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El cruce clandestino entre Colombia y Venezuela se impone a la reapertura de la frontera

El sol del mediodía rebota abrasador sobre el Puente Internacional Francisco de Paula Santander, uno de los pasos fronterizos entre Colombia y Venezuela. Varias decenas de periodistas y empresarios esperan a un lado y otro de la línea limítrofe, marcada por el río que corre debajo de la vetusta estructura, al diputado venezolano Freddy Bernal, designado como “defensor del Táchira” por el Gobierno de Nicolás Maduro y hoy en campaña por la gobernación. Cuando llega, un par de montacargas retiran el último contenedor que bloqueaba la vía, como ya lo habían hecho al comienzo de la semana con el puente Simón Bolívar, un armatoste solitario pintado con los colores de la bandera venezolana que deja una estela de basura aplastada, cucarachas que huyen de la luz y marcas sobre el asfalto que un equipo de limpieza remueve mientras el dirigente chavista todavía habla con la prensa.

“Ya no existe ningún obstáculo en la República Bolivariana de Venezuela que evite o limite la apertura comercial, progresiva y biosegura”, proclamó Bernal al final del coreografiado evento del pasado viernes, al hacer un llamado por aparcar las diferencias entre Bogotá y Caracas, dos Gobiernos con posturas irreconciliables. “Esperamos por las autoridades de Colombia”, apuntó, aunque el Ejecutivo de Iván Duque ya había ordenado abrir la frontera en junio, después de 14 meses cerrada como parte de las medidas para contener la pandemia, sin obtener medidas recíprocas del otro lado en aquel entonces.

Fue el final de una semana de expectativas de reactivación postergadas entre la población de la frontera, pues a pesar del clamor de sectores sociales y económicos, la “apertura comercial” decretada por Venezuela aún no se concreta, a la espera de coordinar detalles entre autoridades aduaneras y migratorias de dos capitales constantemente enfrentadas. Bogotá ha invocado a una apertura “gradual”. Ante la movida de ficha de Caracas insiste en que no se va a precipitar y necesita evaluar las estructuras que soportaron más de dos años el peso muerto. Por ahora, se impone la frontera clandestina. El flujo por las llamadas trochas sigue siendo la regla. Los más de 2.200 kilómetros de línea limítrofe son porosos, repletos de rutas informales por donde históricamente ha fluido todo tipo de contrabando.

Puente Francisco de Paula Santander, en donde retiraron los contenedores el pasado viernes.Camilo Rozo

Cúcuta ha sido la bisagra de las tensiones entre Bogotá y Caracas, agudizadas desde febrero de 2019 por el fallido intento de la oposición venezolana, encabezada por Juan Guaidó, de ingresar alimentos y medicinas al país. Maduro consideró ese episodio un intento de “invasión” que lo llevó a romper unas relaciones que para entonces ya estaban en descomposición. Duque lo considera un dictador y Maduro lo acusa de todo tipo de complots. La imagen de esos contenedores atravesados por militares leales al chavismo, que se ha repetido en los puentes binacionales que en teoría comunican a la capital del departamento de Norte de Santander con el Estado Táchira, se ha convertido en un potente símbolo de los desencuentros.

Los puentes han sido el embudo de uno de los mayores flujos de personas en el mundo, y en especial el Simón Bolívar, el principal paso peatonal con San Antonio del Táchira, se ha visto en otros momentos desbordado por la diáspora de venezolanos que huyen empujados por la hiperinflación, la inseguridad o la escasez de alimentos y medicinas. Pero ha estado poco concurrido a lo largo de esta inusual semana, con una ciudad militarizada debido a la visita de Duque para conmemorar los 200 años de la Constitución de Cúcuta, una fastuosa celebración que tuvo como epicentro el templo histórico de Villa del Rosario, a dos kilómetros del borde. “El lugar donde todo comenzó”, reza el eslogan en los cárteles que inundaron las calles, pues esa carta política es considerada el hito fundacional de la Nación colombiana. En esos años, la idea de la Gran Colombia alcanzó a reunir a Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá, pero tuvo una corta vida.

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Aunque los trocheros, como se llama a los jóvenes desposeídos que se ofrecen a cargar los bultos por unas monedas, todavía persiguen a cuanto taxi se acerca al Simón Bolívar, una estructura obsoleta tras más de medio siglo de servicio, los días en que miles de migrantes se aglomeraban para transitar sin descanso los 315 metros que mide el principal paso entre ambos países se antojan lejanos.

Daykelin Guerra con su hijas y su madre, Alida Suárez, tras registrarse para el estatuto temporal de protección de migrantes venezolanos.Camilo Rozo

Ya no están los puestos de cambio de pesos colombianos por los devaluados bolívares, ni los agentes de viajes que vendían trayectos en autobús a cualquier capital de Sudamérica, incluso Buenos Aires, a más de 8.000 kilómetros. Tampoco el sonido incesante de las ruedas de maletas y carritos que transportaban todo tipo de mercancía, la banda sonora que caracterizó durante años las inmediaciones. En lugar de ese bullicio se escuchaba este jueves un vallenato lejano. Un corredor de vallas metálicas de las autoridades migratorias que regulan el goteo de transeúntes ha reemplazado a esa muchedumbre.

Desde hace cerca de un mes está autorizado el paso de estudiantes, pacientes con cualquier tipo de cita médica o adultos mayores. Para el resto, se mantiene restringido. De las más de 60.000 personas que cruzaban a diario los puentes, hoy lo hacen unas 3.000. Son excepciones como la de Wilmarys Navas, de 19 años, que camina con una camiseta lila que deja asomar su protuberante panza. Tiene ocho meses de embarazo, y como muchas mujeres venezolanas planea parir en Cúcuta. La acompaña Franklin Cumana, el padre de 32, quien trabaja cargando mercancía por los pasos informales. “La trocha es más segura a veces que las mismas alcabalas [puestos de policía] en las carreteras de Venezuela. En la trocha te cobran porque es un paso irregular”, razona. ¿Quién cobra? “Son secretos de la trocha que a veces no podemos hablar”, responde sin complicarse. Incluso si abren plenamente los pasos formales, asegura, los informales seguirán funcionando.

“Tenía años de no usar el puente, uso más las trochas”, se sincera unos metros más atrás Jerson Guillén, acompañado por su esposa y sus dos hijas, mientras cruza con Eliani, la menor, sobre sus hombros al regreso de citas médicas. Es comerciante y suele pasar tres veces a la semana a comprar mercancía, pues “en San Antonio no se encuentra nada”. Cuenta que les “colabora” con unos 2.000 pesos por trayecto –unos 50 centavos de dólar– a los “muchachos”, como se refiere a los trocheros. El flujo que antes pasaba sobre los puentes, ocurre ahora debajo. Desde el Simón Bolívar incluso se avista una hilera de personas atravesando el río Táchira.

Registro biométrico de migrantes venezolanos en la frontera colombiana.Camilo Rozo

Esa trocha desemboca en La Parada, un barrio de calles polvorientas que bordea el lado colombiano del puente y se ha convertido en la primera escala para muchos de los migrantes que llegan a un país que ya acoge a cerca de dos millones de venezolanos. En las casas destartaladas se hacinan en cubículos divididos por lonas que crean un laberinto de subdivisiones. “Ahí se ve de todo, se escuchan violaciones y a cada ratico hay muertos”, cuenta a EL PAÍS durante un recorrido nocturno una madre de dos niñas que vive al lado de la trocha y administra una de las llamadas casas de asentamiento. Prefiere reservar su nombre para no meterse en problemas. Las disidencias de las FARC –que en junio detonaron un carro bomba contra una brigada del ejército y después dispararon ráfagas de fusil contra el helicóptero en que viajaba Duque–, la guerrilla del ELN o la pandilla conocida como Tren de Aragua forman parte del archipiélago de grupos que operan en la región.

“Son fronteras de miedo y de terror”, valora Enrique Pertuz, un defensor de derechos humanos que reconoce que las cifras de personas que desaparecen como si se las hubiera tragado la tierra son inciertas, pero cuenta al menos 16 organizaciones al margen de la ley que se mueven en la zona. “Hay de todo, paramilitares, organizaciones insurgentes, de trata de personas, de contrabando de gasolina, del narcotráfico. Hoy se pelean a sangre y fuego el control de más de 50 pasos”, advierte el director de la Corporación Red Departamental de Defensores de Derechos Humanos (Corporeddeh). “Con la reapertura se van a reducir un sinnúmero de delitos que se cometen en esas trochas”, vaticina optimista.

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