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El cura que se hizo pasar por un traficante de órganos para salvar la vida de un niño

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Existen rincones en el mundo en el que la vida tiene el precio de una camiseta. Ignacio María Doñoro de los Ríos (Bilbao, 1964) no daba crédito a que Manuel, un adolescente de 14 años que vivía en las montañas de Panchimalco (El Salvador), pudiera costar 25 dólares (21 euros). Este capellán militar, destinado allí hace 25 años para una misión especial junto a la Policía Nacional, pensaba que a la cifra le faltaban tres ceros. La familia del joven, que padecía una parálisis parcial de su cuerpo, lo había vendido por ese dinero a un traficante de órganos para poder seguir alimentando a sus otras cuatro hijas. Como muchos otros habitantes de esa región, no disponían de recursos para comer a diario. “Algo que aprendes con el tiempo es que no puedes juzgarlos: aquel niño iba a morir y lo vendían fruto de la desesperación”, explica Doñoro, en una terraza del centro de Madrid.

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La misma desesperación que sintió Doñoro al conocer la historia de Manuel, es la que le llevó a decidir que tenía que salvar la vida de aquel adolescente, aunque en el camino tuviera que dar la suya. Vestido con una camiseta sucia y barba de una semana, alquiló una camioneta para llegar hasta allí y simular que también era un traficante. Con esa guisa, y pagando un dólar más a la familia, agarró al niño, lo metió en el vehículo apresuradamente y lo rescató. “En unas décimas de segundo me di cuenta de que aquello era el tren que pasa una vez por tu vida, que o lo tomas o lo dejas. Y que si lo tomas te va a llevar allá donde jamás pensaste que irías. Ahí fue muy consciente de que aquel niño me cambiaba la vida”, asegura el religioso, que confiesa pasó “todo el miedo del mundo”.

Una vida principalmente castrense, con expediciones en Bosnia y Kosovo, que ha llevado al padre Ignacio a otras misiones humanitarias en Tánger, Colombia y Mozambique y que desde 2009 le hizo recalar en Perú. Allí hace 12 años, ya retirado de la vida militar, fundó Hogar Nazaret, una casa de acogida en el Amazonas peruano en el que tratan de dar una vida digna a niños huérfanos o de familias vulnerables que sobreviven bajo la extrema pobreza, y otros muchos que han sido víctimas de trata y prostitución. Una labor que ahora en 2021 le ha valido estar nominado al premio Princesa de Asturias de la Concordia, galardón que se falla el próximo 30 de junio. “Uno de los lemas de esta casa es que si salvas a un niño, salvas a la Humanidad”, explica Doñoro, haciendo alusión a una de las enseñanzas del Talmud.

Una vida principalmente castrense, con misiones en Bosnia y Kosovo, que ha llevado al padre Ignacio a otras misiones humanitarias en Tánger, Colombia y Mozambique y que desde 2009 le hizo recalar en Perú

A base de medicación y de una dura rehabilitación, Manuel se recuperó de aquella parálisis que había sido su sentencia de muerte. Doñoro supo de él años después, cuando recibió una carta del joven, ya un adulto, en el cuartel de Intxaurrondo (San Sebastián), donde estaba destinado en los años más duros de la banda terrorista ETA. En aquella misiva, Manuel le agradecía todo lo que había hecho y le recordaba que había sido para él la persona “más importante”. “Hoy otro niño de la casa, que ya está terminando 4º de Psicología, me ha despertado con este mensaje: ‘Tú me has cambiado la vida, para mí ha sido un nuevo renacer’. Cuando trabajas con los más pobres de los pobres no esperas nada, pero ellos son mi mayor recompensa”, dice sonriendo el religioso.

Por extraño que parezca, otra de las personas “clave” en la vida de Doñoro para dar el giro definitivo que lo llevaría a Perú fue Carme Chacón. La ministra de Defensa visitaba Kosovo en 2009. Allí anunciaría la retirada de las tropas, frente a los militares del contingente español, entre los que estaba Doñoro. Tras la rueda de prensa y el almuerzo, la política y el religioso coincidieron en la cafetería y entablaron una conversación a título personal que les llevaría a ambos, entre otras cosas, a confesarse sus sueños.

“Aún se me ponen los pelos de punta cuando recuerdo cómo se me quedó mirando, y casi me grita: ‘¡Estás equivocado, estás equivocado! Y si te mueres mañana…, ¿qué pasa? Los sueños hay que cumplirlos ahora”, recuerda que le dijo Chacón. El capellán le acababa de contar su proyecto tras su jubilación de la vida militar: una casa de acogida para niños en riesgo de exclusión social. “‘Si te mueres, vas a morir frustrado’”, me dijo. Esas palabras dichas por una persona con su dolencia y que luego moriría tan joven recobran una fuerza increíble”, añade el misionero. Esta, junto a otras muchas, es una de las anécdotas que cuenta Doñoro de los Ríos en su libro El fuego de María (Nueva Eva), una autobiografía que va ya por su segunda edición.

Vista aérea de una de las instalaciones del Hogar Nazaret.Hogar Nazaret

Pero no hubo que esperar a la jubilación. Chacón intercedió, antes de ser cesada como ministra, para que a Doñoro se le concediera una excedencia y pudiera cumplir su sueño. Una misión que también Monseñor Robert Sarah le había encargado en una audiencia celebrada en Roma después de una expedición de Doñoro a Mozambique, donde cuidaba a niños con VIH: “‘Que no se pierda ninguno’”, asegura que le pidió el que fuera ordenado luego cardenal por Benedicto XVI.

Y en ese intento de no perder a nadie o de rescatar a todos los posibles, nació el Hogar Nazaret, que de 2011 a 2015 se ubicaría en Puerto Maldonado, puerta de entrada a la selva amazónica de Perú, para luego mudarse a sus actuales sedes, de niñas y niños respectivamente, en Bellavista y Carhuapoma. “Las comunidades de esas zonas conocen nuestra labor y cuando se enteran de que hay un niño que podría ser portada de cualquier telediario, nos avisan y se viene a la casa”, explica Doñoro.

El padre Doñoro sujeta en brazos uno de los niños acogidos en Hogar Nazaret.Hogar Nazaret

“Cada vez que llega una niña o un niño digo: ‘Esto es lo más bestia que me ha pasado en la vida’, y luego llega otro y vuelve a ocurrirme”, asegura, mientras da un golpe a la mesa, haciendo memoria de lo peor que haya podido ver o presenciar en estos años. “Niños que no parecen niños, que reptan porque tienen el cuerpo paralizado; con heridas que te dice el médico que no tienen solución. Muchos de ellos no saben hablar porque nadie les ha enseñado y emiten gritos y golpes, que es su manera de comunicarse, o dan mordiscos y puñetazos”, se lamenta.

Con un presupuesto de 8.000 euros al mes, que hacen frente con donativos y sin ninguna financiación oficial, en Hogar Nazaret tienen la salud, física y mental, junto a la educación como dos de sus pilares básicos. En esta casa, en la que trabajan 22 personas, no hay cabida para el racismo, asegura Doñoro, pero tampoco para ningún comportamiento machista. “Escuchas con frecuencia decir: ‘Es mi hembrita’, ‘Yo con mi hembra hago lo que quiero’. Y estos comentarios son motivo de expulsión de la casa. Y eso, como ya saben ellos, significa volver al infierno”, contextualiza el religioso.

Empoderamiento es una de las palabras que el padre Ignacio emplea mucho en su conversación, a pesar de que sabe que es “extraño” que ese vocablo se cuele en el vocabulario de un sacerdote. ”El gran problema de la niñez es el de la mujer. Para mí es una gozada ser agente de cambio y que la vida de estas niñas no sea quedarse embarazadas y estar atadas a un hombre y puedan desarrollar sus propias habilidades”, asegura.

Sacar a los niños y las niñas del basurero, los llamados ‘entenados’, para que puedan ser ingenieros, no te puedes imaginar lo que significa, no solo para ellos, sino para su familia, la comunidad y la sociedad. Esa es la verdadera revolución social

El siguiente paso del Hogar Nazaret es el de comenzar a cultivar el terreno de 70 hectáreas que posee en una de las fincas aledañas al centro de acogida para poder ser autosuficientes. Y lo harán con ayuda de la sembradora de arroz que han podido comprar con el primer premio Solidaridad 2021 que le ha otorgado la revista Telva al padre Doñoro por su labor, dotado de 17.000 euros. El otro gran proyecto futuro es el de poner en marcha una escuela de Ingeniería, que ya han empezado a construir y esperan esté lista en dos años: “Sacar a los niños y las niñas del basurero, los llamados entenados, para que puedan ser ingenieros, no te puedes imaginar lo que significa, no solo para ellos, sino para su familia, la comunidad y la sociedad. Esa es la verdadera revolución social”, concluye.

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