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El Congreso de Perú, reflejo del fracaso político del país

El Congreso de Perú, reflejo del fracaso político del país

El Congreso de Perú no es exactamente ese lugar que el miércoles salvó la democracia al destituir a Pedro Castillo. La gente criticaba el Gobierno improvisado del presidente, pero también la Cámara, que está llena de políticos que defienden los intereses de empresarios y gremios sin tener en cuenta el interés general. Sus miembros se han pasado el último año y medio discutiendo la destitución, sin tratar de arreglar ningún problema de fondo. La nueva presidente, Dina Boluarte, ha pedido unión entre el Gobierno y el Congreso, pero eso también se puede interpretar como un pacto de convivencia hecho para que en el fondo nadie cambie. Hartos de sentirse atrapados en este círculo, una frase se ha hecho muy popular en Perú: “Que se vayan todos”.

A Pedro Castillo jamás se le había pasado por la cabeza ser presidente. Sus ambiciones eran más bien locales. Años atrás se había presentado a alcalde de su pueblo y había sacado un resultado muy discreto. Le superaron tres vecinos. No fue idea suya dirigir este país. El líder del partido Perú Libre, un cirujano marxista inteligente y con facilidad de palabra llamado Vladimir Cerrón, buscaba ese puesto, pero la justicia le negó la candidatura. Tuvo que encontrar entonces a un sustituto de sí mismo, a alguien a quien pudiera manejar. En un lugar remoto de la región andina encontró a un maestro rural que había demostrado cierto carisma como líder sindical y le propuso la aventura. Ni el mentor ni el elegido pensaban que iban a llegar tan lejos. El resto ya es historia.

Esta forma de llegar a la política es habitual en Perú. Los partidos no tienen cuadros ni militancia, quizá con la excepción del viejo fujimorismo. Al frente están personajes como Cerrón, que buscan actores que se suban a sus siglas sin importar la ideología ni la lealtad al partido. El Congreso es el mejor ejemplo del fracaso político en el que lleva sumido el país desde hace años. El enfrentamiento entre congresistas y presidentes ha sido constante. Perú lleva seis mandatarios en cuatro años.

Con Castillo la pelea fue descarnada. La mañana en la que anunció el autogolpe de Estado, el presidente se enfrentaba a su tercera moción. Él consideraba que era víctima de una ofensiva antidemocrática contra el representante elegido por el pueblo y decidió redoblar la apuesta dándose plenos poderes. La moción, como las dos primeras, no tenía muchas posibilidades de salir adelante. Pero Castillo estaba harto, se sentía acorralado. La culpa no era solo de un Congreso muy cuestionado, al que el 86% de los peruanos desaprueba. En año y medio, el presidente no logró un solo gabinete estable -nombró hasta cinco-, y nunca tuvo un programa de Gobierno. Sin definición ideológica clara, Castillo fue sumando a su Ejecutivo a personajes radicales llegados desde cualquier espectro en busca de una paz política que nunca logró. El miércoles acabó siendo víctima de sí mismo.

La Cámara que lo destituyó después de su mensaje a la Nación está repleta de parlamentarios que solo se representan a sí mismos y a intereses empresariales o regionales. La mayoría de los 130 congresistas viven su primera experiencia política – en Perú está prohibida la reelección-. Los partidos son vehículos de acceso al poder que se abandonan una vez que se consiguen los votos para un cargo. Incluso hay compra de puestos en las listas y las campañas electorales se hacen para uno mismo. Lo importante es llegar. Una vez en el escaño, hay casos constantes de trasfuguismo y rupturas. Si esta legislatura comenzó con nueve grupos hoy ya tiene 13.

El Congreso tampoco tiene una agenda legislativa que busque resolver los problemas. La educación, la pobreza la desigualdad, el desempleo, el medio ambiente. Javier Torres, director de Noticias SER, dice que juega un rol “bastante desestabilizador” en la política peruana. Hay dos ejemplos claros que muestran esto. La ofensiva contra la ley de Educación, que buscaba mejorar la calidad universitaria en manos de centros de negocio privados. Y la ley de Transporte. Congresistas de derecha e izquierda han aprobado juntos normas para evitar que se implementen en defensa de lobbys y grupos de interés. Para el analista Paulo Vilca la política en los últimos años se ve “como un campo para el aprovechamiento personal” en el que alcaldes, gobernadores o congresistas buscan acceder al poder no para llevar adelante programas políticos, sino para beneficiarse de este.

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Roberto Chiabra es un general del Ejército retirado a quien la vida castrense le enseñó a poner el concepto de patria por encima de todo. Congresista en este momento por el partido derechista Alianza, reconoce que las políticas que se discuten en la cámara están dominadas por grupos de interés. “Responden a intereses particulares”, explica. Chiabra es muy crítico con Castillo, al que considera un presidente incapaz que nunca se rodeó de gente con el suficiente nivel. Votó tres veces a favor de echarlo por ese artículo tan discutible que es el de vacancia moral permanente, algo difícil de medir. Prefería la inestabilidad política a un minuto más del maestro en el poder. El cambio no parece haberle hecho cambiar de opinión. “O la nueva presidenta nombra un primer ministro y un gabinete de calidad o tendremos serios problemas”, advierte, una amenaza que encubre la forma de operar ahí dentro.

En resumen, el Parlamento y el Ejecutivo usan los mecanismos diseñados para el equilibrio de poderes como armas arrojadizas de uno contra otro. Uno, la vacancia, el otro, la disolución del congreso. Medidas extraordinarias que se convierten en ejercicios cotidianos. Castillo pulsó esta semana ese botón. Los que le rodeaban señalan que vivía agobiado por esa permanente espada sobre su cabeza. Se quejaba a diario, en las reuniones con los ministros o en la cena con un embajador. Cuando viajaba fuera de Lima, a los territorios rurales donde él se sentía más respaldado, les decía a sus paisanos que esta era la forma de la élite y del poder de no dejarle gobernar. Lo convirtió en un asunto personal. Se le ahogaba la voz hablando del asunto, era un tema que lo llenaba de ira. El miércoles quiso acabar con ese malestar profundo que lleva a las personas a agarrar caminos inciertos. Le salió mal.

La congresista Flor Pablo, de un partido de centro, ve a Perú golpeado, dolido, urgido de una reforma política. Ella propone que, en un caso como el de ahora, se convoquen elecciones. Los parlamentarios se lo pensarían dos veces a la hora de echar a un presidente. Considera que Boluarte, que ni siquiera tiene una bancada que la respalde tras su ruptura con Perú Libre, debe comandar un Gobierno de transición democrática que conduzca a una serie de reformas que hagan recuperar la credibilidad en el sistema. “De otro modo no funcionará, las mismas reglas nos llevarán a los mismos resultados”. O sea, a otra persona, con otro nombre, otro apellido, otra historia de vida, pero que acabe igual que todos los presidentes anteriores.

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