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El confesionario del narco mexicano: los capos están dispuestos a hablar

EL PAÍS

Las luces de la Corte del Distrito Este de Nueva York se apagaron a petición de los fiscales. Harold Poveda, alias El Conejo, estaba rodeado por decenas de personas: el juez, el jurado, los abogados y los periodistas. Pero en ese momento se quedó solo. “¿Puede explicarnos lo que estamos viendo, por favor?”, le preguntaron cuando empezaron a proyectarse las imágenes. “Sí, cómo no”, dijo el capo con un marcado acento colombiano. “Es mi casa”. El narcotraficante empezó a describir “la mansión de la fantasía”, un palacete al sur de Ciudad de México que tardó cuatro o cinco años construir. Le costó casi siete millones de dólares. La cámara enfocaba una puerta tallada a mano que trajo de la India, la imitación de una armadura medieval, puentes colgantes que surcaban amplios jardines y una piscina que se conectaba con su discoteca personal. Lo que nadie esperaba era un relato tan detallado de El Conejo sobre sus animales. Solo en esa residencia tenía leones, otros grandes felinos, un chimpancé, aves exóticas y un gato persa “espectacular” y blanco “como la cocaína”. De pronto, Poveda se puso a llorar. Recordó con la voz entrecortada el reino que construyó en medio de una guerra total de carteles hace 15 años y las traiciones que finalmente lo llevaron a perderlo todo. Poco antes se había mostrado orgulloso porque esa noche no lo atraparon. Alcanzó a escalar la jaula de los tigres blancos y pudo fugarse.

Casi todo lo que se conocía de “la mansión de la fantasía” era por trabajos periodísticos. De hecho, fueron los medios de comunicación los que grabaron el vídeo que se presentó en el tribunal y a los que se les ocurrió ponerle ese nombre. Esta vez, sin embargo, era El Conejo quien lo revivía todo, como si fuera un relato autobiográfico. Poveda, antiguo miembro del Cartel de Sinaloa, fue llamado a declarar esta semana en el juicio contra Genaro García Luna, el que fuera el máximo responsable de la seguridad de México durante el Gobierno de Felipe Calderón (2006-2012), un periodo en el que el expresidente emprendió lo que se conoció como guerra contra el narco, que aún tiene sus consecuencias. García Luna, otrora modelo policial, enfrenta cargos por narcotráfico y delincuencia organizada en Estados Unidos después de su detención en Dallas en diciembre de 2019. Los testimonios de El Conejo y de otros capos que se han convertido en cooperantes de las autoridades tienen pasajes extravagantes y a veces, francamente, increíbles. Pero no han sido cándidos ni coloridos. Son también un mea culpa: yo maté, yo secuestré y yo torturé. Ya no se trata de series de televisión ni de historias de ficción. Dos décadas después de sembrar el terror, son ahora los narcos quienes lo cuentan todo.

El juicio más relevante para México desde la caída de Joaquín El Chapo Guzmán ―sentenciado en la misma corte y por el mismo juez que lleva este caso― se ha convertido en el telón de fondo del mayor ejercicio de memoria colectiva sobre la guerra contra el narcotráfico, que ha dejado cientos de muertos en el país. El Conejo habló de cómo mandó a matar al amante de su esposa, un policía colombiano. Detalló cómo sus jefes pensaron hacer lo mismo con García Luna, que en ese entonces llevaba las riendas de la Seguridad en el país, y “mandarle su cabeza al Gobierno para que todos vieran que con ellos no se jugaba”. Confesó que había ganado entre 300 y 400 millones de dólares durante su carrera criminal. Y contó que se declaró culpable en Estados Unidos de traficar más de un millón de kilos de cocaína. Su historial le auguraba pasar el resto de su vida tras las rejas, pero desde 2019 está en libertad condicional. Parte de los testigos a los que ha recurrido la Fiscalía ya han cumplido sus penas, mientras que otros permanecen aún en las cárceles de Estados Unidos, caso de los más esperados por todos, que aún no han intervenido.

“Usted dijo que era responsable de la muerte de por lo menos 100 personas, ¿correcto?”, preguntó Florian Miedel, uno de los abogados de la defensa, a Óscar Nava Valencia. El Lobo, como también es conocido el capo, que se quedó mudo por unos instantes. “Me tocó tomar malas decisiones en mi vida, sí”, espetó el testigo. “¿A eso le llama tomar malas decisiones?”, replicó Miedel. Confrontado sobre su legado de violencia, Nava Valencia sostuvo que si estaba ahí era para contar la verdad, por más cruda que fuera y por más incómodo que le pusiera esa situación. “Para uno no es fácil sentarse aquí y decir las cosas como son”, admitió el narcotraficante.

“¿Usted torturó?”, preguntó la fiscal adjunta Erin Reid a Israel Ávila, otro antiguo integrante del Cartel de Sinaloa. “Varias veces”, contestó. “¿Más de 10 veces?”, cuestionó Reid. “Probablemente”, dijo Ávila tras otra larga pausa. Intentaba hacer memoria. El narcotraficante, un mando medio de la organización, explicó que fue víctima y también victimario. “Me torturaron porque creían que estaba trabajando con el Gobierno de Estados Unidos”, dijo. La prueba de lealtad le dejó marcas de cortes en la cara, quemaduras en todo el cuerpo y huesos rotos por las palizas y las ataduras. Pero tuvo que quedarse. “Tuve que seguir trabajando para ellos porque si no me iban a matar”. Antes de que la fiscal hiciera otra pregunta alcanzó a decir: “No solo a mí, sino a mi familia también”.

El Conejo también aseguró que fue torturado, pero no a manos de sus rivales, sino de la Policía a cargo de García Luna. “Me vendaron los ojos”, relató. Fue golpeado antes de ser presentado a las autoridades y presionado por agentes que saquearon dos de sus propiedades y lo obligaron a grabar una confesión falsa, declaró. “Me pusieron una bolsa de plástico para ahogarme”, siguió. “Me desnudaron”. “Me dieron toques eléctricos”. “Hasta que ya no pude más”, zanjó. Un día después del secuestro fue presentado ante los medios como un trofeo de guerra.

En los testimonios del juicio, la línea que divide a las autoridades del crimen organizado ha sido, por momentos, muy estrecha. Eso es lo que está en juego. García Luna es acusado de tener nexos con el narcotráfico desde hace más de 20 años. Sergio Villarreal Barragán, el primer testigo llamado por la Fiscalía, contó cómo se disfrazó de policía y prácticamente coordinó la captura de Jesús El Rey Zambada, su antiguo socio en el Cartel de Sinaloa, en 2008. El narco estaban tan infiltrado en los cuerpos de seguridad que tenían uniformes, patrullas e identificaciones iguales a las de las fuerzas del orden, siempre según su testimonio. Dijo que recibían información sensible, que había repartos a partes iguales de la droga incautada, que quitaban y colocaban a comandantes a cambio de sobornos multimillonarios. En una ocasión, aseguró, se entregó tanto dinero que no cabía en el coche donde lo llevaban “El cartel creció con ayuda del Gobierno”, afirmó El Grande, como también es conocido el narco de mayor rango que ha hablado sobre el caso, que fue detenido en 2010 y extraditado en 2012, durante el sexenio de Calderón y que, después de cumplir su condena, fue liberado hace más de un año.

No solo fue Villarreal Barragán. El Lobo Valencia dijo que pagó tres millones de dólares para reunirse con el entonces secretario de Seguridad durante 15 minutos en un lavado de autos de Guadalajara, la tapadera de uno de sus socios. Ávila dijo que eran los propios agentes quienes les ayudaban a descargar los cargamentos de droga que aterrizaban en el Aeropuerto Internacional de Ciudad de México y otras terminales del país. Incluso, comentó que les ayudaban a esconderse y que se reían a carcajadas cuando escuchaban en las frecuencias de radio cuando otros policías decían que iban tras ellos. Poveda presumió que pudo regresar a Colombia sin pasar por migración y que los policías lo escoltaron hasta la puerta del avión para que no hubiera problemas. “Fue una belleza”, dijo El Conejo.

No han sido solo los capos quienes han contado su verdad. Raúl Arellano, un expolicía mexicano, relató que recibía “órdenes extrañas” para dar vía libre al tráfico de drogas en el aeropuerto de la capital mexicana. Existía todo un código policial para sellar el pacto de impunidad en el trasiego de cocaína, armas y dinero. “Hablaban de que habían pasado bien ‘la maleta’ de la 79 [clave para droga] y el 40 [dinero]″, zanjó Arellano. Francisco Cañedo, otro antiguo agente, afirmó que vio a su jefe reunido con Arturo Beltrán Leyva y Édgar Valdez Villarreal La Barbie, dos de los narcotraficantes más temidos de su época. “Me quedé temblando”, dijo sobre el encuentro supuestamente protagonizado por el jefe de su corporación. Tras denunciar, Cañedo acabó inculpado de seis delitos graves, pero después fue exonerado. Decepcionado y hastiado, Arellano renunció.

García Luna, en voz de sus abogados, ha dicho que los testimonios rayan en lo fantástico. “No hay evidencia del dinero ni fotos ni correos electrónicos ni mensajes de texto”, dijo César de Castro, el líder de la defensa. “Todo se basa en los testimonios de asesinos, secuestradores y traficantes”, agregó. Para algunos medios de comunicación y sectores de la población, los testimonios son difíciles de creer. Les cuesta imaginarse a un miembro del Gabinete reunido en un día laboral con varios jefes criminales y recibiendo maletas con más de un millón de dólares en dinero sucio, sometido a sus órdenes. Otros creen que el acusado ya está prácticamente sentenciado, pese a que falta casi un mes y medio para que termine el juicio. El destino del acusado se decidirá a más de 3.000 kilómetros de la frontera.

Muchos años después y como si recordaran vidas pasadas, los narcotraficantes entran y salen del confesionario en cada audiencia. A veces son retadores y otras parecen acorralados o arrepentidos. Hablan de volúmenes de dinero inimaginables; submarinos y lanchas llenos de “mercancía”; coches de lujo y joyas finas; sobrenombres ridículos, y corrupción en todos los órdenes de Gobierno. La Fiscalía tendrá el reto de atar los cabos y respaldar los relatos más allá de una “duda razonable”. Está previsto que el juicio se retome el próximo lunes.

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