en Estados Unidos. Sus diferentes Estados compiten entre sí por registros corporativos, y Delaware se ha convertido en “el principal paraíso fiscal del mundo”, según Casey Michael, autor de American Kleptocracy. How the U.S. Created the World’s Greatest Money Laundering Scheme in History. Pero Reino Unido, Francia, Alemania, Canadá… todos aparecen como destinos destacados de fondos de procedencia dudosa en los Papeles de Pandora desvelados el pasado octubre.
Bancos occidentales establecen empresas fantasma para blanquear dinero robado de tesorerías o de la explotación de recursos nacionales. Abogados occidentales se ocupan del papeleo y mantienen a raya a los fiscales. Consultores y empresas de relaciones públicas occidentales protegen reputaciones. Agentes inmobiliarios occidentales proporcionan lujosos áticos en París y Nueva York y casas de veraneo en la Toscana y la Costa del Sol. Y vendedores de artículos de lujo occidentales se aseguran de que los dictadores y oligarcas y su progenie, esposas y amantes puedan lucir relojes Rolex, joyas Cartier, bolsos Louis Vuitton y deportivos Lamborghini.
Podríamos añadir a la lista de fallas morales de Occidente la falta de respeto por ese orden internacional que supuestamente defiende. Así, su “guerra global contra el terror” justificó intervenciones militares que tuvieron terribles consecuencias para afganos e iraquíes, y fue acompañada de políticas ilegales como entregas extraordinarias y detenciones indefinidas de sospechosos de terrorismo. Del mismo modo, su creciente uso de mercenarios (perdón, contratistas militares) suscitó y legitimó comportamientos similares, como la creación del Grupo Wagner que Putin ha desplegado en el Donbás, Siria, Libia y, ahora, en el resto de Ucrania, y que ha sido contratado por el Gobierno golpista de Malí para reemplazar a la coalición antiyihadista liderada por Francia.
A Putin se le toleró mucho: repetidos asesinatos e intentos de asesinato de opositores incluso en países occidentales, la agresión contra Georgia en 2008, la anexión de Crimea en 2014 y el apoyo a los separatistas del Donbás desde entonces, el uso de granjas de troles y ataques cibernéticos para subvertir países democráticos… Respondimos con sanciones tímidas y la expulsión de unos cuantos espías, mientras invertíamos en proyectos que perpetuaban nuestra dependencia de los hidrocarburos rusos y extendíamos la alfombra roja a los oligarcas que costeaban el aventurismo del Kremlin, permitiendo que sus ganancias ilícitas distorsionasen nuestros mercados inmobiliarios y comprasen influencia política. ¿Qué haría pensar al autócrata ruso que esta nueva agresión iba a generar una respuesta más firme?
Los líderes occidentales deben aprovechar esta crisis para prevenir el regreso a un orden mundial anárquico en el que los países fuertes pueden invadir a sus vecinos más débiles con impunidad. Y para ello, deben estar a la altura de los valores que fundamentan el orden liberal. Así, deben basar sus políticas en el respeto hacia los derechos humanos; aumentar su cooperación para cerrar los paraísos fiscales e implementar las leyes contra el blanqueo de dinero; y acordar no vender armas a regímenes opresivos, para que los escrúpulos de uno no se conviertan en las ganancias de otro. Solo entonces sus discursos en defensa de la democracia tendrán credibilidad a los ojos del mundo.
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