Apenas rozaban los 14 años cuando, por orden del Estado, unas 15,000 adolescentes estigmatizadas como “prostitutas” y procedentes de “familias rotas” fueron encerradas en la congregación de Nuestra Señora del Buen Pastor en Holanda, donde trabajaron explotadas por las monjas en sus lavanderías y talleres de costura.
En las popularmente conocidas como “instituciones del amor”, rodeadas de muros altos y doble puerta clausurada con candado, vivían las “mujeres descarriadas” (madres solteras, discapacitadas, etc), pero también menores de edad.
Eran, en su mayoría, niñas huérfanas, víctimas de abusos sexuales o de violencia de género, rebeldes adolescentes o hiperactivas “incontrolables”, cuentan a Efe varias de las afectadas.
Se llaman a sí mismas las “chicas malas” de la congregación, y hoy exigen al Estado y a la congregación un reconocimiento público del daño causado y una indemnización económica por su años de trabajo.
Según denuncian, fueron privadas de libertad y obligadas a coser y limpiar camisas para el Ejército o sábanas para hospitales durante 60 horas a la semana y sin cobrar.
Los monasterios de la congregación estaban repartidos por todo el país (Almelo, Velp, Bloemendaal, Tilburg y Zoeterwoude) y por ellos pasaron miles de niñas entre 1876 y 1978.
Las que aún viven tienen entre 55 y 92 años, y arrastran las cicatrices de aquellas eternas jornadas de trabajo infantil y de los castigos físicos y psicológicos a los que aseguran que fueron sometidas.
Una de ellas, Joke Vermeulen, de 63 años, tiene lagunas en sus recuerdos y las achaca a unas “pastillas amarillas” que las hermanas le daban cada noche. Ninguna le explicó para qué eran, pero le inducían al sueño y al día siguiente se sentía “tan zombi” que no podía ni sentarse a la máquina de coser.
Anita Suuroverste, de 66 años, también habla de “recuerdos borrados” de su mente, especialmente de su paso por Almelo, lugar sobre el que abundan las leyendas negras.
Las normas que regían el convento eran muy estrictas: Las niñas no tenían permitido dirigirse la palabra; solo podían ducharse los viernes durante un máximo de tres minutos y bajo la mirada de una supervisora; debían trabajar seis días a la semana sin derecho a baja por enfermedad, y los domingos eran días de rezo. Incumplir estas reglas conllevaba días de encierro bajo llave en celdas de aislamiento.
“Éramos niñas dóciles. Aprendimos a decir que sí a todo, un no significaba recibir un castigo. No querían que hubiera amistad entre nosotras. No sabíamos nada unas de otras. Éramos simples números, cifras que estaban pintadas en las etiquetas de nuestra ropa e incluso en las compresas. Cuando teníamos la regla, teníamos que echar la cortina y escribirlo en una pizarra para que todo el mundo lo supiera”, recuerda Joke.
“Los abusos sexuales empezaron cuando yo tenía ocho años. Mi madre me entregaba cada semana al agente de seguros. Yo no quería irme con él, pero me obligaba, era la forma de pagarle el dinero del seguro, me vendía a él. Un día se hartó y mi madre consideró que yo era una niña sucia, me echó. Acabé en varias casas de acogida, donde me trataron bastante bien”, explica esta misma mujer.
Era 1969 y se acercaba a los 14 años cuando tuvo que dejar su internado. Considerada una de las 15,000 “chicas malas” que no debían compartir espacio con las “decentes”, el Estado la puso en manos de las monjas del Buen Pastor en Almelo, uno de los conventos más polémicos desde los años cincuenta.
En la institución católica, situada en el este de Holanda, comenzó su nuevo infierno: depresión, marginación, explotación y trabajo forzado, denuncia. Trabajó de sol a sol, durante cuatro años, en las lavanderías de la congregación. Tenía que coser, lavar, planchar y doblar toallas, sábanas y otras prendas que terminaron en los escaparates de las grandes empresas nacionales.
“Las monjas hicieron mucho dinero con nuestro trabajo, y todo el mundo sabía en qué condiciones nos tenían. Fue un infierno y deben pagar por lo que nos hicieron. No nos dieron educación, ni cariño. Creían estar por encima de la ley”, cuenta, aguantando sus lágrimas, Jeanny Nies (59 años), que entró en la misma congregación cuando tenía cerca de 15 años, después de huir de casa por las palizas que recibía de su padre.
Fue expulsada del convento al cumplir los 18 años, pero antes confió a su diario –prueba que utiliza en su lucha contra el Estado- la explotación que sufrió en el convento de Almelo entre 1975 y 1978.